lunes, 3 de agosto de 2015

DE COLABORACIÓN: Socialismo



                                                        Artículo publicado en La Opinión el 4 de noviembre de 1910
                                                  Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC


No ha muchos días que publicamos bajo el epígrafe de Clericalismo unas cuantas  observaciones, que hoy ampliamos con algunas otras, a ver si conseguimos aclarar la ceguera de algunas gentes que, de buena o de mala fe, se empeñan en considerar la democracia como antagónica de la religión. 


Decimos de buena o de mala fe, pero debemos desde luego descartar a los que de mala fe sostienen aquél absurdo; ellos no merecen los honores de la discusión, si bien es conveniente desvanecer su propaganda, por lo que ésta pueda seducir a los incautos.
¿Quién ignora que el Cristianismo, en su forma primitiva, y tal como lo instituyó su fundador, es una pura democracia o mas propiamente hablando, un puro socialismo? Es preciso no haber leído los Evangelios, y todo el Nuevo Testamento, para negar esa verdad; o bien es preciso, para negarla, ser uno de tantos rutinarios, que no entienden lo que leen, y sólo creen aquello que le han inculcado en su respectiva escuela.


El Nuevo Testamento está lleno de pruebas de lo que decimos, y contra el mismo no vale el tan
socorrido argumento de que lo que dice son tan sólo figuras, argumento de que tanto han abusado los intérpretes imbéciles del Testamento viejo.


La comunidad de bienes fue indudablemente la base social del Cristianismo, en su forma primitiva; bien entendido que esa comunidad era voluntaria y en observación del mandamiento único o fundamental después del de amar a Dios: amar al prójimo como a sí mismo. ¿Y no era eso un verdadero socialismo? Claro es que lo era, con la sola diferencia respecto a otra escuela socialista moderna, de que aquella comunidad de bienes había de ser hija del amor y no de la violencia.

Siempre se mantenía el proyecto de no hurtar, como todos los demás mandamientos. Tanto en religión, como en historia y en otras ciencias, ha sido y es costumbre de infinitas personas el discutir sin conocimiento verdadero de causa. Los rutinarios son terribles, por cuanto se convierten con frecuencia en verdaderos fanáticos, o energúmenos, y esto sucede en todas las religiones habidas y por haber. Ellos no leen más que aquello poco que les enseñaron; y si acaso leen algo más, eso más no lo entienden ni quieren entenderlo. En todas las religiones abunda semejante lepra, la que hizo a Sócrates beber la cicuta y a Galileo retractarse y decir que la mentira era la verdad, para salvar la vida.


Se disputa o discute, decimos, sin conocimiento de causa, sin haber leído previamente las fuentes de la respectiva ciencia o doctrina. Nadie debe discutir sobre varios asuntos políticos y religiosos sin tener pleno conocimiento de la Biblia; sobre todo debe tenerse a la vista el Nuevo Testamento; debe hacerse en particular estudios de los Evangelios, actos o hechos de los Apóstoles y algunas de las Cartas de los mismos, si no de todas ellas.

Sin ese conocimiento no puede ser deslindado el campo político-religioso; no puede ser distinguido y separado el fanatismo de la religión verdadera. En suma, no puede hacerse o formarse juicio exacto de lo que es y lo que se llama socialismo.




                                                                                                                   Chante-Clair

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