(Artículo publicado en la Revista de Canarias el 23 de julio de 1880)
La historia física del globo terráqueo es un
problema cuya resolución es mucho más difícil de lo que la suponen distintos
pensadores.
El hombre conoce solamente una parte muy
corta, una página casi insignificante, de la historia de los pasados tiempos.
Las eras prehistóricas solo han podido ser sospechadas por el geólogo; y las
revoluciones experimentadas por nuestro planeta, siquiera sea en su parte superficial,
ofrecen un vasto campo de investigación científica al naturalista, y en general
al hombre deseoso de descubrir algún tanto lo pasado.
Aun suponiendo que la formación de nuestro
planeta haya venido teniendo lugar por grados, por progresión o perfeccionamiento;
aun dando por sentado que el reino mineral precedió al vegetal, y éste al
animal; aun llevando la hipótesis hasta el punto de sostener que el hombre es
un ser moderno sobre la tierra, nacido de la lenta perfección dé los
cuadrúmanos; aun así, repetimos, la historia de sus evoluciones y de las evoluciones del suelo en que ha nacido, es tan
ambigua, casi, como la que desde ahora quisiera hacerse acerca de las épocas
futuras.
Por que si el hombre es moderno,
en lenguaje geológico, también geológicamente hablando, esa novedad no cuenta
menos de dos ó tres millones de años de existencia; y aún cuando mucho menor
sea el período de tiempo que ha venido pasando el hombre sobre la tierra ¿quién
puede afirmar hoy que la raza humana no haya alcanzado, en los pasados tiempos,
un grado de perfección superior al que posee en la actualidad? El pasado y el
porvenir son como dos profundos abismos, de los que apenas se perciben sus
bordes.
Las políticas relaciones de la mitología son sin duda de una antigüedad
bastante remota; y antes de haber sido escritas, debieron trasmitirse en los
pueblos por medio de la tradición. No son datos históricos, es verdad; pero
contienen sin duda detalles verídicos, y el fundamento de algunas de las
fábulas es de creer que no sería pura invención. Algunos autores llegan hasta
afirmar que los principales sucesos de ciertas épocas primitivas, se hallan
representados por medio de la fábula.
Una de las más interesantes, entre las fábulas o mitos que nos han sido conservados, es sin disputa el de los campos Elíseos,
noción que, ora sea fabulosa como opinan muchísimos autores, ora histórica,
como sienten otros, es de todos modos notabilísima y poética en alto grado.
Los campos Elíseos, es verdad, han
desaparecido de la tierra, si es que en algún tiempo existieron en ella; pero
no por eso deja de recordarse con placer una tradición que halaga cual ninguna
otra, acaso, la imaginación de los mortales. La mansión de los bienaventurados ha
sido y será un objeto de grato y poético recuerdo, que se lamenta no pase de ser
una ilusión, una quimera, creada por la fantasía de los poetas de la
antigüedad.
Las islas Fortunadas o Canarias, y la Bética o Tarteso, han sido
los países en que más se ha fijado la opinión para atribuirles el privilegio de
haber servido de mansión a los bienaventurados. Si el mito de los campos
Elíseos no pasa de ser una fábula, claro está que poco ó nada hay que disputar
sobre el lugar que los mismos ocuparon; y es sumamente verosímil que unos
poetas les suponían en aquella parte de la Andalucía , mientras que otros les tomaban por
unas islas oceánicas, sin que hubiera jamás acuerdo o fijeza sobre la situación
de aquel lugar, puramente imaginario.
Pero no son para olvidar enteramente algunos
datos y noticias que los autores nos han trasmitido. Se decía, por ejemplo, que
para entrar en los Elíseos se pasaba el Leteo, o río del olvido, más comúnmente
llamado Lete; y es indudable que hasta hoy se llama así dicha corriente de
agua, que los árabes y moros dominadores de aquella comarca de la Bélica , nombraron en su
idioma guad al Lete es decir, el río Lete, que sin bastante propiedad
seguimos diciendo Guadalete, en lugar de decir sencillamente Lete o Leteo.
Diodoro de Sicilia, más
historiador que poeta, no creía en los campos Elíseos, y nos ha trasmitido una explicación
de esa fábula.
