miércoles, 13 de agosto de 2014



  DOS ARTÍCULOS PUBLICADOS EN FECHAS      DIFERENTES:

 DOS PALABRAS SOBRE LOS MAXOS Y LIBI-FENICIOS Y CHATEAUBRIAND

                     (Artículo publicado en Revista de Canarias enero de 1881)
                          Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC

 Sobre los maxos y libi-fenicios


   

 Uno de los monumentos literarios más curiosos  que nos ha legado la antigüedad, es la relación concisa que hasta nosotros ha llegado del célebre viaje o periplo de Hannon (I).


Posible periplo de Hannon

El doctor Chil, en su conocida Obra sobre nuestras islas, obra que, por lo demás, es de grandísima utilidad para todo aquel que desee conocer nuestra historia antigua, cree rectificar un error de Viera y Clavijo, y manifiesta que este autor entiende que Sufete fue el nombre de un rey de Cartago.

Pero Viera lo que dice es que Hannon fue un sufete o rey de Cartago, lo cual tiene un sentido diferente de aquel.

 Por lo demás, Viera dice bien; porque la palabra sufete  ha sido traducida casi siempre por rey, en fuerza de lo extenso que es el sentido de la voz latina rex.


Reyes cartagineses llama Cornelio Nepote  a los sufetes, como puede verse en sus obras y también en los diccionarios del idioma latino.

 Esto nos hace recordar un pasaje de Rollin -Hist. ant. De los Cartag.; parte I, § 3º,- en que, después de expresar que el poder de los sufetes solo duraba un año etc., añade: “Con frecuencia los autores les designan con el nombre de reyes, dictadores o cónsules; porque efectivamente desempeñaban las funciones de tales”. Y en otro lugar de la misma obra Parte II, cap. 2º, Art. 3º—añade que “Anníbal, a su vuelta a la ciudad de Cartago, fue nombrado pretor, cosa de veinte y dos años después de que había sido nombrado rey o sufete: Hic ut rediit proetor factus  est, postqúm  rex fuerat  anno secundo et vigésimo.»

Aprovechamos esta ocasión de recomendar en general a todas las personas amantes de nuestras antigüedades, que pasen la vista por el curioso comentario del viaje de Hannon, escrito por Plinio, que puede verse en la misma Colección de Navegaciones dada a luz por el veneciano Ramusio, que vamos a mencionar.


4ª edición del primer tomo de las
Navegaciones y Viajes, Venecia 1583

 Este viaje, seguramente, no fue mas que uno de los muchísimos que efectuaron los cartagineses en el mar Atlántico, ora fuesen por disposición del Senado, ora tan solo como meras especulaciones mercantiles de sociedades o de personas particulares. Pero ofrece la rara circunstancia de ser el único cuya relación ha podido trasmitirse hasta nosotros, a través de los siglos y de las vicisitudes. Verdad es también que en aquellos antiguos tiempos, muy rara vez se pondrían por escrito relaciones circunstanciadas de viajes hechos con un objeto puramente mercantil, o de meras exploraciones del Océano y de los países occidentales.

 Hemos leído con particular atención la traducción del texto griego del periplo que inserto en su célebre Colección de Navegaciones (2) el distinguido hombre público y literato Juan Bautista Ramusio, Secretario del Consejo de los Diez de Venecia; y creemos que dicha versión es una de las mejores que han llegado hasta nosotros de aquella memorable exploración y viaje de colonización y descubrimiento.

Comienza diciendo la citada relación: «Deliberaron y acordaron los Cartagineses que Hannon saliese a navegar de la parte afuera de las Columnas de Hércules, y que a la vez fundase y edificase algunas villas o ciudades libi-fenicias.» Prosigue refiriendo como el citado general emprendió su viaje con sesenta naves pentacostorias (o sea de a cincuenta remos cada una), conduciendo en ellas cerca de treinta mil personas de ambos sexos; y se hace luego expresa mención de seis o siete villas fundadas sucesivamente a lo largo del litoral occidental de África, cuyos nombres fueron Thimiaterio, Muro, Cárico, Gita, Acra, Melita y Arambe.

Después se refiere la llegada de la expedición al gran río Lixo que seguramente no estaba junto al actual Larrache, sino mucho más al Sur (aunque sea cierto que se llamó también Lixo o Lixe al Larrache  actual, pudiendo un mismo nombre verse repetido en dos o tres parajes). Fundamos esa opinión en que el texto dice así: «Y habiendo partido de allí -el lugar donde fundaron la villa de Arambe,-llegamos al gran río Lixo, junto al cual apacentaban sus ganados algunos pastores, con los cuales permanecimos algún tiempo en aquellos sitios, en términos que los lixitas llegaron a familiarizarse con nosotros. Hacia la parte alta del mismo país habitaban los negros, que no quisieron acercarse ni comunicar con nosotros. Su país es muy salvaje, y esta lleno de fieras, y le dominan altísimos montes, desde los cuales se dice que baja el río Lixo. En las laderas de estos montes habitan hombres de diferentes figuras, los cuales se albergan en las grutas, Según nos dijeron los lixitas…

Habiendo nosotros tomado algunos intérpretes de los mismos lixitas, proseguimos nuestro viaje, a lo largo de una costa desierta, navegando hacia el Mediodía. Luego cinglamos una jornada hacia levante, y
llegamos al interior del Golfo -el de Guinea-, donde hallamos una isla pequeña, que tendría de circuito cosa de cinco estadios, cuya isla poblamos, denominándola Cerne.

«Calculando todo lo que habíamos navegado, opinamos que esta isla Cerne estaría a la altura de Cartago; porque nos pareció haber subido tanto desde Cartago hasta las Columnas, como descendido desde las Columnas hasta Cerne.

Partiendo de Cerne, y después de navegar por un anchuroso río llamado Crete, llegamos a una mareta en la que hay tres islas mayores que Cerne; y cinglando desde aquí por tiempo de una jornada, llegamos al extremo de la mareta, mas arriba de la cual se divisaban unos montes elevados. En estos montes habitaban hombres salvajes, vestidos con pieles de fieras, los cuales arrojándonos piedras se alejaban así que nos acercábamos a su morada. Luego seguimos navegando, hasta que llegamos a otro río muy grande y anchuroso, lleno de cocodrilos y de caballos marinos –rinocerontes-, y desde aquí chinglando hacia nuestra derecha, retornamos a Cerne.
 «Partiendo nuevamente de aquí, estuvimos navegando por espacio de doce jornadas con dirección al sur o Mediodía, sin alejarnos mucho de la costa, la cual toda ella se hallaba habitada por los negros, quienes a poco que nos divisaban, se iban retirando hacia el interior, y hablaban un lenguaje que no podían entender nuestros intérpretes, ni aun los mismos lixitas. El último día de ésos llegamos a un país donde había unos montes poblados de árboles grandísimos, de maderas odoríferas y de distintos colores. Costeamos el mismo país durante dos días, y llegamos a una profunda ensenada, a un costado de la cual había una llanura en la que, durante la noche, divisábamos muchas fogatas. Prosiguiendo nuestro viaje, adelantamos otras cinco jornadas, siempre a corta distancia de las costas, y fuimos a dar a otro golfo o bahía, que los intérpretes nos dijeron se llamaba Cuerno de Héspero. Aquí hay una isla grande, y en ella está una mareta, ensenada o estuario que contiene otra isla. Detuvímonos aquí algún tiempo, y durante el día solo veíamos en tierra bosques; pero durante la noche aparecían muchas fogatas y oíamos sonido y ruido de címbalos y atabales, y además de eso una gritería descomunal; todo lo cual produjo en nuestra gente tal sobresalto, que los adivinos y augures -o agoreros- que llevábamos con nosotros, dispusieron que nos separásemos de aquella isla cuanto antes. Partimos, pues, y navegando con buen viento pasamos junto a una costa que exhalaba gran fragancia; pero de la cual salían y desembocaban en el mar algunos ríos inflamados -ardientes o ardorosos-, y en la tierra, a causa de su gran caldeo, no era posible caminar. Sorprendidos no poco con esta circunstancia, nos dimos a la vela hacia la alta mar,» etc.

