miércoles, 24 de septiembre de 2014


 EL CESARISMO EN ROMA (II)

                (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 17 de marzo de 1898)
                        Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC

(continuación)
 Mientras que en Italia proseguía dominando la facción de Mario, ya fallecido éste, Sila después de vencer repetidas veces a Mitrídates, le obligaba a solicitar la paz, y una vez concluido el tratado consiguiente, se puso en camino para Italia a la cabeza de su mermado ejército; pues además de la gente que había perdido en los combates, dejaba en Asia un grueso destacamento, a las órdenes de Murena su lugarteniente. Con el mismo Sila regresaba también un número considerable de Senadores y otros magistrados y personas notables, qué no habían querido o no habían podido permanecer en Italia durante la dictadura de Mario y sus secuaces.

Desde su llegada a Italia se encendió nuevamente la guerra civil, mal apagada; y entre los mas notables personajes que se declararon desde luego a favor del partido de Sila, se contó el gran Pompeyo, entonces bastante joven, pero que ya anunciaba lo que llegaría a ser algún día. En cuanto a Cesar, joven también, permaneció adicto al partido que aún dominaba, y del cual esperaba mayores ventajas para si propio, como que era sobrino carnal de la viuda de Mario y por consiguiente primo hermano del joven Mario, cónsul a la sazón. Además, Cesar estaba casado con una hija del finado cónsul Ciña, que había sido el primer hombre de aquella facción después del citado Mario el mayor. Entre las varias pruebas que existen de que muchos autores latinos de aquellos tiempos, o mas bien de los inmediatos siguientes, se mostraron parciales por adular a los Césares, o por temerles, hay una que vamos a exponer, advirtiendo de paso que otros varios autores que vinieron después, copiaron a sus predecesores, sin desconfianza, y de ello ha resultado robustecerse y pasar por verdades una porción de ficciones.

Los mismos autores convienen en que las fuerzas o tropas que Sila trajo a Italia, eran muy inferiores en número a las que se le oponían, y tanto, que no llegaban aquellas a la tercera parte de éstas. Pues bien, los dos cónsules romanos marcharon al encuentro de Sila y le atacaron, siendo batidos sucesivamente, y lo que es más extraño, pasándose a las banderas de aquel, casi sin combatir, la mayor parte de las tropas del cónsul Escipión y entregándole a éste. Sila compadeció la desgracia de aquel jefe y no quiso retenerle prisionero; le devolvió generosamente la libertad, lo cual no impidió que el mismo Escipión se pusiera nuevamente a la cabeza de otras tropas contra el mismo a quien debía él verse libre. Otra circunstancia rarísima se ofreció, y fue que los mismos pueblos italianos que recientemente habían obtenido la ciudadanía romana, no quisieron combatir contra Sila, o lo hicieron tan flojamente, que los cónsules les pidieron rehenes que sirvieran de garantía de su fidelidad.

Los diferentes cónsules que fueron nombrados sucesivamente, tenían a su disposición todas las fuerzas de la República, y sin embargo, no pudieron impedir la marcha victoriosa de Sila y de, sus, dos principales lugartenientes Pompeyo y Craso, a los cuales se unieren luego Mételo y varios otros personajes. Es denotar que ninguno de estos que acabamos de citar fue de los que habían hecho la guerra en Asia con aquel jefe, sino de los que se le unieron en Italia.

 No es nuestro propósito referir aquí los sucesos que tuvieron lugar durante la dictadura de Sila, el cual voluntariamente y hasta contra el deseo de una buena parte de la nación, renunció tan elevado cargo, a los dos años de haberlo obtenido; renunciando también a toda otra magistratura durante el resto de su vida.

Tampoco nos proponemos ahora hacer la historia de los acontecimientos que siguieron, hasta la elevación de Julio Cesar al consulado; pero someramente haremos algunas reflexiones y aduciremos algunos datos que basten a dar idea de la marcha de los sucesos y carácter de aquella sociedad y nación romana, bajo el gobierno de os sucesores de Sila.

 Ya por esos tiempos se iba desarrollando entre los italianos una inconsiderada ambición; poco les importaba que se encendiera la guerra civil (y de consiguiente se hundiera la nación), con tal de que cada cual mandara y enriqueciera. Verdad es que eso mismo se ha visto y verá casi siempre en todas partes, salvo en épocas felices, durante las cuales la emulación que se desarrolla es de desinterés y patriotismo verdadero. Durante esas épocas o períodos, las naciones se levantan y enaltecen, según decaen y se disipan cuando la emulación es la otra contraria.

 Varios de los cónsules posteriores a Sila (aun en vida de éste) tuvieron verdaderos pujos de dictadura e hicieron su respectiva comedia, y aun drama, para ver de alcanzar el desenlace apetecido; pero fueron mantenidos a raya por sus colegas y por el Senado. Por supuesto que esos aspirantes a dictadores entonaban el refrán de siempre, aquella cantinela tan conocida en que se habla de patria oprimida, libertad seducida, atropellada y por último violada o estuprada, con otros excesos; pero un perdone por Dios ahora solía ser la contestación que les daba la nación.

