martes, 26 de agosto de 2014

LA CREACIÓN


(Artículo publicado en La Ilustración de Canarias el 28 de febrero de 1883)
                                   Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC 

 No vamos a hablar aquí de la creación primitiva: nada diremos acerca del origen de la materia (1); tan solo dedicaremos algunas palabras a la cuestión que ha venido sosteniéndose, desde hace algunos miles de años, sobre si es o no posible que los minerales se cristalicen, los vegetales y los animales se formen u organicen, por su vitalidad propia, sin intervención de otro poder o voluntad superior; aunque todo ello sin negar que esa voluntad o poder superior exista, ni tampoco que ejerza alguna influencia en la creación y existencia de los mismos seres vivientes.


 Largo tiempo se debatió, para la resolución de ese problema, si existen o no existen generaciones espontaneas; pero tal cuestión, en cualquier sentido que se resuelva, nada adelanta en orden al objeto indicado; puesto que aún admitiendo las generaciones espontaneas, ellas pueden ser la obra de aquel mismo poder o voluntad superior creadora.

 Otro argumento, mas poderoso que el de las generaciones espontaneas, se expuso luego, no ya para probar que el vegetal o el animal se crea a sí propio, sino para demostrar que el término de su vida depende de mil causas fortuitas, ajenas a toda predestinación, y ajenas acaso también a toda voluntad. En efecto, se ha dicho, cuando estalla un volcán, o se desborda un río, o acaece un naufragio etc.: ¿hubo predestinación o voluntad expresa para que de ese modo se terminara simultáneamente la vida de una multitud de individuos muy diversos, pertenecientes al uno y al otro reino?

 Pero no se ha podido, según creemos, demostrar que el individuo mismo sea en ningún caso el principal motor de su creación y desarrollo; sino que, por el contrario, otra voluntad suprema determina y crea, y el individuo solo puede modificar un tanto aquella disposición superior, las más veces con perjuicio suyo propio. Acaso serán inútiles o superfinos los argumentos que para demostrar esto se adelanten; pero no por ello creemos que perjudique el hacer aquí, en estos cortos renglones, una ligera reseña de lo que muchos sabios han creído conveniente exponer.

 Se ha dicho, por ejemplo, que los hélices y muchos otros moluscos y vivientes análogos, desprovistos en absoluto o casi absolutamente de vista, y necesitando moverse, comenzaron esforzándose por alargar el extremo anterior de su cuerpo, a fin de conocer anticipadamente al caminar, cualquier peligro que pudiera amenazarles; y que de ese modo se formaron sus tentáculos. Que los palmípedos, hallándose constituidos de modo que pueden vivir y buscar su alimento lo mismo sobre la tierra que sobre el agua -o lo mismo en la tierra que en el agua-, empezaron haciendo esfuerzos por alargar las membranas de sus dedos; y que así lograron por último formarse una especie de remos o nadaderas.

Aristóteles


Lucrecio
                                   
Epicuro






Leibniz




 Pero aún en esos mismos casos ¿puede afirmarse que la sola voluntad y las solas facultades del individuo pudieran llegar a producir aquellos órganos? ¿No parece mas verosímil que fuera otro poder superior el que les proveyera de tales medios de adelanto y de conservación? A la verdad, no parece absolutamente que la previsión ni las facultades individuales de la oruga, pudieran hacer que esta se transformase en ninfa o crisálida, y por último en mariposa; y si para la oruga admitimos una potente y necesaria intervención superior ¿por qué no la hemos de admitir también para el hélice y el palmípedo?


 Entre los habitantes del mar no es menos admirable que entre los terrestres la conformación singular de algunas de sus partes. El arma ofensiva y defensiva del espadón o pez espada, y la del pez sierra, nos parecerán inexplicables si las atribuimos al mero instinto y a las facultades ínsitas del individuo. Pero todavía es mas admirable la economía de los peces eléctricos -el torpedo y otros; -y aún la de aquellos moluscos cuyo cuerpo esta exteriormente casi todo lleno de unos órganos que, haciendo el vacío a la manera de ventosas, pueden retener con gran fuerza todo aquello que tocan.