Nos hemos extendido, acaso, demasiado en esos detalles, que seguramente nada de positivo nos dicen con relación a las Afortunadas; pero que son curiosos por su antigüedad, y por tratarse en ellos de un país tan cercano al nuestro. Pero, de cualquier modo, es indudable que los cartagineses, después de los fenicios, fundaron colonias en el litoral occidental de África, y que desde esas colonias bien pudiera haberse pasado mas de una vez a nuestras islas; y esto a mas de las otras ocasiones en que a ellas abordaron los extranjeros, por temporales, naufragios y por mero incidente natural de viajes de exploración, si no por viajes emprendidos desde luego con conocimiento positivo de algunas de ellas, y con destino a las mismas.

El mar Atlántico ha sido más surcado en todos tiempos, de lo que suponen algunos incautos, que parece no creen exista ni haya existido más mundo ni más navegaciones que las mencionadas en los libros (3). Nosotros opinamos, con otros muchos, que en los datos escritos no se halla, ni puede hallarse mencionada, la vigésima parte de las empresas marítimas que han tenido lugar en el curso de los siglos. Diríamos mejor: que no se halla mencionada ni aún la milésima parte de ellas.

En efecto, ¿qué podía llegar hasta nosotros, a través de tantos siglos y de tantas vicisitudes, de unas relaciones que casi nunca se escribían, y que nunca contaron con la prensa para divulgarse? Es más: en aquellos antiguos tiempos, pocas personas eran las que sabían escribir, aún entre los mismos reyes y magnates de las monarquías y de las repúblicas.

 Basta, por ahora, de consideraciones generales; y ya que hemos hablado de los libi-fenicios, que, según la relación de Hannon y otros varios datos, colonizaron en estos países occidentales, terminemos estos apuntes con una palabra sobre los maxos, o mas bien transcribamos algunos renglones de la Geografía política de Cesar Cantú (4); y quede al buen criterio del lector el formar juicio acerca de la probabilidad que había de que los maxos y en general los libi-fenicios poblasen en Canarias, ora fuese pasando directamente a ellas desde los puertos africanos del Mediterráneo, ora trasladándose a las mismas desde las colonias fundadas en el litoral occidental del continente.
 «En el interior -hablase de la región de las Sirtes, hoy regencia de Trípoli,-de Poniente a Levante, había muchas tribus nómadas: los machlos, que en parte labraban la tierra; los lotófagos, desde la isla de Menin hasta las inmediaciones de Léptis; los nacos, en las orillas del Cínips; los nasamoms, próximos a la frontera de Cirene (5).


La misma noticia la había ya antes consignado el general Faidherbe, con su conocida obra sobre las inscripciones de la antigua Numidia. Dice que mil quinientos años antes de nuestra era, los anales del Egipto hacen mención de los maschasch o maschouach como uno de los pueblos blancos de la Libia; y que cosa de mil años después menciona Herodoto a  «El territorio de Cartago (regencia de Túnez) comprendía el fértil país que se extiende entre el río Tusca y la pequeña Sirte, y desde el cabo Bon hasta el lago Triton, etc. En él consistía el poder de Cartago. Las tribus de los maxos, los zauecos y los gizantos, sometidas a las colonias cartaginesas y mezcladas con ellas, habían formado el nuevo pueblo de los Ubi-fenicios, que se dedicaban a la agricultura y vivían en arrabales, a que no pudieron poner murallas; así es que Cartago quedaba expuesta por esta parte a las invasiones enemigas, para evitar o estar prevenida contra las sublevaciones de aquéllos.»

 Poco más adelante, y hablando de las villas fundadas por los cartagineses en lo interior del país, dice Cantú: «Estas ciudades -o villas- quedaban abiertas; pero estaban protegidas por una línea de plazas, que eran las mas antiguas de las colonias fenicias que se habían sometido a Cartago.» Las principales de estas plazas eran Cartago, Túnez (llamada antes Aspis o Clipea), Adrumeto, Ruspina, Léptis, Tapso e Hipona. En cuanto a Útica, esta antigua colonia fenicia conservo casi siempre su independencia.

 Ahora bien: ¿se puede inferir de esas nociones algo de verosímil con relación a la población antigua de nuestro archipiélago canario?

 Que antiguamente pobló, al menos, en las islas orientales del mismo archipiélago, un pueblo o unas gentes llamadas majos -maxos- cosa es que parece estar fuera de duda. Hasta hoy refieren los ancianos de la isla de Fuerteventura que los antiguos habitantes de la misma se llamaban majos, y Majorata la isla; y aún se designa generalmente a dichos insulares de nuestro tiempo con el nombre de majos o majoreros, y así se les ha venido llamando constantemente desde tiempo inmemorial. También nuestros historiadores dejaron escrito que la isla se llamo Majorata, desde antes de la conquista, y si no en su totalidad, al menos hasta la célebre y antiquísima pared que segregaba un trozo pequeño, que forma casi una península al extremo meridional de la misma isla, cuyo trozo se llamó y llama aún Jandía.



Península de Jandía, al sur de Fuerteventura.


 Es verdad que alguno de nuestros anticuarios dijo, y lo han repetido otros, que a aquellos insulares se llamó majos por usar un calzado designado con el mismo nombre; pero es mas verosímil que fuera al calzado que se llamo así por usarle o haberle introducido en la isla los majos. Sin embargo, esa tradición de que la denominación del pueblo o tribu fuese debida al nombre particular del calzado que usaba, acaso venga de mas atrás, esto es, desde el tiempo en que los majos habitaran el Continente.

 Terminaremos con algunos apuntes, o especie de cabos sueltos, que pueden esclarecer algo el asunto.
En Lanzarote y en Fuerteventura se llamo majo al calzado, y también en ambas islas se decía majey al hombre esforzado. Majina fue y es aún un nombre de localidad de Lanzarote. Majan era un nombre de persona en Fuerteventura (6). En Gran Canaria se llamaba majido una espada de tea. El Sol era llamado -Maje- también se suele escribir –Magec- así en Gran Canaria como en Tenerife. El Dr. Marin y Cubas, de cuya obra inédita ha publicado algunos "extractos el Dr. Chil y Naranjo, dice que los canarios juraban por Majec, es decir, por el Sol (7); y que tenían al alma por inmortal, como hija de Majec.


* los maces o maxies, también como pueblo líbico, establecido en las margenes del lago Triton.


 Lo mismo Faidherbe que Berthelot, se inclinan a creer que los maschuach fueron los antepasados de los maxios; pero de cualquier modo, es digno de notarse que un autor tan competente como Faidherbe, afirme sin la menor vacilacion que son inscripciones líbicas las que aparecen grabadas en las rocas de la Isla del Hierro.

El general Faidherbe emite dicha opinión (que puede verse trasuntada en la citada obra de Berthelot), después de haber detenidamente examinado las copias remitidas a Francia desde estas islas de dichas inscripciones.
Francia.

