lunes, 29 de diciembre de 2014

LA DICTADURA




(Artículo publicado en Artes y Letras, el 16 de marzo de 1903)
                                   Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC

Es esa una voz latina que, como tantas otras del mismo idioma, ha sido admitida casi universalmente. Pero ofrece dos sentidos, entre sí bastante diversos, si bien ambos relativos a  una misma magistratura y mando supremo. 

Según uno de dichos sentidos, la palabra es casi odiosa; según el otro, no lo es;  vamos a explicar uno y otro, empezando por el primero citado, y refiriéndonos tan solo a las dictaduras que surgen de las repúblicas, que dicho sea de paso, lo son casi todas. Cuando una sociedad o un pueblo republicano se degrada naturalmente, como puede degradarse uno monárquico, y como se degrada una familia, por ilustra que haya sido, sin culpa de las instituciones, sino por mero embrutecimiento natural de sus individuos, — y así sucede las más de las veces,—el sufragio se vende y se compra como cualquier artículo de  comercio, y hasta suele falsearse por la fuerza. Al cabo la fuerza decide o substituye la elección, y cada gran cacique —adoptemos ese calificativo— se forma un ejército de  partidarios, y los caciques con sus ejércitos luchan entre sí para dominar.

La nación llega a verse tan perturbada, tan molesta por la guerra civil, y tan perjudicada en todos sus intereses, que acaba por secundar a un cacique solo, para decidir la cuestión y que la  guerra concluya. De ahí surge el dictador perpetuo, o poco menos, como surgió Julio César, y han surgido otros muchos.

Esa es la dictadura odiosa, relativamente;  y decimos así, porque bien que la detesten muchos, no deja de reconocerse que sin ella la nación estaría peor. Una nación degradada necesita un Jefe único, si no quiere ser desmenuzada. Los pueblos bárbaros, todos, tienen su respectivo Jefe único.

Pasemos ahora a hablar de la dictadura racional y salvadora, sin negar por ello, como va dicho, que hasta cierto punto o en cierto modo es también, racional y salvadora la anteriormente bosquejada.
Es muy antigua la institución de ella en la gran república latina, fuente donde han ido a beber todas o casi todas las posteriores naciones europeas y americanas. Pero antes, recordemos una idea consoladora; hemos hablado de sociedades degeneradas, de pueblos que se degradan o envilecen naturalmente, sin otra causa que la misma por la que se degradan muchísimas familias, sin que ni el ejemplo de sus mayores, ni la más esmerada educación, sean capaces de detenerlas en aquella fatal pendiente.

Pues bien, la misma Naturaleza, que ocasiona esa degradación o degeneración, en el hombre como generalmente en los animales y plantas, suele proceder de distinto y contrario modo. En muchos pueblos se ve y ha visto que del estado salvaje pasan, rápida o lentamente, al de la cultura.

Los mismos romanos empezaron por ser un pueblo de bandidos y gente allegadiza, que abrió un asilo en su ciudad a todos los malhechores; por lo cual cuando pidieron mujeres a los sabinos, éstos contestaron: Que abrieran un asilo también para las mujeres perdidas, y así lograrían enlaces que nada tendrían que echarse en  cara.

Un gran número de esos primitivos romanos era nacido fuera de matrimonio, como es sabido; se les llamaba espúreos, hasta como nombre propio o primero, y solían tener apellidos ilustres o distinguidos, por haber nacido de familias principales. El poético nombre de Espurina le llevó infinidad de hembras de las primeras casas de Roma. Pero volvamos al asunto de estos breves renglones. La dictadura latina o romana fue durante siglos una institución salvadora. Cuando la República se veía en un peligro extremo, nombraba un dictador que asumiendo toda la autoridad, la sostenía con mano firme y la salvaba. Claro es que tal elección y nombramiento recaía generalmente en la persona más digna, y tan era así, que casi siempre los dictadores renunciaban espontáneamente el cargo, tan pronto como su misión estaba terminada y quedaba la República libre del peligro. El mismo Cornelio Syla,  a pesar de la crueldad que se le atribuye y que seguramente fue más propia de su época que de su persona, dimitió la dictadura de libre voluntad sin la menor presión, y se retiró a la vida privada.

Pero Julio César entendía las cosas de otro modo; y para hacérsela soltar fueron precisas las veinte y tantas puñaladas que le propinaron en pleno Senado, al pié de la estatua del gran Pompeyo, cuyos hijos sostuvieron en España la causa del Senado, defendida por su padre, y que acabó de perderse en la batalla de Munda.

                                                                                                     R. GARCÍA RAMOS






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