Dice Diodoro, que los
egipcios tenían un inmenso cementerio o campo de paz y descanso, situado a la
otra parte de un lago que los mismos llamaban Aquericia. Los difuntos eran
trasportados a las orillas de dicho lago, donde se ponía de manifiesto la
conducta que cada cual de ellos había observado durante su vida, y en
consecuencia era juzgado según sus obras. Si el finado había sido perverso y
practicado el mal, faltando a sus deberes y a las leyes de su patria, era arrojado
a una sima o precipicio llamado Tártaro, pero si, por el contrario, su conducta
había sido exenta de crímenes o delitos, era conducido por un barquero a la
otra parte del lago, donde había una pradera, jardín o lugar de delicias, que
se designaba por los mismos egipcios con el nombre de Elisión, que en su idioma
significaba lagar del dulce reposo.
Esa explicación,
decimos, es plausible; pero el mismo juicio de los muertos, hecho por los
antiguos egipcios, ha sido puesto en duda y tenido por fabulosos por distintos
autores, que creen que esa tradición no tiene mas fundamento sino la práctica que
durante un período de tiempo tuvo lugar en Egipto, de juzgar a sus soberanos después
de muertos, a fin de que este juicio
sirviera de ejemplar y escarmiento a los monarcas sucesivos.
A pesar de la opinión de Diodoro, la tradición de los lugares
beatos se hallaba tan extendida, y aún acreditada, hasta en los tiempos de Plutarco, que éste célebre
y distinguido autor no dudó consignarlo así en su Vida de Sertorio. Y
no solo lo consignó, sino que da también por sentado que dicha mansión se hallaba
en unas islas del Océano. Las indicaciones que acerca de las mismas hace,
convienen particularmente a las Canarias; y además, hace también presente que
estas islas debieron ser la mansión de los bienaventurados celebrada por
Hornero.
Es indudable que
Homero, si no fue el primer autor que habló de los campos Elíseos, ha sido
seguramente el que más celebridad y más
crédito ha atraído a dicho mito. Su célebre Odisea será siempre un recuerdo de
aquella poética mansión de los dioses y de los hombres. Pero Hesiodo y Píndaro
son los más acreditados autores, y acaso también los más antiguos, que fijan en unas islas la residencia de los justos.
Hesiodo dice terminantemente que Júpiter les mantiene y establece a la
extremidad del mundo, en las islas venturosas, que quedan en el Océano grande. Y
Píndaro consigna que las brisas del Océano bañan sin cesar las islas dé los
bienaventurados, en las que se halla el trono de Cronos o Saturno.
Es indudable que Píndaro, al hablar del trono, alcázar ó
palacio de Cronos, se refiere al monte Teide, que los antiguos consideraban
como una maravilla, precisamente por lo poco que lo conocían. El mismo Píndaro,
y otros poetas, le suelen también llamar monte y torre de Cronos,
frases que no dejan duda alguna acerca del lugar a que se refieren.
Diversos autores que han tratado la etimología de las
palabras, en los idiomas antiguos y modernos, han emitido su dictamen respecto a
las voces Elisa, Hélice, y sus derivados. Según los unos, vienen de la voz
griego lyó o luó, que significa libertar o libertad.
Según los otros, aquellas voces todas traen su origen de Li,
que toman por la raíz de las mismas, y significaba alto, excelso. Samuel
Bochart consigna que Alizuth -ó más bien, a-lizuth-significaba placer
o alegría, en el
idioma de los fenicios, que era semejante a los demás idiomas antiguos del Oriente. Licas o Liceo fue uno de los
sobrenombres de Apolo, en épocas antiguas; y hubo también Júpiter Liceo, y montes
Líceos, en la Licia ,
la Arcadia , la Tesalia , etc. En dichos
montes tuvieron templos o altares aquellos dioses; pero es hoy difícil venir en
conocimiento de la prioridad que tuviera aquel nombre entre los unos y los
otros.
El distinguido
historiógrafo Estrabon hace mucha luz en el asunto, afirmando que los fenicios
extraían el jacinto y la púrpura de las islas oceánicas; y que a los mismos
navegantes debieron estas islas su denominación de Elisias, así como la de
Purpurarías.
Elisa o Juno,
divinidad a la que tenían particular afecto los tirios, fenicios, cartagineses
y varios otros pueblos de la antigüedad, debió ser invocada por los mismos
pueblos como la protectora de las islas misteriosas, de las que extraían unas
tintas tan preciadas.
