Artículo publicado el 30 de diciembre de 1910 en La Opinión
Aunque
ajenos tal vez al asunto, hemos de comenzar dedicando dos palabras a la
polémica que ha ocupado varias columnas del diario matritense La Correspondencia Militar en los últimos meses del año que
finaliza; es decir, a la cuestión de Escalas. Los partidarios de la Escala Cerrada
alegan como principal argumento en favor de su tesis, la consideración
siguiente: A campaña se envía ordinariamente una corta parte del Ejército; en esa
parte hay Oficiales que se distinguen, y por ello obtienen ascensos. Pero debe
tenerse presente que la mayor parte del Ejército no fue a campaña, y de
consiguiente la mayor parte de la Oficialidad no pudo obtener esas ventajas que
obtuvo una corta minoría. ¿No entraña esto una injusticia? Porqué hay que convenir
en que cualesquiera otras que hubieran sido las fuerzas llevadas a campaña,
estas hubieran realizado iguales o quizá mayores hazañas que aquellas otras.
Oponen a
ese argumento los partidarios de la
Escala abierta la otra consideración de que, sin el estímulo de
las recompensas, no se hubiesen realizado tales hazañas; pero nos inclinamos a
los que juzgan, en los artículos citados de La Correspondencia Militar , de poca fuerza ese argumento, por que todo militar debe cumplir su
obligación. Y en efecto, se nos figura que cuando vemos al enemigo próximo a arrebatarnos
una bandera, una ametralladora, un reducto, etc., se nos figura, vuelvo a
decir, que lo menos de que nos acordamos es de ascensos ni recompensas, sino que
cumplimos nuestra obligación como los primeros.
Mas
racional aunque a muchos parezca paradójico, nos parece el sistema de ascensos
que se puso en práctica durante un período de la Revolución francesa de
fines del siglo XVIII. Cada compañía o mejor dicho los soldados de ella elegían
sus respectivos cabos, éstos a los sargentos, y así sucesivamente hasta el
capitán; luego los capitanes del batallón elegían al comandante, y por ese
orden continuaba la elección hasta el Jefe supremo. Bien entendido que esa
elección general se practicaba periódicamente, cada uno o dos años.
Por lo
demás, bien sabido es que los más afamados generales de la República y del Imperio
en Francia, comenzaron su carrera de simples soldados, o con grados muy subalternos,
debido casi siempre a la elección. Ordinariamente pasaban de la Milicia nacional al
Ejército, con igual grado.
Todavía
no hemos hablado propiamente de la disciplina, no la militar sino la civil, que
es el objeto de estos renglones. Claro está que cada Jefe debe ser respetado y
obedecido por sus respectivos subalternos. Pero entendemos que cada partido
político se abusa de la
Jefatura , y esto solamente puede corregirse sometiendo dicha
Jefatura a la elección anual o bianual con derecho a reelección. También puede
hacerse dicha elección por quinquenios.
Decíamos
que se abusa de la Jefatura ,
a causa de la disciplina; y en efecto, hay casos en que ambos son
incompatibles. Cuando el general Ortega arengó a sus tropas en San Carlos de la Rápita ¿le obedecieron éstas?
Otros mil casos análogos pueden citarse; y contrayéndonos a las Jefaturas de
partido, ¿habría mayor absurdo que llevar la disciplina hasta el punto de
disponer el Jefe de la vida y hacienda de sus subordinados? Pues algo semejante
acontecería llevándola hasta el punto de que el Jefe designe en todas y cada
una de las Provincias a las personas que han de representarlas en las Cortes, y
hasta a las empleadas en las distintas dependencias
del Estado.
No se
si consciente o inconsciente, casi puede decirse que camino de eso vamos. Todos
los partidos, hasta los más avanzados tienen sus Jefaturas más o menos
inamovibles.
¿Es que
todos somos monárquicos, y todos aspiramos a ser reyes absolutos?
Por que
debemos tener presente que aún con Jefaturas amovibles, los tales jefes no
deben intervenir en las Elecciones, que deben ser completamente libres; y esto
es lo que si bien se pregona a los cuatro vientos en los periodos electorales, rara
vez se cumple, a causa de la disciplina.
Chante-Clair.
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