(Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 13 de junio de 1900)
Ese nombre recuerda el
principio de nuestra civilización europea, que de Grecia pasó a Italia, y de
aquí se extendió por casi toda la
Europa meridional. Pero fue una lamentable fatalidad que en
la antigua Grecia se formaran varias repúblicas rivales, y que una sola de ellas
no lograra absorber las otras, como en Italia la de Roma absorbió a las restantes de aquella península. A eso debieron Roma e Italia su grandeza; y al
efecto contrario debieron Atenas y Grecia su humillación.
Reducida Grecia a una mera provincia romana, conservó largo
tiempo su supremacía intelectual, y
siguió la suerte de la gran República
de los tiempos antiguos, la que se
absorbió y conquistó casi todo el mundo conocido en aquella época. No debe
tacharse a Roma de ambiciosa, esto es,
no debe considerarse su ambición como una cosa extraordinaria o excepcional.
Roma tuvo la misma ambición de otra nación cualquiera, sea esta grande o chica;
pero supo y pudo conservar su unión y poderío mucho más que las otras naciones
de su tiempo, y a ello debió su larga preeminencia y su casi universal señorío
o dominación. Esto es tan sabido, que ni lo decimos como una cosa nueva, ni
tampoco como una cosa dudosa.
Pero llegó el tiempo en que la vasta reunión de pueblos que
formaba el coloso Romano, perdió la
cohesión, unión y fraternidad a que debía su grandeza; y entonces empezó a
regir el derecho del más fuerte, dentro de la misma república. Sustituyó el
derecho de la fuerza a la fuerza del derecho, y de consiguiente la nación pasó
sucesivamente al triunvirato u oligarquía y a la monarquía. Esta monarquía se
conservó largo tiempo, merced a la superioridad, bajo todos conceptos, de esa
misma nación sobre las restantes, las unas incultas o bárbaras y las otras
pequeñas y débiles. Unas y otras, además, poco consistentes o poco unidas; es
decir, que cada una no ofrecía más cohesión ni acaso tanta como la nación
latina, la cual tomó por último la resolución de dividirse en dos formando los
dos conocidos imperios de Oriente y Occidente. Esta medida ha sido muy
censurada, acaso con razón; pero no es menos cierto que el antiguo imperio no
podía ya subsistir más tiempo unido, y hasta nos admira que no se hubiese fraccionado
mucho tiempo antes. Eran demasiado heterogéneos sus elementos, para que lograra continuar muchos siglos formando un solo cuerpo de nación.
La famosa batalla naval de Lepanto —1570—fue para Grecia un
rayo o destello de esperanza; una aurora de libertad, que solo duró unos
cuantos días; porque a su vez la Grecia, como antes la Italia , estaba condenada a
la servidumbre. Los griegos como los latinos o romanos, y desde mucho antes
que éstos, eran un pueblo degenerado,
que de ningún modo podía resistir el choque de otro pueblo rudo y potente como
el otomano. De igual modo y por idéntica razón sucumbieron aquellos otros, es
decir, los latinos ante el empuje de las gentes del Norte.
Sin embargo, los
turcos dejaron a los atenienses la hegemonía en la Grecia durante muchos años
las escuelas de Atenas siguieron ilustrando a aquel pueblo helénico que se había
embrutecido y hasta se mostraba un tanto refractario a la cultura.
Aquí se
ofrece un estudio curioso, un fenómeno casi inexplicable que varias veces se ha
observado en la Historia ,
y que tiene una inmensa trascendencia. Consiste en que dos pueblos distintos, ambos semi-bárbaros o
de escasa cultura, presentan dos aspectos, caracteres o modo de ser contrarios
de los cuales el uno lleva al engrandecimiento y el otro a la ruina.
También influyen mucho en aquel
fenómeno, la unidad de creencia religiosa y el fanatismo, que suele producir
más unión y fuerza que las más sensatas reflexiones y la más sana filosofía.
Acaso si la Grecia hubiera permanecido
tranquila bajo el señorío otomano, su cultura no hubiese ido decayendo pero las repúblicas italianas querían parte en aquella presa y en particular Venecia se obstinó en poseer parte del Peloponeso y casi todas islas Cícladas y las Espóradas. En suma, entabló contra Turquía
una lucha tenaz y sangrienta, en la cual tan pronto era vencida como vencedora,
siendo el país griego sumamente maltratado y devastado por unos y otros
combatientes.
Los mejores monumentos de Atenas, que los turcos habían
respetado, sufrieron mucho en los siglos XVI y XVII, sobre todo a causa de los
bombardeos que las escuadras venecianas llevaron a efecto; no siendo de olvidar
que en el siglo XV y anteriores, las naciones de la Europa occidental se habían
disputado con las armas los jirones del imperio griego, y hasta los sarracenos
le habían invadido diferentes veces. El famoso almirante veneciano FranciscoMorosini, generalísimo de aquella república, casi deja arrasada toda la
ciudad de Atenas, donde decía que trataba de acabar con los jenízaros que
obstinadamente la defendían y la tiranizaban; es decir, que por acabar con los jenízaros, faltó poco para que acabara con aquella famosa o histórica ciudad.
Al fin, sonó la hora de la declinación del enorme poder de
los Sultanes, como antes había sonado la del no menos enorme poder de los
Califas.
Tamerlan la adelantó, derrotando completamente a los
turcos, y haciendo prisionero al mismo sultán; pero volvieron a respirar
después de fallecido aquel gran conquistador. Sucesivamente Scanderberg, los
albaneses, los húngaros o magiares, los rusos, etc., ora de consuno con los
venecianos, ora separadamente, prosiguieron quebrantando el coloso otomano,
hasta dejarle reducido de orgulloso y audaz que era, a una potencia casi
inofensiva para sus vecinos.
Entonces
los griegos vieron despuntar la aurora de su emancipación, sobre todo, después
de la doble derrota y destrucción de las flotas turcas, primero en la bahía de
Tchesmé, y después en la de Navarino. Al anonadar la marina otomana, en esas
dos memorables jornadas (I), tres naciones cristianas rompieron las cadenas de
la cristiana Grecia.
(Concluirá).
R. GARCÍA-RAMOS
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