viernes, 17 de octubre de 2014

WATERLOO

 

                (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 20 de enero de 1899)
                         Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC


Se ha dicho muchas veces que el viajero o tomista que llega a París, no se queda o no debe quedarse sin pasar a Versalles; que el que llega a Londres, no debe quedarse sin pasar a Windsor; El que llega a Nápoles -antigua y populosa capital del reino de las Dos Sicilias- no debe prescindir de hacer una visita a Herculano o a Pompeya; y el que llega a Bruselas -bellísima capital de la Bélgica- tampoco debe dejar de visitar el campo de Waterloo.

Todo eso lo he visto, a excepción de lo respectivo al reino de las Dos Sicilias, porque no he estado en Italia; tampoco he visto el Escorial, ni Cintra, que son como los pendants de Madrid y Lisboa, aunque en ambas capitales he estado diferentes veces.

 También lo son de la metrópoli de España los reales sitios de Aranjuez y San Ildefonso o la Granja; pero como son de nuestra nación, y esta hace algún tiempo está en Baja, casi nadie se ocupa de ellos, a pesar de que no faltan viajeros que los crean iguales a Versalles o Fontainebleau, si no superiores. Yo he pagado mi tributo a la preocupación general, y, vergüenza me da decirlo, he cruzado en diferentes sentidos aquellos jardines y palacios franceses, y todavía estoy sin visitar los mencionados jardines y palacios españoles; ni  siquiera he visto interiormente el gran Hotel  Taoro y el Jardín de Aclimatación de la Orotava. Lo peor es que eso mismo les pasa a otros muchos.

Hoy he tropezado con algunos apuntes e impresiones recogidas sobre el campo de Waterloo, que conservo entre otros papeles más o menos viejos, y por si acaso le sirvieren de algo a mi distinguido amigo el Director del DÍARIO DE TENERIFE, voy a copiar dichas impresiones, eliminando de ellas algunos detalles secundarios, y ampliando otros que traté muy a la ligera en la época de mis viajes.

Cuando Napoleón fue relegado a la isla de Elba, se decía que había muerto políticamente; pero resucitó al poco tiempo, para morir políticamente en Waterloo. Tuve ocasión de hablar largamente en aquel campo, y en el mismo pueblo o aldea de aquel nombre –cuya iglesia contiene varios sepulcros monumentales de algunas victimas de la batalla- con ancianos que, siendo niños, presenciaron la acción y de su boca obtuve varios pormenores, que sabían más bien por haberlos oído referir a sus padres, que por propia conciencia o conocimiento de los hechos de que fueron testigos.

 Todos convenían en que el ejército napoleónico era numéricamente superior al de los aliados que combatió, y que si bien una buena parte de aquél luchó lejos de Waterloo contra los prusianos, no era menos cierto que esa parte retuvo a los prusianos en el Dyle y sus inmediaciones hasta la noche, siendo tan sólo unos cuantos escuadrones de caballería de esta nación, los que llegaron al obscurecer a Waterloo, cuando la batalla aquí estaba ya casi perdida para los franceses.

 El sálvese el que pueda, me aseguraron salió de muchas bocas antes de la llegada de aquellos escuadrones, y se extendió con la llegada de éstos, cuyo número no podía apreciarse a causa d e l humo de la pólvora el polvo de la tierra y la hora avanzada de la tarde. Aquellos ancianos me aseguraron que en Francia no contaba ya Bonaparte –cuyo prestigio había caído- con muchos partidarios, y por eso no pudo traer a Waterloo un ejército muy grande ni muy adicto a su causa. Los belgas con quienes hablé atribuían a eso la derrota, y aseguraban que sin esa poca o ninguna fe con que se batieron allí muchos franceses, la jornada hubiese tenido otro éxito.
 Yo no quise ni pude profundizar  esas cuestiones, y me limité  a recorrer a caballo aquel campo, como lo hacían  al mismo tiempo otros visitantes según me aseguraron no pasaba casi un día sin viajeros que cruzaran en diversos sentidos aquellas llanuras. Digo llanuras, porque la famosa meseta de San Juan —donde fue lo más encarnizado del combate—y otras de las inmediaciones, no me parecieron ni siquiera colinas. Sembrado está aquel campo de monumentos funerarios, que visité, lo mismo que la colina artificial -que hay que subir a pie- levantada por los holandeses, que allí lucharon en unión de los ingleses, belgas y otros auxiliares que formaban el ejército mandado por el duque de Wellington.

Al caer la tarde es imponente el aspecto de aquel campo, donde tantas existencias fueron segadas en flor, como generalmente sucede en todas las batallas; no puede prescindirse de hacer muy tristes reflexiones sobre las luchas o rivalidades que se resuelven por medio de las armas. Según nos parece un proceder bárbaro el antiguo y ya desde mucho tiempo desusado de los Juicios de Dios, lo mismo o mucho peor debe parecemos estas otras soluciones de las diferencias entre ;pueblo y pueblo, o entre nación y, nación. Los progresos de la modernización tienden a hacer desaparecer también estas vastas hecatombes o Juicios de Dios, que subsisten aún, entre naciones y pueblos. Abrigamos la esperanza de que en el siglo XX, siguiendo la civilización en aumento, como es de esperar, se consiga en Europa suprimir las guerras por medio de arbitrajes, progreso solicitado desde mucho tiempo hace, y que al cabo nuestros hijos o nuestros nietos tendrán probablemente la suerte de verlo realizado. No solamente la guerra se evitaría así, sino que se reducirían mucho los costosos ejércitos permanentes, se aliviarían mucho los pueblos de las molestias consiguientes al servicio militar activo, y se podrían dedicar a la agricultura y a la industria millares o millones de brazos, que hoy permanecen quietos, cuando no se aprestan a luchar los unos contra los otros en fratricidas contiendas, que al cabo hermanos son y deben considerarse todos los hombres, sea cual fuere su procedencia o nacionalidad.

                                                                              R. GARCÍA-RAMOS




No hay comentarios:

Publicar un comentario