(Artículo
publicado en el Diario de Tenerife el 29 de marzo de 1901)
Nada diremos de Palermo y de Lilybéa, antiquísimas colonias
fenicias, según se cree, y que los cartagineses y libi fenicios, sucesores de
los fenicios, poseyeron alternativamente con los sicilianos; porque éstos
siempre que podían hacerlo, echaban afuera de su isla a todos los intrusos.
Casi siempre lo conseguían, y los mismos romanos, a pesar de su poder colosal,
y de haber atacado a Sicilia precisamente cuando se hallaba en el apogeo, se vieron
repetidas veces rechazados, y con gran dificultad lograron apoderarse de Siracusa,
capital entonces de la isla. Ya que hablamos de esa célebre ciudad, diremos dos
palabras más sobre la misma, y también sobre otros parajes que la son comarcanos.
Entre Aci de San Felipe y la próxima aldea de Nicetti, está la gruta del
cíclope Polifemo el que aplastó bajo una roca al pastor Acis, porque allí le
sorprendió en los brazos de la ninfa Galatéa. Agis dice la mitología que fue
convertido en una fuente y su arroyo, que todavía hoy se ve en aquellos sitios.
Sobre la pequeña isla llamada Ortigia, muy próxima y casi tocando
a Sicilia se dice que fundó el griego Archias una colonia de corintios. Esta
colonia prosperó tanto, que se extendió por toda la inmediata costa siciliana,
y allí se formó la gran ciudad de Siracusa que llegó a contener un millón de habitantes, el mejor
puerto de la isla, y unas flotas de guerra y comercio que rivalizaron largo
tiempo con las de Cartago, y aún vencieron a éstas repetidas veces. Verdad es
también que a los puertos de Palermo, Catania, Mesina, Agrigento y Lilybea salían asimismo flotas y buques
mercantes, que llevaban su comercio por todo el Mediterráneo, y aún por el
Atlántico hasta larga distancia de las columnas de Hércules.
La riqueza y suntuosidad de aquella metrópoli siciliana
superó a la de casi todas las demás del mundo. Es dudoso que Nínive, Babilonia,
y aún Roma llegaran en ningún tiempo a igualar o sobrepujar a Siracusa en su respectivo apogeo.
Entre las mil estatuas de los mejores escultores antiguos,
que adornaban sus templos y otros monumentos, se conservan hasta hoy algunas,
en el Museo de la misma ciudad, y en otros de Italia y de Europa. Muchas de
esas estatuas han sido mencionadas por diversos autores, tanto antiguos como
modernos, con gran encomio. La Venus Callypige es una de ellas y de los que han
llegado a nuestros días. Las hermanas Callypiges eran siracusanas y tan hermosas,
que diferentes artistas célebres de la anti- güedad las retrataron, en cuadros
y estatuas, o copiaron unos la obra de los otros. Casi siempre las tomaron por modelos
de Venus.
También se ven hoy restos notables de los antiguos templos
de la misma ciudad; y es una peregrinación de poetas y artistas la fuente de Aretusa,
ninfa de Diana que sufrió aquella metamorfosis, según dicen los poetas antiguos.
Arquímedes, que
acaso fue el hombre más notable de su época, además de las mejores
fortificaciones y máquinas de guerra de los siracusanos, construyó en lo alto
del Plemyrima—fuerte o ciudadela, —la famosa obra eólica de aquel tiempo; era
cuatro animales de bronce, haciendo frente a los cuatro puntos cardinales,
cada uno de los cuatro al soplar el viento de aquella parte, producía unos
sonidos armoniosos y variados, según unos autores, y según otros repetía
exactamente la voz del animal correspondiente. Sea de esto lo que fuere, es indudable
que aquel celebre mecánico e ingeniero dirigió los trabajos del gran barco que
el soberano de Siracusa—Hieron 2º—regaló al de Egipto, barco que contenía baños,
jardín, biblioteca, salón de baile y reunión, un templo capilla y otras
dependencias. Así lo afirman varios autores y en particular Ateneo.
Es cosa sabida, y por ello huelga repetirla, que el genio
de Arquímedes fue el mejor defensor de aquella ciudad, en el terrible sitio que
la pusieron los romanos, al mando del famoso cónsul Marcelo.
Se ven todavía las ruinas del palacio de Agatocles,
llamado también de los sesenta lechos, porque en efecto aquel sirucusano daba
ahí hospitalidad constante y gratuita a sesenta viajeros, que naturalmente se
renovaban, es decir, que entraban unos cuando otros salían. Agatocles uno de
los millonarios del país, no era solo quien daba hospitalidad, ni el solo que
hizo por su parte crecidos gastos y desembolsos de utilidad pública. Esto nos
hace recordar a otros funcionarios públicos de nuestros días, que si bien nada hacen
de su propio peculio en beneficio público, en cambio estafan al público cuanto pueden, y váyase lo uno por lo otro. En realidad,
le está bien eso al mismo público, que por decirlo así los crea; puesto que con
su sufragio los eleva y pone arriba, porque no encuentra o no sabe hallar en sí
mismo otra cosa mejor.
