martes, 14 de octubre de 2014

MEDITACIÓN (I)

             (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 17 de noviembre de 1898)
                      Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC

A principios del año 1857 me hallaba en Marsella, próximo a regresar a Canarias de haber efectuado uno de mis viajes por Europa viaje o paseo de dos años que llamaría Sterne viaje sentimental, si yo fuera del numero de los adoradores de aquel humorista inglés.

Casualmente llegó al hotel en donde me alojaba, una familia española que retornaba de Italia, y que me habló con entusiasmo de las ruinas de Pompeya. Es imperdonable me decía una señora española, hallarse en Nápoles, y no visitar aquellas famosas ruinas, restos de un pueblo que puede decirse que ya no existe, tal es la mezcolanza de gente diversa que forma el pueblo italiano actual.

  Es cierto -la contesté- y me parece exacta esa observación; pero no solamente hoy no existe raza latina, sino que tampoco existía en aquellos tiempos en que florecieron Pompeya y Herculano y otras ciudades, a menos que quiera llamarse así a todo pueblo que hable el idioma latino o sus derivados; en tal caso llamaremos raza francesa   por ejemplo a los negros de Senegal, por que hablan francés  o un dialecto semejante a la lengua francesa. El pueblo romano o italiano antiguo era otra mezcolanza de gente diversa, en la cual con mucho trabajo y mucho tiempo se unificó el idioma, fundiéndose los dialectos griegos -había cinco o seis en la Grecia misma- con los de Italia, y en particular con los llamados óseos, etruscos, latinos, samnitas, galos y otros muchos. En el mediodía de Italia predominaron los griegos, y aquel país fue llamado la gran Grecia, por las muchísimas colonias griegas que allí se establecieron.
  
Mi interlocutora, que era persona erudita -cosa no muy común en nuestras damas- convino conmigo en esto que antecede, y observó que casi todas las inscripciones que había visto en las paredes o muros de Pompeya no eran latinas, sino oscas o etruscas, imposibles de traducir aun para las personas que poseen el idioma latino; y sin embargo -añadió- la ciudad pasaba casi por griega, como Nápoles -la antigua Parthenope-Sibaris, Tárenlo y en general todas las de la Italia meridional.
La antedicha familia española permaneció pocos días en Marsella; pero yo quedé allí algunos más, dudando si me volvería directamente a Canarias, o si pasaría antes a Italia para ver ipsimis  oculis  lo más notable que aquel hermoso país contiene o encierra. Temía en parte una desilusión, o mejor dicho, temía no ver en Italia otra cosa sino las ruinas del pasado, si que estas me dieran lugar a mirar lo presente, tales y tan grandes son los recuerdos que despierta en todo viajero el país que dominó en otro tiempo al mundo entero. Me acordaba de la frase de Lamartine: No veo en Italia sino polvo de héroes, frase en realidad algo exagerada, y que dicho sea de paso, lastimó no poco el pundonor de los italianos; el genial napolitano Pepé la tomó tan a mal, que resultó un duelo, del cual salió herido el pobre Alfonso, más poeta y filósofo que duelista.

Y sin embargo, inevitablemente aquella frase vibra todavía en nuestros oídos, por más que reconozcamos lo que tiene de hiperbólica.

 No quise entonces ver la Italia, pensando que me sería muy fácil hacerlo en otra ocasión, y sin embargo, esa ocasión no ha llegado, pero anoche de mi diálogo con la compatriota, estaba soñando con ésta y con el país que la misma había visto, sueño del cual recuerdo algunas particularidades que voy a referir.

 La imaginación me había trasladado a los buenos tiempos de la república y del imperio Romano, y me hacía entrar en Italia, precisamente por Nápoles -entonces Neapolis o la ciudad nueva,-  tal vez por haberme hablado tanto de ella la señora española, ciudad que en efecto ha sido muy célebre y alcanzó hasta en el siglo pasado una población casi igual a la de París. Entraba en Italia, repito, por aquella ciudad, con el objeto de atravesar la península en toda su longitud y visitar a Roma, hablando sin saber como en latín con la misma facilidad que el castellano, y vestido con traje romano; en suma, convertido en un hijo del Lacio, que no conoce todavía su propio país, a causa de haberse separado, de él desde muy niño.

