(Artículo
publicado en La Ilustración
de Canarias el 28 de febrero de 1883)
No vamos a hablar aquí
de la creación primitiva: nada diremos acerca del origen de la materia (1); tan
solo dedicaremos algunas palabras a la cuestión que ha venido sosteniéndose,
desde hace algunos miles de años, sobre si es o no posible que los minerales se
cristalicen, los vegetales y los animales se formen u organicen, por su
vitalidad propia, sin intervención de otro poder o voluntad superior; aunque todo
ello sin negar que esa voluntad o poder superior exista, ni tampoco que ejerza
alguna influencia en la creación y existencia de los mismos seres vivientes.
Largo tiempo se debatió,
para la resolución de ese problema, si existen o no existen generaciones espontaneas;
pero tal cuestión, en cualquier sentido que se resuelva, nada adelanta en orden
al objeto indicado; puesto que aún admitiendo las generaciones espontaneas,
ellas pueden ser la obra de aquel mismo poder o voluntad superior creadora.
Otro argumento, mas
poderoso que el de las generaciones espontaneas, se expuso luego, no ya para probar
que el vegetal o el animal se crea a sí propio, sino para demostrar que el
término de su vida depende de mil causas fortuitas, ajenas a toda predestinación,
y ajenas acaso también a toda voluntad. En efecto, se ha dicho, cuando estalla
un volcán, o se desborda un río, o acaece un naufragio etc.: ¿hubo predestinación o voluntad expresa para que de ese modo se terminara simultáneamente
la vida de una multitud de individuos muy diversos, pertenecientes al uno y al otro
reino?
Pero no se ha podido,
según creemos, demostrar que el individuo mismo sea en ningún caso el principal
motor de su creación y desarrollo; sino que, por el contrario, otra voluntad
suprema determina y crea, y el individuo solo puede modificar un tanto aquella disposición
superior, las más veces con perjuicio suyo propio. Acaso serán inútiles o
superfinos los argumentos que para demostrar esto se adelanten; pero no por ello
creemos que perjudique el hacer aquí, en estos cortos renglones, una ligera
reseña de lo que muchos sabios han creído conveniente exponer.
Se ha dicho, por
ejemplo, que los hélices y muchos otros moluscos y vivientes análogos, desprovistos
en absoluto o casi absolutamente de vista, y necesitando moverse, comenzaron esforzándose
por alargar el extremo anterior de su cuerpo, a fin de conocer anticipadamente al caminar, cualquier peligro que pudiera amenazarles; y que de ese modo se formaron
sus tentáculos. Que los palmípedos, hallándose constituidos de modo que pueden
vivir y buscar su alimento lo mismo sobre la tierra que sobre el agua -o lo
mismo en la tierra que en el agua-, empezaron haciendo esfuerzos por alargar las
membranas de sus dedos; y que así lograron por último formarse una especie de
remos o nadaderas.
Aristóteles |
Lucrecio |
Epicuro |
Leibniz |
Pero aún en esos mismos casos
¿puede afirmarse que la sola voluntad y las solas facultades del individuo
pudieran llegar a producir aquellos órganos? ¿No parece mas verosímil que fuera otro
poder superior el que les proveyera de tales medios de adelanto y de conservación?
A la verdad, no parece absolutamente que la previsión ni las facultades
individuales de la oruga, pudieran hacer que esta se transformase en ninfa o crisálida,
y por último en mariposa; y si para la oruga admitimos una potente y necesaria intervención
superior ¿por qué no la hemos de admitir también para el hélice y el palmípedo?
Entre los habitantes del mar no es menos
admirable que entre los terrestres la conformación singular de algunas de sus
partes. El arma ofensiva y defensiva del espadón o pez espada, y la del pez
sierra, nos parecerán inexplicables si las atribuimos al mero instinto y a las
facultades ínsitas del individuo. Pero todavía es mas admirable la economía de
los peces eléctricos -el torpedo y otros; -y aún la de aquellos moluscos cuyo
cuerpo esta exteriormente casi todo lleno de unos órganos que, haciendo el vacío
a la manera de ventosas, pueden retener con gran fuerza todo aquello que tocan.