Prescindiremos aquí del instinto, llamado por algunos autores simplemente necesidad, que guía al pólipo para formar la madrépora o milépora: lo mismo que a la abeja y otros insectos para formar sus panales; el todo hecho con una regularidad e industria verdaderamente admirables. El reino animal ofrece otros muchos ejemplos marcadísimos de previsión e instinto, que revelan la acción de un ser superior, y que no sabemos que puedan explicarse satisfactoriamente -como se lo explican diferentes naturalistas- por un mero efecto de la necesidad, de la acción vital guiada por la utilidad y por las circunstancias del medio en que se vive y las facultades que se poseen. Y si del reino animal pasamos al vegetal (2) ¿como explicarnos el mecanismo de las plantas que, por medio de un resorte -digamos lo así-, lanzan su simiente a cierta distancia, o que la envuelven en un capullo ligerísimo que el aire trasporta y esparce en diferentes lugares? Las mismas espinas que guarnecen las hojas y gajos de muchos vegetales indican un objeto preconcebido, que ni la necesidad ni otros argumentos logran cumplidamente explicar. Y ¿qué necesidad es la que obliga, por ejemplo, al platanero a formar sus grandes hojas desde luego perfectamente arrolladas (3), y no de otro modo, dentro de su mismo tallo? Aquí no puede decirse que es la necesidad de absorber el calórico, la luz o ciertos gases, lo que obliga a la hoja a dilatarse o extenderse a su salida del gajo o tallo de la planta. Y si el cultivo y los cruzamientos modifican y hacen cambiar notablemente el carácter, o por lo menos, algunas condiciones de los vegetales y de los animales ¿puédese afirmar que esas modificaciones son obra exclusiva de los individuos, a favor de aquellas circunstancias en que se les ha puesto? Difícil nos parece el probar tal aserción; y se nos figura que este argumento tiene el mismo valor que el tan socorrido de las generaciones espontaneas, aún dando por cierto que las hubiese.

Después de esas consideraciones generales sobre la creación de los vivientes, entran las particulares que algunos llaman de especificación de los seres, sobre la creación de las especies.
 Aquí tenemos también un vasto campo para las hipótesis. Desde muy antiguo se ha creído que los primeros vivientes de la Tierra fueron unos seres informes y ambiguos; pero ni esto es una cosa probada, ni tampoco puede serlo con los solos conocimientos adquiridos. Sin embargo, la creación parece haber venido pasando siempre del simple al compuesto; y en tal supuesto, se puede admitir que los primeros vivientes de nuestro planeta no ofrecieran una verdadera especificación ni fueran tampoco numerosos. Pero al ir aquellos seres adquiriendo nuevas formas ¿diósele a cada cual un tipo marcado, y del que nunca habría de separarse? Eso es lo que nos parece difícil de sostener, sin embargo de ser la opinión de algunos naturalistas y arqueólogos de gran reputación; opinión combatida por la de otros sabios no menos célebres y distinguidos.
 Que las especies hoy existentes no experimentan un cambio sensible en el trascurso de unos cuantos siglos, o milenios, parece ser cosa demostrada, como lo es también que los medios en que las mismas viven tampoco cambian notablemente en aquel período de tiempo, a lo cual se puede atribuir en gran parte la citada invariabilidad; pero no solo en los tiempos anteriores pudieran haber sido algo diversos aquellos tipos, sino que también cabe en lo posible que cambiaran los medios o condiciones de vida con menos lentitud que en la actualidad. En el curso infinito o larguísimo de los tiempos, no es inverosímil que haya habido períodos en los que las condiciones de existencia variasen, hasta con rapidez, obligando a modificarse, y aún morir, a las especies entonces existentes.