Aquella civilización me impresionó grandemente, a pesar de que yo, en mi calidad de romano de circunstancias, tenía ya o debía tener idea de ella; me sucedió lo que tantas veces sucede en sueño, esto es, que parecen compatibles hasta las cosas más incompatibles y homogéneas las más heterogéneas; yo me figuraba ser romano y conocer el país, a pesar de lo cual no cesaba de hacer comparaciones entre aquella civilización y la nuestra del siglo XIX de la Era Cristiana.

Asistí a un banquete suntuoso, en que lleno de luces y adornos el inmenso comedor o salón, despedía su techo una finísima lluvia de aramas variados a intervalos al gusto de los comensales -mejor dicho, al gusto o capricho de las comensalas - lluvia que naturalmente se evaporaba antes que tocar el suelo. Esto era cosa muy vista y usada en los festines de Roma y del Oriente; hasta en Egipto no fueron menos suntuosos y brillantes los que daban Cleopatra y otros soberanos. Por eso, poco me fijé en ello, ni en las pinturas y esculturas o relieves, del mismo techo, que representaba una reunión o más bien banquete de los dioses en el Olimpo. Me fijé mucho más en los lechos de los comensales, cubiertos de púrpura y oro lo mismo que los almohadones en que aquellos apoyaban la espalda; y me fijaba en ello por que a pesar de saber cual era la costumbre romana, tenía mis resabios de hombre de nuestro siglo XIX, me parecía más cómodo comer sentado; pero pronto salí de mi error y conocí por experiencia que nada era más cómodo que descansar la espalda en aquellos cojines de seda, y hablar o conversar y comer alternativamente, variando cada cual de posición, según su gusto, y no sujeto o como si dijéramos prensado en una silla o sillón. El modo de servir la comida me agradó también, nadie se molestaba ni necesitaba tomar cosa alguna de sobre la mesa; a la menor indicación, las hermosas jóvenes que en torno de aquella circulaban, servían lo que se pedía. No me cansaba de mirar todo aquello, y a la vez me acordaba de nuestros banquetes modernos, nuestros adelantos en las ciencias y las artes, y me preguntaba si a pesar de los mismos adelantos, sabíamos vivir tan bien como vivieron los hombres de otras épocas. ¿Estamos hoy más civilizados que entonces? Tales preguntas me hacía, y no sabía que contestar, máxime que recordaba las habitaciones de cristal bajo el agua, en que evitaban los grandes calores, muchos de entre los romanos, y otros refinamientos de comodidad, o si se quiere de molicie, que son bien conocidos de todo el que ha estudiado la historia del pueblo rey. 

 Después de visitar a Nápoles, quería proseguir mi viaje hacia Roma; pero ¿cómo abandonar el mediodía sin ver otras ciudades de origen griego, tales como Pompeya, Sorrento, Bayas y Poestum, aquella voluptuosa hija de la Grecia, cuyos rosales que florecían dos veces al año en una atmósfera letal para la virginidad -según afirmaban los poetas- formaban uno de los más deliciosos jardines del mundo? ¿Cómo no visitar a Síbarís, donde las mismas rosas inquietaban el sueño de los habitantes, cuando alguna quedaba inadvertidamente dentro de su lecho? ¿Cómo no entrar en Tarento, donde las doncellas se bañaban con toda su deslumbradora desnudez, en las apacibles aguas de su puerto, y por las noches ¿solían ebrias de amor, perecer en aquellas mismas aguas? Elle est  au sein des ftots, la Jeune tarentine, son beau corps a roulé sous la vague marine.

Así lo dice no se donde un poeta francés, y lo repite un libro titulado Noches de Roma.

(Concluirá)

                                                                                      ROSENDO GARCÍA-RAMOS

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