 Puesto que hemos citado ya dos palabras comunes a los dialectos de Tenerife y Gran Canaria, y de igual significación en uno y otro, no terminaremos esta nota sin advertir que, bien que esos dos dialectos no fuesen los mas parecidos entre sí (de los hablados en Canarias),ofrecen sin embargo bastantes analogías recíprocas para que se comprenda bien que hubo cierta comunidad de origen entre los indígenas de ambas islas. Para convencerse de ello basta con pasar la vista por los trabajos de los Sres. Webb y Berthelot y Chil, sobre el lenguaje de estos antiguos insulares. Nosotros solo añadiremos que, ademas de esas marcadas afinidades en la calificacion de la Divinidad, y aparte de una multitud de palabras iguales o semejantes que se notan comparando aquellos dos dialectos, observamos que los mismos concuerdan también en otras calificaciones de importancia. Así, la voz Mencey  o Menceit la hallamos en Canaria y en Tenerife, significando lo mismo; como también la voz Reste. Castillo dice de los indígenas de Gran Canaria, que hubo entre ellos Restes o menceyes (Libro II cap. n, 18 y algún otro); y lo mismo se lee acerca de los de Tenerife, en Viana y otros autores. Conocidas son estas frases que nos conservaron Espinosa, Viana y Viera: Menceit, Acoran, inat, zahaña  chacometh,; Agonet, Acora, ina, zahañ, guañac reste mencey; Achit guanoth mencei reste Bencom; y otras varias por el estilo, que tuvieron cuidado de recopilar los Sres. Webb y Berthelot.

Por ese estilo pueden citarse también las voces sabor, tagoro o tagoror, tirma o dirma, tamarco, banot, tabona y una multitud de otras. Particularmente entre los nombres de localidades, se notan en Canaria muchos iguales, muy semejantes a los de Tenerife. Webb y Berthelot dicen, (copiándolo de otros autores que citan) que tirma y también dirma se llamaba en Canaria y en Tenerife una cima o eminencia escarpada, y que aya significaba monte o montaña -Véase la lista que titulan Miscelanea; y en otra lista, la especial de nombres de localidades en Tenerife, expresan que Aya-Dirma (o Aya-Firma) fue también una denominación del Pico de Teide.

 Existen aún en Tenerife varias localidades llamadas Tagoro o Tagoror, en las que se conservaban hasta no ha muchos años los asientos de piedra de los respectivos menceyes y ancianos que celebraban el sabor o consejo. Hemos visto uno de ellos en el antiguo menceyato de Tacoronte.

 Tanto este autor como Gómez Escudero llaman a las almas o espíritus -majíos- que también escriben maxios y magios.

Dice asimismo el mencionado Dr. Cubas que los paisajes conservaban las tradiciones de los antiguos, y refieren algunos en que hacía mención de los montes Claros o sea la cordillera del Atlas. Por otra parte, el licenciado Escudero dice que el rey más antiguo que hubo en Canaria se llamo Alguin-Arguin; y nosotros hallamos muy verosímil que de este monarca tomase su nombre la antigua villa de Arguinarguin o Arguinaguin, en la propia isla, y que algún parentesco filológico hay entre ella y la isla de Arguin en la costa de Africa fronteriza. Tenemos a la vista mapas que señalan la rada de Arguin (al Sur del cabo Blanco) (I) y cerca de ella una villa o aldea africana de igual nombre.


Localización de la isla de Arguin
zona superior del recuadro verde

 También se halla citada en los diccionarios geográficos, bajo el mismo nombre de Arguin, una fortaleza o plaza que poseyeron los portugueses en esta misma costa occidental del Continente. Ahora bien: ¿no hay motivo para inferir, con verosimilitud, que desde esa costa africana, colonizada en parte por los libifenicios, pasara alguna gente en lo antiguo a la isla de Gran Canaria y algunas otras del grupo? Para nosotros esa sospecha o suposición, si no es absolutamente verosímil, se acerca mucho a ello.

  Pero estamos lejos de creer que esa inmigración, caso de ser cierta, fuera la primera ni tampoco la última que en épocas remotas recalase por el antiguo archipiélago
de las Afortunadas.
                  

                                                                                       ROSENDO GARCÍA-RAMOS.


(I) Acaso  nombre  o periplo no convenga a dicha relación; Porque no consta que Hannon diera esa vez la vuelta al Africa.
(2) Delle navegazione viaggi -Raccolta da J. B. Ramusio.
Esta obra fue impresa en Venecia en 1554 y 55, y se reimprimió en la misma ciudad en  1574 y 1613. La parte de ella a que nos referimos lleva por título: La navegación de Hannon, general de los Cartagineses, hacia aquella parte del África que queda mas allá de las Columnas de Hércules; la cual relación escrita en lengua púnica, el mismo Hannon la dedicó y depositó en el Templo de Saturno; y después fue traducida al idioma griego, y al presente lo es al toscano.
  Inútil es advertir que tanto ese título como cualquiera otra cosa que tengamos que copiar de la misma relación, lo hemos traducido directamente de la versión toscana, que tenemos a la vista.
(3) A la verdad que no hay más sensatez en negar que las regiones occidentales del África hayan sido exploradas, en todos los siglos, por navegantes de diversos países, desde que la navegación del Atlántico es conocida, que la hay en suponer, como hacen otros, la venida a estos mares de pueblos tan remotos y oscuros como los cananeos, gergeseos, amorreos, etc.
 (4) Tenemos a la vista la traducción directa del italiano -sétima edición de Turín- por D. Nemesio Fernandez Cuesta, dada a luz en Madrid en 1837.El trozo que aquí transcribimos esta tomado del § sexto de la Época IV, que abarca la geografía política del África cartaginesa durante los años 323 al 424 antes de J. C.
(5) Mr. S. Berthelot -Anliq. Cañar. 2ª parte, núm. IV- habla de los maschach como una de las tribus llegadas al África desde la Europa, o desde las islas del Mediterráneo occidental. Mas de mil años antes de nuestra era. También da a entender el mismo autor que esas gentes son las mismas que Herodoto menciona bajo el nombre de maces maxis, y Tolomeo bajo el de mazigs.
(6) Advertimos que todos esos nombres que vamos citando se hallan, en nuestros autores canarios, escritos indistintamente con, J, X o Hsegún la diversa ortografía de cada cual; y aún cada autor escribía un mismo nombre de diferente modo, es decir, unas veces con h, otras con j, y otras con x verdad es también que la ortografía, en los antiguos tiempos, tenía poca fijeza.
 La tradición escrita de nuestras islas refiere que en Fuerteventura hubo un gigante llamado Mahan, cuyo sepulcro medía veinte y dos pies de largo; acerca de lo cual dice con oportunidad el doctor Chil: «Yo no negaré que bien pudo existir una sepultura de esas dimensiones; pero de esto a que el esqueleto que allí yaciera hubiese alcanzado esa estatura colosal, hay una enorme distancia, difícil de salvar, a menos que esos mismos historiadores -los que refieren aquella noticia- se hubiesen convencido de ello por el testimonio de su vista.»
(7) Consta generalmente en los autores que han escrito sobre la historia antigua de estas islas que, al menos, en las de Gran Canaria y Tenerife, se daba a Dios el nombre de Coran -que escriben a veces con ligeras alteraciones- ¿Era también Coran un nombre del Sol? Eso es lo que ignoramos, como lo ignoran asimismo nuestros historiadores. Algunos otros nombres sirvieron en estas islas para designar al Ser Supremo o a varias divinidades gentílicas, los cuales pueden verse reunidos en el catalogo de voces canarias que formaron los Sres. Webb y Berthelot.



 CHATEAUBRIAND

                        (Artículo publicado en La Revista de canarias el 8 de marzo de 1881)
                                                                Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC

 No es un artículo biográfico lo que nos proponemos hacer aquí.

 Invitados nuevamente por nuestro ilustrado y laborioso amigo el director de esta revista, a fin de que contribuyéramos con nuestro grano de arena al monumento, siquiera sea modesto, que levanta a las letras canarias, no hemos podido ni debido rehusar nuestra humilde cooperación; y en consecuencia trazamos estos mal pergeñados renglones, sin mas pretensión que la de contribuir a dar a conocer a un autor ilustre, y a la vez con el temor de que se nos tache de redundantes, en atención a lo muy conocidas que son las obras del autor de la Atala.

