(Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 20 de enero de 1899)
Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC
Se ha dicho muchas veces que el viajero o tomista que
llega a París, no se queda o no debe quedarse sin pasar a Versalles; que el que
llega a Londres, no debe quedarse sin pasar a Windsor; El que llega a Nápoles
-antigua y populosa capital del reino de las Dos Sicilias- no debe prescindir
de hacer una visita a Herculano o a Pompeya; y el que llega a Bruselas
-bellísima capital de la
Bélgica- tampoco debe dejar de visitar el campo de Waterloo.
Todo eso lo he
visto, a excepción de lo respectivo al reino de las Dos Sicilias, porque no he
estado en Italia; tampoco he visto el Escorial, ni Cintra, que son como los
pendants de Madrid y Lisboa, aunque en ambas capitales he estado diferentes
veces.
También lo son de
la metrópoli de España los reales sitios de Aranjuez y San Ildefonso o la Granja ; pero como son de
nuestra nación, y esta hace algún tiempo está en Baja, casi nadie se
ocupa de ellos, a pesar de que no faltan viajeros que los crean iguales a
Versalles o Fontainebleau, si no superiores. Yo he pagado mi tributo a la
preocupación general, y, vergüenza me da decirlo, he cruzado en diferentes
sentidos aquellos jardines y palacios franceses, y todavía estoy sin visitar
los mencionados jardines y palacios españoles; ni siquiera he visto interiormente el gran
Hotel Taoro y el Jardín de
Aclimatación de la
Orotava. Lo peor es que eso mismo les pasa a otros muchos.
Hoy he tropezado
con algunos apuntes e impresiones recogidas sobre el campo de Waterloo, que
conservo entre otros papeles más o menos viejos, y por si acaso le sirvieren de
algo a mi distinguido amigo el Director del DÍARIO DE TENERIFE, voy a copiar
dichas impresiones, eliminando de ellas algunos detalles secundarios, y ampliando
otros que traté muy a la ligera en la época de mis viajes.
Cuando Napoleón fue
relegado a la isla de Elba, se decía que había muerto políticamente; pero
resucitó al poco tiempo, para morir políticamente en Waterloo. Tuve ocasión de
hablar largamente en aquel campo, y en el mismo pueblo o aldea de aquel nombre
–cuya iglesia contiene varios sepulcros monumentales de algunas victimas de la
batalla- con ancianos que, siendo niños, presenciaron la acción y de su boca
obtuve varios pormenores, que sabían más bien por haberlos oído referir a sus
padres, que por propia conciencia o conocimiento de los hechos de que fueron
testigos.
Todos convenían en que el ejército napoleónico
era numéricamente superior al de los aliados que combatió, y que si bien una buena
parte de aquél luchó lejos de Waterloo contra los prusianos, no era menos
cierto que esa parte retuvo a los prusianos en el Dyle y sus inmediaciones hasta la noche, siendo tan sólo unos
cuantos escuadrones de caballería de esta nación, los que llegaron al
obscurecer a Waterloo, cuando la batalla aquí estaba ya casi perdida para los
franceses.
El sálvese el
que pueda, me aseguraron salió de muchas bocas antes de la llegada de
aquellos escuadrones, y se extendió con la llegada de éstos, cuyo número no
podía apreciarse a causa d e l humo de la pólvora el polvo de la tierra y la
hora avanzada de la tarde. Aquellos ancianos me aseguraron que en Francia no
contaba ya Bonaparte –cuyo prestigio había caído- con muchos partidarios, y por
eso no pudo traer a Waterloo un ejército muy grande ni muy adicto a su causa. Los
belgas con quienes hablé atribuían a eso la derrota, y aseguraban que sin esa
poca o ninguna fe con que se batieron allí muchos franceses, la jornada hubiese
tenido otro éxito.
Al caer la tarde es
imponente el aspecto de aquel campo, donde tantas existencias fueron segadas en
flor, como generalmente sucede en todas las batallas; no puede prescindirse de
hacer muy tristes reflexiones sobre las luchas o rivalidades que se resuelven
por medio de las armas. Según nos parece un proceder bárbaro el antiguo y ya desde
mucho tiempo desusado de los Juicios de Dios, lo mismo o mucho peor debe parecemos estas otras soluciones de
las diferencias entre ;pueblo y pueblo, o entre nación y, nación. Los progresos
de la modernización tienden a hacer desaparecer también estas vastas hecatombes
o Juicios de Dios, que subsisten aún, entre naciones y pueblos. Abrigamos la
esperanza de que en el siglo XX,
siguiendo la civilización en aumento, como es de esperar, se consiga en
Europa suprimir las guerras por medio de arbitrajes, progreso solicitado desde
mucho tiempo hace, y que al cabo nuestros hijos o nuestros nietos tendrán
probablemente la suerte de verlo realizado. No solamente la guerra se evitaría
así, sino que se reducirían mucho los costosos ejércitos permanentes, se aliviarían
mucho los pueblos de las molestias consiguientes al servicio militar activo, y
se podrían dedicar a la agricultura y a la industria millares o millones de
brazos, que hoy permanecen quietos, cuando no se aprestan a luchar los unos
contra los otros en fratricidas contiendas, que al cabo hermanos son y deben
considerarse todos los hombres, sea cual fuere su procedencia o nacionalidad.
R. GARCÍA-RAMOS
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