Prescindiremos aquí del instinto, llamado por
algunos autores simplemente necesidad, que guía al pólipo para formar la madrépora
o milépora: lo mismo que a la abeja y otros insectos para formar sus panales; el
todo hecho con una regularidad e industria verdaderamente admirables. El reino
animal ofrece otros muchos ejemplos marcadísimos de previsión e instinto, que
revelan la acción de un ser superior, y que no sabemos que puedan explicarse
satisfactoriamente -como se lo explican diferentes naturalistas- por un mero
efecto de la necesidad, de la acción vital guiada por la utilidad y por las
circunstancias del medio en que se vive y las facultades que se poseen. Y si
del reino animal pasamos al vegetal (2) ¿como explicarnos el mecanismo de las
plantas que, por medio de un resorte -digamos lo así-, lanzan su simiente a
cierta distancia, o que la envuelven en un capullo ligerísimo que el aire trasporta
y esparce en diferentes lugares? Las mismas espinas que guarnecen las hojas y
gajos de muchos vegetales indican un objeto preconcebido, que ni la necesidad
ni otros argumentos logran cumplidamente explicar. Y ¿qué necesidad es la que obliga,
por ejemplo, al platanero a formar sus grandes hojas desde luego perfectamente
arrolladas (3), y no de otro modo, dentro de su mismo tallo? Aquí no puede
decirse que es la necesidad de absorber el calórico, la luz o ciertos gases, lo
que obliga a la hoja a dilatarse o extenderse a su salida del gajo o tallo de
la planta. Y si el cultivo y los cruzamientos modifican y hacen cambiar notablemente el carácter, o por lo menos,
algunas condiciones de los vegetales y de los animales ¿puédese afirmar que
esas modificaciones son obra exclusiva de los individuos, a favor de aquellas
circunstancias en que se les ha puesto? Difícil nos parece el probar tal aserción;
y se nos figura que este argumento tiene el mismo valor que el tan socorrido de
las generaciones espontaneas, aún dando por cierto que las hubiese.
Después de esas consideraciones generales sobre
la creación de los vivientes, entran las particulares que algunos llaman de especificación
de los seres, sobre la creación de las especies.
Aquí tenemos también un vasto campo para las hipótesis.
Desde muy antiguo se ha creído que los primeros vivientes de la Tierra fueron unos seres
informes y ambiguos; pero ni esto es una cosa probada, ni tampoco puede serlo con
los solos conocimientos adquiridos. Sin embargo, la creación parece haber venido
pasando siempre del simple al compuesto; y en tal supuesto, se puede admitir
que los primeros vivientes de nuestro planeta no ofrecieran una verdadera especificación
ni fueran tampoco numerosos. Pero al ir aquellos seres adquiriendo nuevas formas
¿diósele a cada cual un tipo marcado, y del que nunca habría de separarse? Eso
es lo que nos parece difícil de sostener, sin embargo de ser la opinión de
algunos naturalistas y arqueólogos de gran reputación; opinión combatida por la
de otros sabios no menos célebres y distinguidos.
Que las especies hoy existentes no experimentan un cambio
sensible en el trascurso de unos cuantos siglos, o milenios, parece ser cosa
demostrada, como lo es también que los medios en que las mismas viven tampoco
cambian notablemente en aquel período de tiempo, a lo cual se puede atribuir en
gran parte la citada invariabilidad; pero no solo en los tiempos anteriores
pudieran haber sido algo diversos aquellos tipos, sino que también cabe en lo posible
que cambiaran los medios o condiciones de vida con menos lentitud que en la
actualidad. En el curso infinito o larguísimo de los tiempos, no es inverosímil
que haya habido períodos en los que las condiciones de existencia variasen,
hasta con rapidez, obligando a modificarse, y aún morir, a las especies entonces
existentes.