Hemos citado a los
cartagineses como pueblo de origen fenicio. Sabido es que fue una colonia
fenicia la fundadora de Cartago; y aún los romanos llamaban punicos y punces
a los cartagineses, y phunicés
los fenicios, voces que indudablemente tienen igual etimología. La relación del
viaje de Hannon, comienza diciendo que el Senado cartaginés resolvió que se establecieran
en el litoral occidental de África, colonias libio-fenicias; y es digno de
notarse que se prefiriese ese término al de libio-cartaginesas, lo que prueba que
los cartagineses acostumbraban también llamarse fenicios.
La idea de traer a Canarias a los cananeos nos parece demasiado
aventurada. Fúndase principalmente, en aquella rara versión de Procopio, que
dice que en su tiempo se veían aún, cerca de Tánger, dos columnas de mármol con
esta inscripción en idioma fenicio: Nosotros somos gente de aquella que
huyendo del famoso salteador Jesús, hijo de Navé, nos libramos de su tiranía. A
la verdad que esa noticia, por sí sola, absolutamente nada prueba, ni aún
indica, de que esa gente en su huida no parase hasta trasponer el mar
Atlántico: tal terror, y por tan leve motivo, no se halla en los límites de lo
racional. A ninguna gente le es grato alejarse -y mucho menos alejarse tanto- de
su país natal, sin que se la venga, digámosle así, persiguiendo tenazmente con
las armas, o azotando con varas como a un bando de pavos, cosas ambas que se
guardó muy bien de hacer el hijo de Navé, salteador oscuro y quizá fabuloso
(1), que, si acaso existió, es verosímil que no conociera más país que el que
alcanzaba a ver desde cualquiera colina del país de Canaan (2).
Y sin embargo, por más que nos parezca inverosímil esa
emigración de cananeos a las islas Canarias, no pretendemos negar en absoluto
que entre las diversas gentes que aquí llegaron desde el inmediato continente,
hubiese cananas -como dice San Agustín -o canarios -como dice Plinio- unos y otros establecidos
antes en África y confundidos en esa multitud de pueblos, razas, tribus,
familias, etc.,que bajo una infinidad de nombres raros, extraños y diversos,
han constituido y constituyen aún la población de casi toda el África.
Como no es nuestro propósito tratar aquí la población del
archipiélago Canario, no debemos extendernos en esta materia, y concluimos
repitiendo que es cosa sabida de todos que dos de estas islas fueron llamadas
Junonias o Elisias -pues Elisa y Juno fueron nombres de una misma diosa- y que por
consiguiente, los campos Junonios debieron ser llamados también campos Elíseos.
La
misma Sagrada Escritura establece que los tirios o fenicios extraían el jacinto
y la púrpura de las islas de Elisa.
Indudablemente, aquellos antiguos navegantes propalaron una
poética idea de tal región, entonces de ellos solos conocida; y de ahí es fácil
que dimanase el mito de que estaba aquí la mansión de delicias, destinada a los
bienaventurados. Esa noción estuvo, sin duda alguna, sumamente admitida y
generalizada entre los antiguos; y hasta los Esenios, secta de judíos muy
conocida en la antigüedad, estaban persuadidos de que las almas de los justos
pasaban a unas islas de clima dulce y apacible, bañadas por las brisas del
Océano.
Tal es lo que hemos recogido y podemos decir de un mito
célebre y sumamente poético, que en todos tiempos ha estado, y parece que
estará siempre, ligado con la historia de las islas Canarias.
Imagen obtenida de http://chrismielost.blogspot.com.es
(I) Jesús hijo de Navé parece ser otro personaje diverso de Josué hijo de Nun; pero aun cuando se les
tomara por uno mismo, el célebre compañero de Caleb solo arrebató a los
cananeos aquella porción de tierra que faltaba a los israelitas para ocupar el
territorio de la Palestina
que les fuera adjudicado o prometido, según las Escrituras. Ese es muy poco
motivo para venir huyendo hasta las islas Canarias, y de un salteador que
apenas se alejó de las orillas del Jordán.
(2) El Sr. D. Carlos Pizarroso y Belmonte, en su
trabajo titulado Los aborígenes de Canaria*, obra que de todos modos revela
ingenio y erudición, atribuye un origen oriental a la voz con que en estas
islas suelen ser designados los habitantes del campo que no han sido educados;
pero debemos advertir que esa voz magos parece venir de la francesa magots,
que hasta hoy sirve en Francia para designar a las personas rústicas.
ROSENDO
GARCÍA- RAMOS
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