Terminaremos estos recuerdos de aquella ciudad, consignando
que además de la fuente Aretusa, se ve en aquellas inmediaciones la de Cyane,
que Ovidio asegura fue la más célebre ninfa de Sicilia en aquella época mitológica;
Cyane fue también convertida en arroyo, y casó con otro arroyo de distinto sexo,
llamado Anapo; en cuanto a Aretusa nunca quiso acceder a las súplicas del río
Alfeo, que en vano la persiguió a través de las selvas y de las floridas praderas.
En cambio Anapo y Cyane, reunidas sus aguas por indisoluble lazo, bañan hasta
hoy aquellos campos, y juntos van a perderse en el seno de Anfitrite o sea del
Mediterráneo, unida a su vez con Neptuno por el estrecho de Gibraltar.
Dos palabras, para concluir, acerca de la historia
prosaica de Sicilia, después de la caída del coloso Romano.
Los sarracenos prosiguieron las invasiones en Italia y
Sicilia que antes batían los Cartagineses; y a su vez a los romanos a los
cartagineses y sarracenos sustituyeron los pueblos del Norte. Estos eran
innumerables y de distintos nombres. Algunos no se con- formaban menos que con
llamarse gentes de Dios, tales fueron los godos y los teutones o tudescos—God,
lo mismo que Teu o Teud significa
Dios.—Es más, se llamaron modestamente
dioses, a si mismos. Pero
hubo entre ellos una raza o sección, que conservó la pimple de denominación de
normandos, que en realidad era aplicable a todos ellos. Estos normandos fueron
unos guerreros infatigables, que después de apoderarse de aquella parte de
Francia que hasta hoy se llama por eso Normandía atacaron las islas Británicas
y las ganaron sin mucho trabajo.
Los lombardos les ceden una parte de Italia, con la
condición de que la defiendan contra los sarracenos, como lo hacen con la misma
fortuna que casi siempre les acompañaba. En el año mil y tamos de nuestra Era
ya eran señores de casi todo lo que después se ha llamado reino de Nápoles; en
1037 auxilian al emperador de Oriente en la conquista de Sicilia sobre los
sarracenos, que la tenían casi toda sometida.
Pero ya por los años 1060, los africanos habían vuelto a
caer sobre la misma isla; y entonces los normandos de Nápoles emprenden por su
propia cuenta la expulsión de aquellos y fundan el reino que llaman de las dos
Sicilias, apoderándose además del país griego de Atenas y Corinto —año 1146. —Poco
después, por falta de recta varonía, pasa la Sicilia a Enrique de Suabia, por su matrimonio
con la heredera normanda. Ya dijimos, al comienzo de estos apuntes, como la
casa de Suabia fue sustituida por la francesa o provenzal, y como a esta
sustituyó poco después la aragonesa y catalana.
IV
Hemos dedicado principalmente a Sicilia este recuerdo,
porque si bien no es el único país que hasta hoy conserva una población casi
primitiva, es sin duda uno de aquellos que la historia, por decirlo así, ha
mimado y complacídose en perpetuar su memoria. Las islas del Mediterráneo, casi
todas, conservan también su primitiva población menos alterada que los países
del continente Europeo, en su parte meridional. Pero muchas de ellas, o la
historia las ha olvidado, o no han merecido su recuerdo. De las Baleares, por
ejemplo, casi no hay más tradición antigua sino la de la habilidad de sus
habitantes en el manejo de la honda. Diríase que por lo demás fueron tan
bárbaros como los cíclopes y lestrigones de Sicilia; pero a estos sucedieron
aquí otros pueblos cultos—si acaso no fueron esos mismos que se
civilizaron,—mientras que no se dice lo mismo de aquellas otras islas occidentales,
como tampoco de Serdeña—que torpemente escribimos Cerdeña,—ni de Córcega ¿Es
que de casualidad la Historia
las olvidó, durante mucho tiempo, o que se han perdido sus noticias? Pudiera
ser así; pero es indudable que en ellas no hay o no quedan esos vestigios de
una antigua cultura que abundan en Sicilia. Para hallarles tenemos que mirar al
Oriente, o sea a aquella parte del citado mar interior, que desde Sicilia se extiende
hasta Rodas.
No cede en recuerdos históricos y aún poéticos a la primera
de esas dos islas, la segunda, ni las islas griegas y jónicas. Envuelve a las
Cycladas y a las Espórades un baño poético, como las envuelven las azuladas
ondas de aquel mar, entre cuyas espumas nació Venus, al decir de la mitología.
Ovidio ha inmortalizado a Chipre—la antigua Cypris o Cyparisos,—no menos que a Cyteres—la
actual Cérigo;—y no fue solo
Ovidio quien en sus versos las ha cantado; desde Homero y Píndaro hasta los
poetas de nuestros días, casi todos, poetas e historiadores, se han complacido en
dedicarlas un recuerdo, no menos que a Creta o Candía, a Samos donde nació Juno, De los
que fue la cuna de Apolo y de Diana Milo —antiguamente Melos, —cuya célebre estatua
de Venus está hoy en París, y que tal vez no sea de ésta diosa, y tantas otras
islas que poetas e historiadores de consumo han ilustrado, ora con relaciones
fabulosas y mitológicas, ora con otras verídicas y rigurosamente exactas.
SOMAR
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