viernes, 7 de noviembre de 2014

DELENDA CARTAGO.(I)

                     (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 13 de febrero de 1900)

No vamos a investigar las causas del odio entre las dos grandes repúblicas de la antigüedad. Parece que la una no podía soportar la existencia de la otra, aun, cuando la viese abatida y humillada. La orgullosa Roma no podía sufrir que viviese otro pueblo que la había puesto a ella misma a dos dedos de la muerte. Si Cartago hubiera triunfado, es verosímil que a su vez hubiera cantado el delenda Roma porque era una especie de duelo a muerte el que se trabó entre ambos estados o potencias.

Cartago cayó como después diremos: pero no desapareció de la tierra hasta muchos años después que Roma a su vez había sido humillada y pisoteada por los pueblos del norte diremos bárbaros del Norte; porque aún cuando lo fueran, no lo eran mucho menos los romanos o latinos de aquel tiempo. Estos últimos es sabido que formaban una amalgama de gentes diversas, que de todas partes habían huido a Italia; tan solo los esclavos y los libertos, y la descendencia de unos y otros, era tan numerosa como la italiana de origen; y además los ejércitos romanos se componían en su mayor parte de gente que no había nacido en aquella península; hasta los Emperadores, durante el período llamado del bajo imperio, no fueron italianos de nacimiento, salvo tal o cual rara excepción.

Pero Roma, como Atenas, se ha sobrevivido a sí misma, según una frase hiperbólica muy repetida; mientras que Cartago murió como Esparta, como Tebas, como Troya, o como Babilonia; ni siquiera aparecen claramente sus ruinas, y hasta se disputa acerca del sitio que verdaderamente ocuparon Sic transit gloria mundi  acaso algún día se pregunte en vano el sitio que ocuparon Londres o París.

Hubo, sin embargo, un tiempo en que las flotas púnicas o cartaginesas dominaban los mares, como después les dominaron los flotas llamadas árabes; unas y otras frecuentaban el litoral africado fronterizo a nuestras islas, y sin duda las visitaron y dejaron gente en ellas. Plinio refiere, como es sabido, que el rey Juba fundó en Canarias establecimientos para el tinte de púrpura; y además, no puede dudarse que desde las colonias púnicas o libi fenicias de la Getulia y de todo ese litoral occidental del inmediato Continente, se pasaría más de una vez a las Canarías y a las islas de Cabo Verde. El periplo o viaje de Hannon menciona entre otras las villas o ciudades llamadas Mélita y Arambe, fundadas a poco más o menos frente a nuestras islas, nombre el primero de esos que hace recordar la isla de Malta, llamada Mélita por los mismos cartagineses sus dueños y pobladores.

Ocioso es repetir aquí que también fue suya casi toda la Sicilia, toda la Córcega y la Cerdeña, una parte de las Baleares y otra de la península Ibérica.

No vamos a hacer aquí la historia de las famosas guerras púnicas, a la segunda de las cuales sirvió de pretexto la destrucción de Sagunto por Annibal. Pero diremos que la tercera fue un abuso de fuerza, por no decir una inquidad, de parle de los romanos; éstos debieran haber respetado la desgracia y humillación de sus antiguos rivales; así lo pensaban también muchos romanos, y lo manifestaron en el Senado; pero al fin la mayoría decidió acabar con Cartago y quitarse de encima la eterna pesadilla del poder cartaginés, que siempre veían renacer. Además, ya lo hemos dicho, repugnaba al orgullo y omnipotencia de Roma, la existencia de una nación que la había puesto al borde de su ruina, y no olvidaba que Annibal había llegado a acampar bajo los muros de la ciudad eterna, después de haber abandonado con su ejército las delicias de Cápua.