François-René, vizconde de Chateaubriand


 Para nosotros ahora Chateaubriand no es mas que el autor de la Atala, y le basta con eso para rayar a mayor elevación que la de los demas poetas de su tiempo. Si no temiéramos incurrir en exageración, diríamos que esa obra le lleva a mayor altura que la que alcanzaron los otros poetas que le precedieron; y cuenta que se trata del autor del Genio del Cristianismo y de Los Martires, obras que pueden competir en bellezas de diferentes géneros con El Paraíso Perdido o con La Divina Comedia, con El Fausto o con La Jerusalén Libertada.

 Por ello vamos solo a hablar aquí de la obra que compuso Chateaubriand en todo el vigor de su juventud, y si pudiéramos decir, en toda la fuerza de sus pasiones, si las pasiones hubieran sido para Chateaubriand lo mismo que han sido para los demás hombres. ¿Quién no ha leído a Atala? Pocos serán, sin duda, los lectores que no la conozcan; pero para esos pocos precisamente escribimos estas líneas, y creemos que bien vale la pena, aunque reconozcamos nuestra incompetencia para ser intérpretes de aquella singular concepción, de aquel raro poema, en que se mezclan y confunden las mas puras y gratas sensaciones con los dolores mas acerbos. Porque en la Atala se esparcen y prodigan flores sobre los males mas crueles, y se derraman éstos sobre las mas risueñas ilusiones.  



(I) Nuestro distinguido amigo el conocido botánico D. Ramón Masferrer se ocupó de este asunto, en carta dirigida al inolvidable Mr. Berthelot, en el número 45 de la REVISTA de CANARIAS.

 Y ¿qué juicio pudiéramos hacer nosotros de la Atala? No sabemos juzgarla, sólo sabemos sentirla. Por ello no podemos hacer otra cosa sino reproducir algunos fragmentos. El que ya conozca el poema, pase sin leerles; el que no le haya leído, tenga presente que esto no es mas que un palido reflejo del original.
 Sus primeras palabras son éstas: 

 “En otro tiempo poseyó Francia en la América septentrional un vasto territorio, que se extendía desde el Labrador hasta las Floridas, y desde las orillas del Aatlánticohasta los mas apartados lagos del alto Canadá. Estas inmensas regiones estaban divididas por cuatro ríos caudalosos, que nacían en sus mismas montañas: el San Lorenzo, que desagua hacia el Este, en el golfo de su nombre; el río del Oeste, que lleva sus aguas a mares  desconocidos; el Borbón, que corre de Mediodía a Norte; y el Meschacebé o Misisipi, que bajando de Norte a mediodía vierte sus aguas en el golfo Mejicano. Este último, en el espacio de mas de mil leguas, fertiliza una deliciosa comarca, que los habitantes de los Estados Unidos llaman el nuevo Edén, y a la que han conservado los franceses el dulce nombre de Luisiana. Otros muchos ríos tributarios del Meschacebé, tales como el Misouri, el Illinois, el Acansa, el Ohio, el Wabache y el Tenesee, benefician a la misma comarca con su cieno y la fecundan con sus aguas.  «Cuando todos han crecido con las lluvias del invierno; cuando las tempestades han asolado pedazos enteros de los bosques; el tiempo reúne sobre los manantiales arboles arrancados, los enlaza con lianas, los consolida con lodo, planta encima algunos arbolitos, y arroja su trabajo a las aguas. Impelidas estas balsas por las espumosas ondas, bajan de todas partes al Meschacebé, que las conduce a su embocadura, para formar allí un nuevo brazo. Atravesando por bajo los montes, de trecho en trecho levanta su estrepitosa voz, y extiende las aguas de que rebosa, haciéndose el Nilo de los desiertos. Pero en las escenas de la Naturaleza la gracia siempre camina unida a la magnificencia; y mientras la corriente del centro lleva tras sí al mar cadáveres de pinos y de encinas, vense nadar sobre las laterales, a lo largo de la ribera, islas flotantes de alfónsigo y de ninfea, cuyas rosas amarillas se levantan a manera de mariposas. En estas naves de flores se embarcan de pasajeros serpientes verdes, garzas azules, flamencos de color de rosa, y cocodrilos pequeños; y desplegando al viento sus velas de oro, la colonia llega dormida a desembarcar en algún remanso retirado.»

 Tales son las primeras frases del prólogo de Atala, preludio risueño que anuncia una de las relaciones mas sentidas e interesantes que pueden leerse: preludio que anuncia un cuadro de ventura, y que no se comprende bien cómo y por qué se torna en una escena desgarradora; pero esta escena lleva el sello característico del genio de su autor, del autor de los Mártires, del hombre que aspira sobre todo a dejar triunfante el cristianismo sobre todos los males, sobre todos los dolores, sobre todas las pasiones. 

Chactas (1), el amante de Atala, el hombre que no podía ya volver a amar después de haberla amado a ella, refiere al francés Rene (2) un drama no menos terrible que el de Pablo y Virginia, que escribió Bernardino de Saint-Pierre; pero que puede considerarse como de otro estilo o de otro género; porque el autor de la Atala sólo escribe por el Cristianismo y para el Cristianismo. Chactas, decimos, al cabo de muchos años de lagrimas y de edad, pasaba tranquilo el último periodo de su existencia; pero hubiérase dicho que el cielo le había querido vender caro este favor, porque había perdido la vista.    Una hija joven le acompañaba en la soledad, así como Antígone guiaba los pasos de Edipo en el monte Cyteron, o como Malvina conducía a Osian al sepulcro de sus padres.

 Chactas, hijo de Utalisi, uno de los primeros guerreros entre los natches, fue con su padre en auxilio de los españoles contra los muscogulgos y los siminoles, nación poderosa de la Florida. La suerte de las armas les fue adversa, verosímilmente a causa de la desproporción numérica; y el valiente Utalisi perdió la vida combatiendo, mientras que Chactas, herido de gravedad, fue recogido por los españoles en la colonia de San Agustín. Aquí le recibió en su casa el generoso López, anciano que vivía retirado y acompañado únicamente de una hermana suya, quienes hicieron en su favor cuanto podían hacer por un indio y por un aliado. Pero Chactas amaba el desierto; el sublime y
majestuoso espectáculo de la Naturaleza le impresionaba mas que la vida social; y dando las gracias a sus bienhechores y deshecho en lagrimas, tomó nuevamente su arco y sus flechas, para volver a pasar en el desierto la vida del indio.

 Este fue el principio de sus desventuras. A los pocos días de haberse alejado de San Agustín, fue asaltado y cogido por los muscogulgos, y llevado a Apalachucla para ser quemado, castigo que se imponía allí entonces a los prisioneros de guerra.

 Simaghan, jefe de la partida, quiso saber el nombre de su prisionero.-«Me llamo Chactas, hijo de Utalisi, hijo de Miscú, los cuales han quitado más de cien cabelleras a los héroes muscogulgos. -Alégrate Chactas hijo de Utalisi, hijo de Miscú; porque serás quemado en el gran pueblo. -Esta bien, contesté, y entoné mi canción de muerte.»