De cualquier modo, no se acomoda mucho a
la razón y a la teoría de que la naturaleza pasa, en sus obras, del simple al
compuesto, aquella inalterabilidad de las especies, que pretenden demostrar los
autores a que antes aludimos. Y si las especies cambian, no hay motivo bastante
para suponer que no cambian los géneros, antes bien, parece que lo uno debe
influir y llevar consigo a lo otro.
Otro problema gran obstáculo tienen que salvar los que
piensan que los seres animados se forman y reproducen con solas sus facultades vitales;
y este problema consiste en lo que algunos autores modernos llaman polarización
sexual. Es decir, la propiedad de dividirse en dos sexos aquellos seres, y
empezar a tomar cada individuo, desde los principios de su formación, una de
aquellas dos vías o especie de caracteres distintos y que son en cierto modo
opuestos.
No solo es difícil
explicarse, sobre todo en los seres irracionales, aquel procedimiento de
organización que conduce a la distinción de los sexos y medio de reproducción;
sino que también admira la inalterabilidad con que, ya una vez obtenida la
diversificación sexual, se conserva esta en los nuevos individuos. Es verdad
que cosa admirable es la mera conservación de su respectivo tipo específico;
pero esa constante e inalterable polarización sexual, ofrece todavía mayor
enigma para quien no haga intervenir un poder extraordinario o metafísico en
todo lo respectivo a la vida vegetal y animal.
Pudiéramos alargar
no poco estos apuntes, y aducir diversos argumentos alegados por una y otra
parte; pero se nos figura que el asunto no se esclarece tanto con palabras como
con la meditación y observación profunda de la naturaleza misma, la que en su
lenguaje mudo a la par que elocuente, enseña mejor que las frases, a veces
desatinadas y aún absurdas, de los que pretenden ser sus intérpretes, y que si
bien a veces inician a los demás en algunos de sus secretos, otras veces les
extravían con sus propios errores, después de haberse torturado no poco la
imaginación y haber concluido por extraviarse a sí mismos.
(1) Los filósofos antiguos opinaban
que la materia es eterna: que ninguna cosa puede producirse de la nada, ni convertirse
en nada; pero que todas las cosas son susceptibles de cambios y metamorfosis-Aristóteles.:
Fisic I; Cicer: Finib; Lucrecio. Renat. 1; etc.-Entre los antiguos,
nadie como Epicuro defendió y generalizó ese principio, que modernamente ha
sido sostenido por Leibniz y por otros autores de universal celebridad; sin
que nosotros nos propongamos aquí ventilar tal cuestión, ni tampoco averiguar
si aquella celebridad ha sido fundada o infundada.
(2) Para estas y otras muchas observaciones que pueden hacerse en la Naturaleza, nos parece preferible la división indicada, a la otra mas dada de reinos orgánico e inorgánico.
No hablaremos aquí del reino caótico, que no
es menos admirable que los restantes. Indudablemente cada animal contiene un
sinnúmero de otros animales y aún vegetales sumamente pequeños; y si en una gota
de agua se alcanza a ver con el microscopio una infinidad de seres vivientes
¿cuantos otros no habrá que ni aún con el microscopio han podido distinguirse?
En realidad, una parte muy grande de los vivientes
comprendidos en el llamado reino caótico, corresponde al animal y al vegetal; porque
efectivamente pertenecen aquellos seres al número de los animales y al de los vegetales.
(3) Como lo hace también el ñamero y otras plantas En este artículo procuramos designar las plantas, etc. por sus nombres vulgares y conocidos de todo el mundo, a fin de que los lectores nos entiendan sin necesidad de recurrir al diccionario.
Evidentemente, en los vegetales no puede
atribuirse ni a instinto ni a ninguna de las facultades propias o exclusivas
del individuo, la producción de los frutos, que desde luego parecen destinados
al alimento del hombre, y en general al de los individuos del reino animal.
ROSENDO
GARCÍA-RAMOS.
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