Consumada la destrucción de la metrópoli cartaginesa, y convertido aquel país en provincia romana, tuvo más tarde Cayo Graco la orden de repoblarla; pero debe advertirse que la pretendida destrucción de Cartago; como la de Sagunto, ha sido en gran parte imaginaria. Cayo Graco y su gente hallaron a Cartago ya repoblada en parte por sus antiguos moradores y por otros africanos; y en cuanto a Sagunto, renació muy pronto de sus cenizas como Cartago, sólo fue incendiada en parte,—en términos que los saguntinos volvieron a ser poderosos bajo la protección de los romanos, como consta positivamente en varios trabajos históricos. Precisamente la historia Romana menciona varias embajadas—así se las califica — dirigidas al Senado por los saguntinos durante la segunda guerra púnica, que ya hemos dicho tuvo su origen en la toma de Sagunto por los cartagineses; siendo de notar qué una de esas embajadas tuvo por objeto entregar al mismo Senado Romano los oficiales púnicos que recorrían toda la península Ibérica reclutando gente; y no sólo les hicieron prisioneros los saguntinos, sino que les tomaron todo el oro y plata que llevaban consigo y que ascendía a varios millones; todo ello lo enviaron a Roma, y el Senado, en recompensa de su adhesión, valor y desprendimiento, tan sólo les quiso recibir los prisioneros, haciendo a los saguntinos gracia y donación de las sumas. Verdad es que a la sazón Annibal marchaba de Italia apresuradamente para defender su propio país de los ataques del segundo Escipión llamado africano; pero esa misma circunstancia demuestra lo pronto que se había levantado Sagunto de su gloriosa caída.

No es de omitir aquí, aunque nada tenga que ver esto con la toma de Cartago, que en el mismo año—146 antes de nuestra Era—sucumbió otra famosa potencia, la parte de Grecia que aún se mantenía independiente. Corinto sostuvo heroicamente un largo sitio; pero entonces fue casi enteramente destruido, como Cartago, y como antes lo había sido Sagunto. La Grecia fue reducida a provincia romana; pero aquella ciudad española y su territorio tuvieron la suerte de conservar por algún tiempo su independencia. Escipión y Mummio triunfaron casi a la vez, el uno de los restos del poderío cartaginés, y el otro de la mitad de la Grecia, cuyo último baluarte fue la ciudadela corintia.

Antes de hablar de la suerte o destino ulterior de Cartago, debemos dedicar unas cuantas palabras a su antigua constitución política.
  
El Senado cartaginés era muy numeroso; pero no se reunía sino en las grandes ocasiones. De ordinario llevaba el gobierno de la república un cuerpo compuesto de cien miembros o individuos, presidido por uno de los dos sufetes o cónsules, que algunos autores llaman reyes, aunque a nuestro entender con alguna impropiedad. Sin embargo,estos dos altos funcionarios no estaban obligados, como lo estaban los cónsules romanos, a mandar constantemente los ejércitos; rara vez se les veía al frente o cabeza de estos.

Aunque faltan noticias bastantes para formar un juicio exacto del sistema de gobierno de aquella famosa república, es indudable que rivalizó bajo muchos conceptos con el de Roma; solo así se explica el gran desarrollo y poder de la nación púnica, que avasalló no solamente las demás colonias fenicias establecidos en África, sino también una considerable parte del mismo Continente. Sin duda iba a  ser en África lo que en Europa llegó a ser la nación latina, y de ahí nació su mutua rivalidad y envidia. Es cosa remarcable que un hombre tan probo y grave o severo como Catón el censor, acostumbrara añadir a su dictamen sobre cualquier asunto, su conocida e inexorable frase Delenda Cartago; siempre que daba su voto en el Senado, creía necesario o conveniente concluir diciendo: Opino, además, que Cartago debe ser demolida.

Es verdad, por otra parte, que uno de los Escipiones, venerable anciano que también había sido Censor, contradecía con frecuencia ese parecer de su antiguo colega; pero la mayoría se inclinaba a la solución catoniana, tal vez influida por las noticias exageradas que corrían del odio de los púnicos contra los romanos, y juramento que se decía hecho por Annibal y por otros jefes, de acabar con la nación latina. Plutarco, en su Vida de Catón, refiero largamente las disputas entre aquellos dos famosos senadores, llamados ambos los hombres más probos y virtuosos de la República.

Es verdad también que la ciudad de Cartago era quizás entonces la primera del mundo, y lo mismo su puerto. Tan solo Siracusa, capital de la Sicilia, podía comparársele. Sus innumerables calles y edificios de cinco y seis pisos o plantas, sus templos, sus muelles, sus plazas, sus almacenes o depósitos de mercancías, sus arsenales y astilleros eran la admiración y envidia de los romanos, que en vano querían hacer del puerto de Ostia—situado a la desembocadura del Tíber,—de algunos otros de Italia, unos centros mercantiles y navieros comparables a Siracusa y Cartago (1)

Y como no podían o les era sumamente difícil hacer tal cosa, juzgaron más sencillo apoderarse de una y otra ciudad, como se habían apoderado y siguieron haciéndolo de todo o casi todo el mundo conocido.

                                                                                           R. GARCÍA-RAMOS.

(Concluirá)

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