«Durante los primeros días, a pesar de ser prisionero, no pude menos de admirar a mis enemigos. El muscogulgo, o más bien, el siminol su aliado, respira la alegría, el amor, el contentó: su andar es desembarazado, su trato franco y sincero. Habla mucho y con soltura, su lenguaje es armonioso y fácil y ni aún la edad puede quitar a los ancianos su alegre sencillez. Mi juventud excitaba una tierna compasión y una amable curiosidad en las mujeres que seguían la tropa. Me hacían preguntas relativas a mi madre, y a los primeros años de mi vida.
«Una noche, sentado junto a una hoguera con el guerrero que me guardaba, siento el ruido de una vestidura sobre la yerba, y una mujer medio cubierta con su velo se sienta a mi lado. Sus ojos estaban humedecidos, y en su pecho brillaba un crucifijo… Era perfectamente hermosa, en su rostro se veía un no se qué de tierno y virtuoso, que encerraba un atractivo irresistible: sus miradas revelaban una extremada sensibilidad, unida a una profunda melancolía; pero su sonrisa era verdaderamente celestial. «Túvela por la virgen de los postreros amores, esa doncella que suelen enviar al prisionero de guerra para hacerle olvidar la proximidad de la tumba. Bajo este concepto la dije:  -Vos, doncella, nacisteis para los primeros amores, no para los postreros. Los latidos de un corazón que dentro de poco ya no existira, mal corresponderían a los movimientos del vuestro. ¿Y cómo ha de mezclarse la muerte con la vida? Vos haríais que me pesase demasiado el perder la existencia; sea otro mortal mas dichoso, y prolongados abrazos entrelacen la liana con la encina. -No soy la virgen de los postreros amores. ¿Eres tú cristiano? -No he abandonado a los genios de mi cabaña, la contesté; y entonces, con un movimiento involuntario, me dijo: -Tengo sentimiento de que seas idólatra. Mi madre me hizo cristiana: me llamo Atala, hija de Simaghan, el de los brazaletes de oro, jefe de estas tropas que vuelven a Apalachucla, donde has de ser quemado. Y al pronunciar estas palabras se levantó y partió…
«Al décimo séptimo día de marcha, hacia el tiempo en que sale de las aguas la mosca pasajera, pisabámos la gran sabana de Alachua, cercada de collados, que huyendo unos de otros y elevandose hasta las nubes están cubiertos de bosques frondosos.... El jefe dio el grito de parada, y la tropa acampó al pié de las colinas. A mí me retiraron a alguna distancia; y atado al pié de un arbol, un soldado velaba siempre en mi guarda.» Una noche. Atala logra que el centinela de Chactas la confíe por algunos momentos su guarda, y aprovecha este instante para decirle que huya, y le desata sus ligaduras; pero Chactas no quiere partir sin ella, y la doncella rehúsa seguirle. -Esta bien, la dice entre otras cosas el enamorado guerrero; he de igualarte en crueldad. No esperes que huya: tus ojos me verán en el recinto del fuego, tu oído escuchara el rechinar de mis miembros, y tu corazón se llenara, acaso, de alegría.
«El día siguiente a éste, decidió el destino de mi vida… A la media noche vino a buscarme la hija del país de las palmas, y me condujo a un bosque de pinos, donde renovó sus ruegos para obligarme a que huyese. Sin responderla una palabra, estrecho su mano con la mía, y obligo a esta cervatilla conmovida a recorrer conmigo todo el bosque. La noche era deliciosa; el genio de los vientos sacudía sus azules cabellos embalsamados con la fragancia de los pinos, y se respiraba el suave olor del ámbar que exhalaban los cocodrilos recostados bajo los tamarindos de los ríos. La luna brillaba en medio de un campo azul sin mancha, y su luz gris perla fluctuaba sobre la incierta cima de los árboles; no se percibía otro ruido que una ligera armonía que reinaba en lo profundo del bosque…
«Por entre los árboles vemos un joven que, con una antorcha en la mano, se parecía al genio de la primavera recorriendo los bosques para reanimar la naturaleza. Era un amante que iba a saber su suerte a la cabaña de su querida. Si la doncella apagaba la antorcha, era señal de aceptar el esposo: si se cubría sin apagarla, desechaba los deseos ofrecidos. El guerrero, deslizándose por entre las sombras, cantaba así a media voz:

Al rayar el día, ya estaré yo en la cima del monte, para sorprender a mi paloma solitaria sobre las ramas del bosque. He prendido a su garganta un collar de conchas, que tiene engarzados tres granos rojos por mi amor, tres morados, por mis temores, y tres azules, por mis esperanzas. Mila tiene los ojos de un armiño, y la cabellera como un campo de arroz: su boca es una concha de rosa guarnecida de perlas; sus dos pechos como dos cabritillos sin mancha, nacidos en un día de una misma madre. ¡O alá apague Mila esta antorcha, y su boca derrame sobre ella una sombra deliciosa! Yo fecundaré su seno: de su pecho materno penderá la esperanza de la patria; y sobre la cuna de mi hijo fumaré mi calumet de paz. AI rayar el día, ya estaré yo en la cima del monte, para sorprender a mi paloma solitaria sobre las ramas del bosque.
 «Así cantaba el joven, cuyos acentos penetraron de turbación mi alma, y alteraron el rostro de Átala; pero de esta escena nos distrajo otra no menos peligrosa para nosotros. Pasábamos junto al sepulcro de un niño, que en la soledad servía de límite a dos naciones y estaba colocado, según costumbre, a la orilla del camino público, para que las jóvenes al ir a la fuente, pudiesen atraer a su seno el alma de la inocente criatura para devolverla a su patria. En aquel momento estaban allí algunas recién casadas, que anhelando las dulzuras de la maternidad, y entreabriendo sus labios, querían recoger el alma del niño, que se figuraban ver vagar por entre las llores. Todas hicieron lugar a la verdadera madre, que, dejando sobre el sepulcro un hacecito de maíz y blancos lirios, regó el suelo con leche, y sentándose después en el húmedo césped, dijo a su hijo con voz enternecida:
¿Por qué te lloraría yo, recién nacido mió, en tu cuna de barro? Cuando el pajarito crece, es preciso que busque su alimento, y en el desierto encuentra bastantes granos amargos. A lo menos tú no has conocido las lágrimas: tu corazón no ha estado expuesto al soplo devorador de los hombres. El botón que se seca antes de abrir su capullo, pasa con  toda su fragancia, como tú, hijo mío, con toda tu inocencia. ¡Dichosos los que mueren en la cuna, sin haber conocido más que los besos y caricias de, su madre!

«Cediendo en fin a nuestro corazón, nos oprimieron estas imágenes de amor y de maternidad, que la noche seguía representándonos en la deliciosa soledad, para mayor confusión nuestra. Mis brazos condujeron a Atala al centro de los bosques, y la dije cosas que en vano querría ahora que repitiesen mis labios. ¿Quién podía salvar a Atala? ¿Quién libertarla de ceder a la naturaleza? Solamente un milagro, y este se verificó. La hija de Simaghan recurrió al Dios de los cristianos, y arrodillada en tierra hizo una fervorosa oración, dirigida a su madre y a la reina de las vírgenes. Desde entonces, Rene, concebí un sentimiento de admiración para con esa religión.... ¡Qué divina me pareció la sencilla Atala, de rodillas delante de un pino derribado cual si fuera delante de un altar, dirigiendo a Dios su plegaria por un amante idólatra! Sus ojos levantados hacia el astro de la noche, sus mejillas brillantes con las lagrimas de la religión y del amor, estaban bañadas de una belleza inmortal...»
 Desde esa noche Chactas no volvió a ver a Átala hasta la víspera misma del día en que debía morir. Según costumbre de los indios, se celebró con fiestas el próximo sacrificio de aquel distinguido enemigo; pero oigamos al mismo Chactas referir los sucesos de aquellas últimas horas que le restaban de vida:
«Adelantándose la noche, las canciones y danzas cesan por grados: las hogueras de los salvajes no despiden sino una llama bermeja, a cuyo resplandor se distinguen aún las sombras errantes de algunos indios. Al fin, todo reposa: a medida que cesa el ruido de los hombres, crece el del desierto; y al tumulto de las voces humanas suceden en los bosques los silbidos del viento.
 «Era la hora en que la esposa que acaba de ser madre, despierta sobresaltada por que cree oír el llanto de su recién nacido pidiéndole el sustento. Estaba yo haciendo reflexiones sobre mi destino, con los ojos clavados en el cielo.... Por último, cedí al pesado sueño.... Soñaba que desataban mis ligaduras, y creía sentir el consuelo que da una mano bienhechora cuando nos liberta de unos lazos que nos oprimen fuertemente.
«Tan grande fue mi sensación, que me hizo abrir los ojos, y al pálido resplandor de los astros, entreví una figura blanca, inclinada hacia mí, y ocupada en desatar mis ligaduras silenciosamente. Iba a gritar, cuando selló mis labios una mano que al instante reconocí....Me levanto, y sigo a mi libertadora; pero, ¡cuántos riesgos nos cercan! Ya estamos para tropezar con los salvajes dormidos, ya una guardia nos pregunta, y Atala se adelanta a responder disfrazando su voz.... ¡Grande Espíritu, tú solo sabes cuál fue mi dicha cuando otra vez me encontré en la soledad con Atala! Las palabras faltaron a mi boca, y arrodillado ante la hija de Simaghan, la dije: Los hombres somos cosa muy pequeña; pero cuando los genios nos visitan, entonces nada somos. Vos sois un genio, que me habéis venido a visitar, y no puedo hablar en vuestra presencia.
«Átala extendió hacia mí su mano, con una sonrisa melancólica, y me contestó: Preciso se hace que os siga, puesto que no queréis huir sin mí. Daré mi vida por la tuya, y el sacrificio será recíproco.»

