Artículo publicado en La Opinión el 4 de noviembre de 1910
No ha
muchos días que publicamos bajo el epígrafe de Clericalismo unas cuantas
observaciones, que hoy ampliamos con
algunas otras, a ver si conseguimos aclarar la ceguera de algunas gentes que, de
buena o de mala fe, se empeñan en considerar la democracia como antagónica de
la religión.
Decimos
de buena o de mala fe, pero debemos desde luego descartar a los que de mala fe sostienen
aquél absurdo; ellos no merecen los honores de la discusión, si bien es
conveniente desvanecer su propaganda, por lo que ésta pueda seducir a los
incautos.
¿Quién
ignora que el Cristianismo, en su forma primitiva, y tal como lo instituyó su
fundador, es una pura democracia o mas propiamente hablando, un puro
socialismo? Es preciso no haber leído los Evangelios, y todo el Nuevo Testamento,
para negar esa verdad; o bien es preciso, para negarla, ser uno de tantos
rutinarios, que no entienden lo que leen, y sólo creen aquello que le han
inculcado en su respectiva escuela.
El Nuevo Testamento está lleno de pruebas de lo que decimos, y contra el mismo no
vale el tan
socorrido
argumento de que lo que dice son tan sólo figuras, argumento de que
tanto han abusado los intérpretes imbéciles del Testamento viejo.
La
comunidad de bienes fue indudablemente la base social del Cristianismo, en su
forma primitiva; bien entendido que esa comunidad era voluntaria y en
observación del mandamiento único o fundamental después del de amar a Dios:
amar al prójimo como a sí mismo. ¿Y no era eso un verdadero socialismo? Claro es
que lo era, con la sola diferencia respecto a otra escuela socialista moderna,
de que aquella comunidad de bienes había de ser hija del amor y no de la violencia.
Siempre
se mantenía el proyecto de no hurtar, como todos los demás mandamientos.
Tanto en religión, como en historia y en otras ciencias, ha sido y es costumbre
de infinitas personas el discutir sin conocimiento verdadero de causa. Los rutinarios
son terribles, por cuanto se convierten con frecuencia en verdaderos
fanáticos, o energúmenos, y esto sucede en todas las religiones habidas y por
haber. Ellos no leen más que aquello poco que les enseñaron; y si acaso leen
algo más, eso más no lo entienden ni quieren entenderlo. En todas las
religiones abunda semejante lepra, la que hizo a Sócrates beber la cicuta y a
Galileo retractarse y decir que la mentira era la verdad, para salvar la vida.
Se
disputa o discute, decimos, sin conocimiento de causa, sin haber leído
previamente las fuentes de la respectiva ciencia o doctrina. Nadie debe
discutir sobre varios asuntos políticos y religiosos sin tener pleno
conocimiento de la Biblia ;
sobre todo debe tenerse a la vista el Nuevo Testamento; debe hacerse en
particular estudios de los Evangelios, actos o hechos de los Apóstoles y
algunas de las Cartas de los mismos, si no de todas ellas.
Sin ese
conocimiento no puede ser deslindado el campo político-religioso; no puede ser
distinguido y separado el fanatismo de la religión verdadera. En suma, no puede
hacerse o formarse juicio exacto de lo que es y lo que se llama socialismo.
Chante-Clair
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