Ya hemos insinuado que la principal causa de la decadencia de la nación Romana consistió en la relajación, de sus costumbres, o mas propiamente dicho, en su inmoralidad. En los tiempos antiguos el amor de la patria estaba sobre todo, rayaba muy alto; y a este verdadero patriotismo acompañaba casi siempre la benevolencia para con los pueblos vencidos, a los que se trataba con benignidad, se les hacía justicia, y no se les oprimía. Es mas, los romanos procuraban anexionarse a esos mismos pueblos, dándoles casi los mismos derechos de la ciudadanía romana, a fin de formar un mismo cuerpo de nación, y por último dándoles la ciudadanía. Antes de la guerra social, ya habían obtenido en plena paz y sin violencia alguna ese derecho colectivo y amplísimo una porción de villas o ciudades aliadas de Roma, o sometidas anteriormente por esta nación.

Pero ya por los tiempos de que veníamos tratando, las costumbres habían variado mucho, y a los vencidos o simplemente a los pueblos de las provincias se les tiranizaba y explotaba de una manera más o menos escandalosa. El famoso proceso contra Verres es una buena prueba, entre muchas otras, de la verdad de lo que decimos; y desde los tiempos de la guerra contra Jugurta, rey de Mauritania, y aun anteriores, la justicia se vendía en Roma, como el mismo Jugurta lo declaraba y lo declaraban otros muchos.  Ya puede comprenderse que una nación que procede de ese modo, marcha hacia el despotismo, o lo que es igual, hacia el gobierno propio de todos los pueblos bárbaros; y que cuando empieza vendiendo la justicia, suele acabar vendiéndose a sí propia. En los comicios se vendían ya por este tiempo los votos como otro valor cualquiera declarado. Cuando un ambicioso deseaba un cargo cualquiera, estaba casi seguro de obtenerle si pagaba bien; y si aspiraba a un alto cargo lo hacía general o principalmente con el propósito de acabar por saquear una provincia. Para ello invertía todo su capital en la compra de votos, y si estos que obtenía le parecían insuficientes, tomaba a crecido rédito sumas enormes para cumplir otros. Si conseguía el cargo, al pasar más tarde a la provincia que le tocaba en suerte, llevaba consigo el séquito de sus acreedores, y todos saciaban su avidez a costa de los pueblos. La ley disponía que los cónsules y los pretores romanos, al cumplir el tiempo de su magistratura, pasaran al respectivo gobierno de las provincias, resolución acertada, pero de la cual se aprovechaban los interesados para hacer un escandaloso negocio.

Cesar hizo repetidas gestiones para obtener la pretura, y por último en el año 690 de la fundación de Roma (62 antes de J . C.) pudo digámosle así comprar uno de los varios cargos de pretor (había varios a la vez) Poco tiempo después compró el de Pontífice Máximo, a pesar de estar pública y fundadamente reputado por uno de los mayores libertinos de Italia. Estos cargos le parecieron con razón un excelente camino para llegar al consulado; pero es preciso hacerle justicia, prefería el consulado a un gobierno de provincia (las provincias entonces eran reinos enteros, por decirlo así), si bien no se negaba a utilizar la provincia para allegar recursos con que pagar los gastos que el otro  cargo había de ocasionarle, para lograr su obtención.

 Puede comprenderse fácilmente que en el estado de la sociedad romana de aquel tiempo, donde luchaban tantos intereses encontrados, la acusación y la calumnia recíproca estaban a la orden del día, Se hace enojosa la lectura de la historia Romana de esa época, por que casi se reduce a miserables intrigas, sobornos, falsedades y otros actos indecorosos, se ve en esa historia una serie de acusaciones ora fundadas ora infundadas o falsas, y una consiguiente serie de intrigas para absolver o para condenar.| En general las absoluciones se compraban, o se obtenían a viva fuerza por medio de motines, pagados al sin fin de vagos y gente perdida que abundaba en la ciudad eterna; y en este último casó la intriga consistía principalmente en conseguir que la fuerza pública ósea las tropas, no intervinieran.

 Algunos hombres de probidad, como Catón, Cicerón, etc., si querían servir a la República, se veían acusados falsamente por los miserables que querían separarles de todo cargo público, con el objeto de ocuparle y explotarle ellos, o por lo menos, para evitar que tan honrados e incorruptibles ciudadanos tomaran parte en el gobierno, pues no hallarían en ellos apoyo para sus infamias, y hasta serían castigados, sin que les valiera soborno alguno. Es cosa un tanto, incomprensible que aquellos y algunos otros buenos patriotas pudieran en aquellos tiempos obtener y desempeñar cargo público alguno.
 Unos cuantos magistrados íntegros, y el indomable valor y pericia del ejército, que por todas partes continuaba victorioso, era lo que mantenía el prestigio de Roma. |

Pero si bien el cuadro que esa gran república ofrecía en aquella época, era y es bastante repugnante, no por ello debe culpársele demasiado. Las otras naciones entonces y después o antes, ofrecían mayor barbarie; y hasta la Grecia, a pesar de su antigua y superior renombrada civilización, era presa de las más ruines y bajas pasiones, las que ya hacía bastante tiempo la tenían destrozada, humillada y casi envilecida.

                                                                                                                 

                                                                                      R. GARCÍA-RAMOS


(continuará)

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