                                                                ROSENDO GARCÍA-RAMOS.

(Concluirá).


(1) Significa esta palabra, entre los indios, la voz armoniosa.


(2) Extranjero que había pedido un asilo a Chactas, y a quien éste había adoptado como hijo.





CHATEAUBRIAND



Artículo publicado en La Revista de canarias el 23 de marzo de 1881)

(Conclusión)

No nos detendremos en reseñar las bellezas del original, en la relación de la fuga por el bosque, la bajada de los fugitivos por el río, y los mil episodios hasta el encuentro con el anciano religioso misionero. Sin embargo, algo hemos de indicar de estas aventuras, y principiaremos insinuando que las últimas palabras de Atala encerraban ya un doble sentido que Chactas no podía entonces penetrar. Atala aludía en ellas a un proyecto de quitarse la vida antes que faltar a un juramento oculto que había hecho.

 «No tardé en descubrir que me engañaba la aparente tranquilidad de Atala. Su melancolía iba creciendo a medida que nos internábamos en el desierto. Frecuentemente se sobresaltaba sin motivo, volviendo precipitadamente la cabeza.... Lo que más me afligía era una especie de secreto o idea, que ocultaba en el fondo de su alma... ¡Cuantas veces me dijo: -Chactas mió, te amo como a la sombra del monte en el medio día: eres hermoso como el desierto con todas sus flores y aromas. Si me recuesto sobre ti, tiemblo; si mi mano toca la tuya, me parece que voy a morir. El otro día, cuando descansabas recostado en mi seno, impelió el aire tus cabellos hacia mi rostro, y me figuré que sentía el ligero tacto de los espíritus invisibles....Con todo eso, Chactas, yo no puedo ser tu esposa!-
«Las perpetuas contradicciones del amor y religión de Atala, los extremos de su ternura, y la pureza de sus costumbres; la entereza de su carácter, y su profunda sensibilidad; la elevación de su alma en las cosas grandes, y su nimiedad en las pequeñas: todo la hacía para mí un ser incomprensible. Atala no podía cobrar sobre un hombre un ascendiente débil: llena de pasiones, estaba llena de influencia: era preciso o adorarla, o aborrecerla.»

Poco después, hallamos estas frases:
«Entre tanto, la soledad, la presencia continua del objeto amado, nuestras desgracias mismas, redoblaban a cada momento nuestro amor. Las fuerzas de Atala comenzaban a desfallecer, y las pasiones iban a triunfar de sus virtudes cristianas, debilitando su cuerpo. Continuamente imploraba a su madre, cuya sombra irritada parecía querer aplacar. Alguna vez me preguntaba si oía una voz doliente, y si veía salir llamas de la tierra. Yo, por mi parte, consumido de fatigas, ardiendo en deseos, y pensando que, acaso, estaba perdido sin recurso en aquellos bosques, estuve mil veces tentado de estrechar a mi esposa entre mis brazos. Cien veces la propuse que edificásemos una choza en estos desiertos, para habitarla juntos; pero siempre encontraba en ella resistencia.»
 Por fin, entre los bramidos de una tempestad del mes de Julio que se desatara sobre aquellas selvas, cuando ambos amantes, estrechamente unidos, se guarecían del viento y de la lluvia al pié de un álamo salvaje, Chactas le dice a Atala: «Tú me ocultas alguna cosa: ábreme tu corazón.... Cuéntame ese secreto de dolor que te obstinas en callar. ¡Ah, ya lo veo! Lloraras a tu patria.... Pero ella me interrumpió diciendo: ¿Cómo lloraría a mi patria, si mi padre no nació en el país de las palmas?-¡Cómo! dije con una profunda admiración, ¿vuestros padres no eran del país de las palmas? ¿Quien es, pues, el que os ha dejado en esta tierra de lagrimas? Responded, Atala.
 «Antes de que mi madre se casase con el guerrero Simaghan, me dijo ella, había ya conocido a un hombre blanco: la madre de mi madre la arrojó agua al rostro, y la precisó a que se casase con el magnánimo Simaghan, llevándole en dote treinta yeguas, veinte búfalos, cien medidas de aceite de bellotas, cincuenta pieles de castor, y otras muchas riquezas. Pero mi madre dijo a su nuevo esposo: Mi seno ha concebido ya, quítame la vida. Simaghan la respondió: ¡Guárdeme el grande Espíritu de tan perversa acción! No te castigaré; porque has sido sincera. El fruto de tus entrañas será mió; y no te visitaré sino después que marche el pájaro del arrozal, cuando haya brillado la décima tercera luna.
 «En este tiempo, Chactas, rompí el seno de mi madre, y comencé a crecer altiva como una española y como una india. Mi madre me hizo cristiana, como lo eran ella y mi padre. Algún tiempo después, el término del amor vino a buscarla, y bajó al pequeño subterráneo adornado de pieles, de donde no se sale jamás.
«Tal fue la relación de Atala. Y ¿quién era tu padre, pobre huérfana del desierto? -la dije- ¿Cómo le llamaban los hombres, y qué nombre tenia entre los genios? -Jamás he visto a mi padre, respondió Átala; sólo sé que vivía con una hermana en San Agustín, y que siempre ha sido fiel a mi madre. Su nombre entre los ángeles era Felipe, y los hombres le llamaban López.»
 Aquí debemos consignar que cuando Chactas se separó de López, en la villa de San Agustín, éste último le dijo: «Yo mismo te seguiría al desierto, si fuese aún joven como lo eres tú: porque en el desierto existen para mí muy dulces y conmovedores recuerdos. » Pero prosigamos la narración de Chactas.
 «Al oír estas palabras di un grito.... y estrechando a Atala contra mi corazón, ¡Oh hermana mía!, exclamé con la mayor efusión y entre sollozos interrumpidos; ¡Oh hija de López.... hija de mi bienhechor!...Admirada Átala, me preguntó la causa de mi emoción; pero cuando supo que López era el generoso extranjero que me había adoptado por hijo en San Agustín, y el mismo a quien yo había dejado para volver al desierto, quedó sobrecogida de sorpresa y de alegría.
 «Para nuestros corazones era irresistible esta nueva amistad, casi fraternal, que venía a sorprendernos y a confundir su amor con el que ya nos profesábamos. Todos los combates de Átala eran ya inútiles: en vano se defendía con esfuerzos extremos: yo estaba enajenado con su aliento, y había ya gustado en sus labios todas las delicias del amor. ¡Pompa nupcial, digna de nuestras desgracias, y de la grandeza de nuestros amores salvajes! ¡Soberbios bosques, que mecíais vuestras lianas y vuestro follaje, como las cortinas de nuestro lecho! ¡Pinos abrasados, que incendiados por el rayo formabais las teas de nuestro himeneo! ¡Ríos desbordados, torrentes bramadores, sublime y espantosa naturaleza: vosotros no erais más que un vano aparato, y no pudisteis distraer por un momento la felicidad de un hombre!
«Átala oponía solo una débil resistencia, y yo iba a tocar el extremo de mi dicha, cuando de repente rompe la espesura de las sombras un fulgente relámpago....me deslumbra un instante, y en el mismo momento oigo el sonido de una campana. Sorprendidos, fijamos la atención en este ruido tan extraño en el desierto, y poco después oímos el ladrido de un perro, a lo lejos... Un anciano solitario se acerca, precedido del fiel animal, y exclama: ¡Bendita sea la Providencia! Ya hace un rato que os ando buscando.... Siguiendo el ejemplo de nuestros hermanos de los Alpes y del Líbano, hemos enseñado a nuestro perro a descubrir los extranjeros extraviados en estas soledades.»
 Suspenderemos aquí la relación, y pasaremos por alto los detalles del encuentro con el misionero, que tenía establecida muy cerca de allí su vivienda en una gruta y catequizaba a los indios de las inmediaciones. Pero al llegar aquí, ya Átala traía en su corazón el veneno mortal que en su desesperación, o mejor dicho, en su terrible lucha entre el amor y el deber, había tomado en medio de la tempestad. Veamos como Atala misma refiere las causas de su cruel y, acaso, sublime determinación.
 «Mi triste destino ha principiado, casi, antes de que naciese: mi madre me concibió en la desgracia: yo oprimía su seno, y me dio a luz con agudos dolores de sus entrañas, que hicieron desesperar de mi vida. Mi madre hizo un voto: prometí a la Reina de los Ángeles que yo la consagraría mi virginidad, si me libertaba de la muerte.
 «Cuando perdí a mi madre, entraba yo en los diez y seis años: algunas horas antes de morir me llamó a su lecho, y me dijo, en presencia de un misionero que la asistía en sus últimos instantes: Hija mía, tú sabes el voto que he hecho por ti, ¿faltarás al deber y al deseo de tu madre? Átala mía, te dejo en un país que no es digno de poseer una cristiana, en medio de idólatras que persiguen al Dios de tu padre y al mío; al Dios que, después de haberte creado, te conserva por un segundo milagro. Mi querida hija, acepta el velo de las vírgenes, renuncia a los cuidados de la cabaña y a las funestas pasiones que han destrozado el pecho de tu madre.... Ven, hija querida, júrame sobre está imagen de la madre del Salvador, y delante de este santo sacerdote, que no harás traición a mi voto, que hice por ti.... Piensa que por ti me obligué para salvar tu vida, que te debes a Dios, y que no cumpliendo tu juramento, no sólo serás castigada, sino que sumergirás el alma de tu pobre madre en tormentos eternos.»