 De cualquier modo, no se acomoda mucho a la razón y a la teoría de que la naturaleza pasa, en sus obras, del simple al compuesto, aquella inalterabilidad de las especies, que pretenden demostrar los autores a que antes aludimos. Y si las especies cambian, no hay motivo bastante para suponer que no cambian los géneros, antes bien, parece que lo uno debe influir y llevar consigo a lo otro.
 Otro problema  gran obstáculo tienen que salvar los que piensan que los seres animados se forman y reproducen con solas sus facultades vitales; y este problema consiste en lo que algunos autores modernos llaman polarización sexual. Es decir, la propiedad de dividirse en dos sexos aquellos seres, y empezar a tomar cada individuo, desde los principios de su formación, una de aquellas dos vías o especie de caracteres distintos y que son en cierto modo opuestos.
 No solo es difícil explicarse, sobre todo en los seres irracionales, aquel procedimiento de organización que conduce a la distinción de los sexos y medio de reproducción; sino que también admira la inalterabilidad con que, ya una vez obtenida la diversificación sexual, se conserva esta en los nuevos individuos. Es verdad que cosa admirable es la mera conservación de su respectivo tipo específico; pero esa constante e inalterable polarización sexual, ofrece todavía mayor enigma para quien no haga intervenir un poder extraordinario o metafísico en todo lo respectivo a la vida vegetal y animal.


 Pudiéramos alargar no poco estos apuntes, y aducir diversos argumentos alegados por una y otra parte; pero se nos figura que el asunto no se esclarece tanto con palabras como con la meditación y observación profunda de la naturaleza misma, la que en su lenguaje mudo a la par que elocuente, enseña mejor que las frases, a veces desatinadas y aún absurdas, de los que pretenden ser sus intérpretes, y que si bien a veces inician a los demás en algunos de sus secretos, otras veces les extravían con sus propios errores, después de haberse torturado no poco la imaginación y haber concluido por extraviarse a sí mismos.


 (1) Los filósofos antiguos opinaban que la materia es eterna: que ninguna cosa puede producirse de la nada, ni convertirse en nada; pero que todas las cosas son susceptibles de cambios y metamorfosis-Aristóteles.: Fisic I; Cicer: Finib; Lucrecio. Renat. 1; etc.-Entre los antiguos, nadie como Epicuro defendió y generalizó ese principio, que modernamente ha sido sostenido por Leibniz y por otros autores de universal celebridad; sin que nosotros nos propongamos aquí ventilar tal cuestión, ni tampoco averiguar si aquella celebridad ha sido fundada o infundada.

(2) Para estas y otras muchas observaciones que pueden hacerse en la Naturaleza, nos parece preferible la división indicada, a la otra mas dada de reinos orgánico e inorgánico.
 No hablaremos aquí del reino caótico, que no es menos admirable que los restantes. Indudablemente cada animal contiene un sinnúmero de otros animales y aún vegetales sumamente pequeños; y si en una gota de agua se alcanza a ver con el microscopio una infinidad de seres vivientes ¿cuantos otros no habrá que ni aún con el microscopio han podido distinguirse?
 En realidad, una parte muy grande de los vivientes comprendidos en el llamado reino caótico, corresponde al animal y al vegetal; porque efectivamente pertenecen aquellos seres al número de los animales y al de los vegetales.

(3) Como lo hace también el ñamero y otras plantas En este artículo procuramos designar las plantas, etc. por sus nombres vulgares y conocidos de todo el mundo, a fin de que los lectores nos entiendan sin necesidad de recurrir al diccionario.
 Evidentemente, en los vegetales no puede atribuirse ni a instinto ni a ninguna de las facultades propias o exclusivas del individuo, la producción de los frutos, que desde luego parecen destinados al alimento del hombre, y en general al de los individuos del reino animal.

                                                                        ROSENDO GARCÍA-RAMOS.

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