Y la doncella prestó el secreto juramentoque su madre la pedía.
 El religioso que escucha esta revelación de boca de Atala, declara á ésta que sus votos y los de su madre habían sido imprudentes o temerarios; y que por consiguiente podían ser fácilmente dispensados. Esta declaración sólo sirvió para aumentar el dolor de la infeliz joven, cuyo sacrificio, a más de ser cruel, venía ya a ser inútil. Pero aquí precisamente es donde despliega nuestro autor todos sus recursos a fin de evidenciar la elevación de la idea cristiana, el triunfo del Cristianismo, que por medio de la palabra del ermitaño llega a sobreponerse a la desesperación de ambos amantes, y a introducir en sus almas la resignación y el consuelo. Más adelante llega el misionero, con sus exhortaciones, hasta convencer a Chactas de que debe acatar la voluntad del Cielo, olvidar la pérdida de su amada Atala, y consagrarse a sus deberes de buen hijo y aún de buen esposo, si su corazón llegara a abrirse a una nueva pasión.

El episodio de la muerte de Atala es demasiado triste o desgarrador, para repetido aquí. Solo citaremos una o dos frases de la doncella moribunda: «Te acuerdas. Chactas, de aquella primera noche, en que me tuviste por la virgen de los postreros amores? ¡Presagio singular de nuestro destino!... Cuando pienso que voy a dejarte para siempre, mi corazón, hace tales esfuerzos para vivir, que casi siento en mí el poder de hacerme inmortal a fuerza de amarte!» «Toca mi mano, me dijo, ¿no la encuentras helada? Yo no sabía que responder, y mis cabellos se erizaron de horror. En seguida añadió: Ayer, querido mío, solo tu tacto me hacía estremecer, y ahora.... ya no siento tu mano, apenas oigo tu voz. Los objetos de la gruta desaparecen sucesivamente.... ¿Son los pajarillos que cantan? ¿El sol debe ponerse ahora?.... ¡Chactas! sus rayos serán hermosos sobre mi tumba, en el desierto.» Atala fue sepultada bajo el arco de un puente natural, monumento gigantesco de la naturaleza, que allí muy cerca se encontraba. Oigamos a Chactas referir este lastimoso y cruel episodio, que tuvo lugar después de abierta la fosa por él mismo y por el anciano misionero:

«Concluida nuestra dolorosa obra, trasladamos los restos de aquella hermosura a su lecho de tierra. ¡Ay, hijo mió, cuan distinto era el que yo había confiado prepararla! Entonces tomando un poco de polvo, y guardando un silencio terrible, fijé por la última vez los ojos en el rostro de Atala, esparciendo en seguida el polvo antiguo sobre su frente de diez y ocho primaveras. Vi desaparecer por grados las facciones de mi amante, y ocultarse sus gracias bajo el velo de la eternidad. Su blanco pecho resaltó algún tiempo sobre la tierra ennegrecida, al modo que de la negra arcilla nace y se eleva una blanca azucena. ¡López, exclamé entonces, he aquí a tu hijo que sepulta a su hermana!; y acabé de cubrir á Atala con la tierra del sueño.»
Chactas quería permanecer en aquellos lugares, y acompañar allí al misionero hasta el término de su vida; pero este último consiguió de él que retornase al país de sus padres, y volviese a los brazos de su madre, ya anciana. El hijo de Utalisi se rindió a las exhortaciones del ermitaño, y a la aurora del próximo día fue a despedirse a la tumba de su amada; pero no le fue posible seguir aquel día su camino. Oigamos aún otra vez sus palabras, con las que termina tan triste narración:
«Habiendo visto salir y ponerse el sol en este sitio de dolor, a la mañana siguiente, al primer canto del pelícano, me dispuse a dejar el sepulcro sagrado, y partir como del punto de la tierra desde donde quería lanzarme a seguir la carrera de la virtud. Llamé por tres veces el alma de Atala, y otras tantas respondió a mis voces el genio del desierto, debajo del arco fúnebre. En seguida saludé al Oriente; y a lo lejos, en los senderos del monte, descubrí al anciano ermitaño, que se dirigía á la cabaña de algún infelice. Hincándome de rodillas, y oprimiendo estrechamente con mis brazos el sepulcro, exclamé: ¡Duerme en paz, en extranjero país, hija desafortunada! En premio de tu amor, de tu destierro y de tu muerte, vas a ser abandonada hasta del mismo Chactas. Entonces me separé de aquellos sitios, dejando al pié del majestuoso monumento de la naturaleza, otro monumento aún más augusto, el humilde sepulcro de la virtud.»
 Tal es, a largos rasgos, el poema de Chateaubriand. Él revela toda la melancolía del alma de su autor, y revela asimismo su pensamiento dominante: que solo la religión cristiana puede calmar las tempestades de la vida y sus más acerbos dolores. Chateaubriand refiere cómo, vagando él mismo por los desiertos de la Luisiana, oyó esta historia de boca de un siminol, y deseó saber su conclusión; esto es, qué había sido de Chactas y del venerable misionero que presenció el desenlace de tan doloroso drama. La casualidad, dice, le condujo a las orillas del Niágara, donde encontró una tribu de indios que, obligada a expatriarse, llevaba consigo, según costumbre indiana, las cenizas de sus abuelos. Habiéndose acercado al paraje donde aquellos campaban, lo primero que se presentó a su vista fue una mujer que, un poco retirada de sus compañeras, tenía entre sus brazos el cadáver de un niño, entrado apenas en los años primeros de la vida. Acercose silenciosamente al lugar solitario donde la misma se hallaba, y la oyó que decía:
«Si te hubieras quedado entre nosotros, querido hijo, ¡con qué gracia hubiera tu mano disparado el arco! Con brazo nervioso hubieras sujetado al oso feroz, y vencido en la carrera al más ligero danta sobre la cumbre de nuestras montañas. Blanco armiño de la roca ¡tan joven te has ido al país de las almas! ¿Cómo has de hacer para poder vivir en él? Allí no está tu padre para alimentarte con la caza; tendrás frió, y no habrá allí pieles para poder cubrirte...¡Oh! Es preciso que vaya a reunirme contigo, hijo mió, para cantarte canciones y alimentarte con mi pecho.»
 El autor de Los Mártires (1) acompañó en su dolor a aquella madre infortunada, y aun la ayudó a embalsamar el cuerpo de su hijo. Poco después supo de boca de uno de aquellos indios, que la misma a quien acababa de prestar este servicio era nieta de Rene, el hijo adoptivo de Chactas. Esta circunstancia le movió a rogarla le refiriese lo que había sido del desventurado Chactas, y ella le contestó:
«Yo soy hija de la hija de Rene el Europeo, a quien Chactas había adoptado. Chactas, que recibió el bautismo, y Rene mi abuelo, perecieron.... El venerable padre Aubry el misionero, no ha sido más afortunado que aquéllos. Supimos que los cheroqueses, enemigos de los franceses, habían penetrado hasta su misión, guiados por el sonido de la campana, que se tocaba para socorrer a los viajeros. El padre Aubry podía salvarse; pero no quiso abandonar a sus hijos en la desgracia, y quedó para esforzarles a morir con su ejemplo. Fue quemado con grandes tormentos; pero jamás pudieron arrancarle una palabra contra Dios, ni contra su patria. Mientras duró el suplicio, no dejó de rogar por sus verdugos, y de compadecer a las víctimas de que se veía rodeado...
«Algunos años después, a su vuelta de la tierra de los blancos, supo Chactas las desventuras del jefe de la oración, y fue a recoger sus cenizas, y las de Atala. Atravesando el desierto, llegó al sitio donde estaba situada la misión; pero apenas pudo reconocerle...El puente natural se había caído, envolviendo en sus ruinas el sepulcro de Atala y los bosquecillos de la muerte. Chactas recorrió aquellos sitios, y visitó la gruta del solitario, que encontró llena de zarzas y frambuesos, estando sólo habitada por una cierva, que daba de mamar a su cervatillo. Sentose en la piedra de la vigilia de la muerte, donde no vio sino algunas plumas de las aves pasajeras.... El hijo de Utalisi contó también que, muchas veces, al caer la noche, vio en aquella soledad la sombra de Atala y la del padre Aubry, visiones que le llenaron de un religioso espanto y de una melancólica alegría. Después de haber buscado inútilmente el sepulcro del ermitaño, y hecho vanas tentativas para descubrir el de Atala, iba ya a abandonar aquellos lugares, cuando la cierva de la gruta se puso a saltar en su presencia, deteniéndose al pié de la gran cruz de la misión, que se veía medio hundida en el suelo.... Chactas se figuró que la cierva le indicaba el lugar que venía buscando, y púsose a cavar debajo de la piedra que había servido de altar en tiempo de los sacrificios....
 «Halló los despojos de un hombre, y de una mujer, que no dudó fuesen los del sacerdote y de la virgen...Sacóles de la tierra, les envolvió en pieles de oso, y tomó otra vez el camino del desierto, llevando consigo estos preciosos despojos, que resonaban a sus espaldas como la aljaba de la muerte. Por la noche, les colocaba debajo de su cabeza, y tenía sueños de amor y de virtud. Cargado con este dulce peso, llegó al país de los Natches. ¡Extranjero, contempla aquí esos huesos, y los del mismo Chactas!»
 Aquí concluye el poema, o el drama, de Chateaubriand. Y nosotros concluiremos este artículo con las palabras finales del mismo escritor, que siguen a las que acallan de leerse:
«Al terminar la india esa relación, me levanté, y acercándome a aquellas sagradas cenizas, me arrodillé delante de ellas en silencio: en seguida alejándome con presurosos pasos, exclamé: ¡Así pasa en la tierra todo lo que es bueno, virtuoso y sensible! ¡Hombre, tú no eres más que un sueño rápido, un desvarío doloroso; no existes sino por la amargura de tu alma, y la eterna melancolía de tus pensamientos!
«Al día siguiente, al rayar la aurora, mis huéspedes se alejaron para continuar su viaje en la soledad. Los soldados jóvenes abrían la marcha, y las esposas la cerraban: los primeros llevaban las preciosas reliquias, y las segundas sus recién nacidos: los ancianos caminaban lentamente en el centro, colocados entre sus abuelos y su posteridad, entre los que habían existido ya y los que aún no existían, entre los recuerdos y las esperanzas, entre la patria perdida y la patria futura. ¡Oh, cuántas lágrimas turban la soledad cuando se abandona así el país nativo, y desde lo alto de la colina del desierto se descubre por la postrera vez el techo en que fuimos alimentados, y el río de nuestra cabaña, que  continúa discurriendo tristemente por los solitarios campos de la patria!
«Indios desafortunados: yo os he visto errantes por los desiertos del Nuevo-Mundo, cargados con las cenizas de vuestros abuelos. A vosotros, que me habéis dado la hospitalidad a pesar de vuestra miseria, ni siquiera con ella podría corresponderos hoy día; porque también voy errante como vosotros por el capricho de los hombres; y todavía menos dichoso en mi destierro, ni aun he podido traer conmigo los huesos de mis padres.»
 Así termina esa relación seductora e intensamente dolorosa que se titula Atala; la cual respira, a nuestro entender, más que ninguna otra de las composiciones del mismo autor, todo el sentimiento y toda la poesía del alma de Chateaubriand. El genio extraordinario de este grande hombre no podía quedar confinado en la Bretaña, que era su país natal, ni en la Francia, que era su nación. Salió de ella para recorrer el mundo, y poco tiempo después, ya sus bienes y los de su familia se hallaban confiscados por el gobierno francés, como pertenecientes a emigrados y delincuentes por causas políticas.
  
No pretendemos juzgar aquí esos hechos; pero tenemos la sospecha de que, sin la Revolución, ni Chateaubriand hubiera escrito el poema de que nos hemos ocupado, ni hubiera llegado á adquirir la celebridad que obtuvo por diversos respectos. Sin la Revolución, tal vez Chateaubriand no hubiera pasado de ser uno de tantos nobles de ingenio o de talento, sin llegar jamás a ocupar en la escala social un lugar tan alto como ocupó, a pesar de sus desgracias. Estas fueron crueles, es verdad; pero eso mismo desarrolló en aquel noble segundón de Bretaña un sentimiento profundo y una elevación de ideas que, acaso, no hubieran tenido lugar de manifestarse sin la catástrofe política y social sobrevenida en Francia. Cuando el autor de Atala, al abandonar nuevamente su patria, dirige una mirada en torno suyo y no ve absolutamente a nadie de su casa y familia.... entonces se felicita lastimosamente de que al menos esa vez no tendría que experimentar amargas despedidas y separaciones dolorosas; y deja escapar estas frases tan verdaderas en su laconismo y sencillez:

Presque étranger dans mon pays, je ne laisse pas aprés moi ni chateau ni cliâumiére.

            

                                                                                       ROSENDO GARCÍA-RAMOS.
(1) Obra que Chateaubriand había de escribir algunos años más larde.

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