EL CESARISMO EN ROMA (II)
(Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 17 de marzo de 1898)
Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC
(continuación)
Mientras que en
Italia proseguía dominando la facción de Mario, ya fallecido éste, Sila después
de vencer repetidas veces a Mitrídates, le obligaba a solicitar la paz, y una
vez concluido el tratado consiguiente, se puso en camino para Italia a la
cabeza de su mermado ejército; pues además de la gente que había perdido en los
combates, dejaba en Asia un grueso destacamento, a las órdenes de Murena su
lugarteniente. Con el mismo Sila regresaba también un número considerable de Senadores
y otros magistrados y personas notables, qué no habían querido o no habían
podido permanecer en Italia durante la dictadura de Mario y sus secuaces.
Desde su llegada a
Italia se encendió nuevamente la guerra civil, mal apagada; y entre los mas
notables personajes que se declararon desde luego a favor del partido de Sila,
se contó el gran Pompeyo, entonces bastante joven, pero que ya anunciaba lo que
llegaría a ser algún día. En cuanto a Cesar, joven también, permaneció adicto
al partido que aún dominaba, y del cual esperaba mayores ventajas para si propio,
como que era sobrino carnal de la viuda de Mario y por consiguiente primo
hermano del joven Mario, cónsul a la sazón. Además, Cesar estaba casado con una
hija del finado cónsul Ciña, que había sido el primer hombre de aquella facción
después del citado Mario el mayor. Entre las varias pruebas que existen de que
muchos autores latinos de aquellos tiempos, o mas bien de los inmediatos
siguientes, se mostraron parciales por adular a los Césares, o por temerles,
hay una que vamos a exponer, advirtiendo de paso que otros varios autores que
vinieron después, copiaron a sus predecesores, sin desconfianza, y de ello ha
resultado robustecerse y pasar por verdades una porción de ficciones.
Los mismos autores
convienen en que las fuerzas o tropas que Sila trajo a Italia, eran muy
inferiores en número a las que se le oponían, y tanto, que no llegaban aquellas
a la tercera parte de éstas. Pues bien, los dos cónsules romanos marcharon al
encuentro de Sila y le atacaron, siendo batidos sucesivamente, y lo que es más extraño,
pasándose a las banderas de aquel, casi sin combatir, la mayor parte de las
tropas del cónsul Escipión y entregándole a éste. Sila compadeció la desgracia
de aquel jefe y no quiso retenerle prisionero; le devolvió generosamente la
libertad, lo cual no impidió que el mismo Escipión se pusiera nuevamente a la cabeza
de otras tropas contra el mismo a quien debía él verse libre. Otra
circunstancia rarísima se ofreció, y fue que los mismos pueblos italianos que recientemente
habían obtenido la ciudadanía romana, no quisieron combatir contra Sila, o lo
hicieron tan flojamente, que los cónsules les pidieron rehenes que sirvieran de
garantía de su fidelidad.
Los diferentes
cónsules que fueron nombrados sucesivamente, tenían a su disposición todas las
fuerzas de la República ,
y sin embargo, no pudieron impedir la marcha victoriosa de Sila y de, sus,
dos principales lugartenientes Pompeyo y Craso, a los cuales se unieren luego
Mételo y varios otros personajes. Es denotar que ninguno de estos que acabamos
de citar fue de los que habían hecho la guerra en Asia con aquel jefe, sino de
los que se le unieron en Italia.
No es nuestro
propósito referir aquí los sucesos que tuvieron lugar durante la dictadura de
Sila, el cual voluntariamente y hasta contra el deseo de una buena parte de la
nación, renunció tan elevado cargo, a los dos años de haberlo obtenido;
renunciando también a toda otra magistratura durante el resto de su vida.
Tampoco nos proponemos ahora hacer la historia de los acontecimientos que siguieron, hasta la elevación de Julio Cesar al consulado; pero someramente haremos algunas reflexiones y aduciremos algunos datos que basten a dar idea de la marcha de los sucesos y carácter de aquella sociedad y nación romana, bajo el gobierno de os sucesores de Sila.
Ya por esos tiempos
se iba desarrollando entre los italianos una inconsiderada ambición; poco les
importaba que se encendiera la guerra civil (y de consiguiente se hundiera la
nación), con tal de que cada cual mandara y enriqueciera. Verdad es que eso
mismo se ha visto y verá casi siempre en todas partes, salvo en épocas felices,
durante las cuales la emulación que se desarrolla es de desinterés y
patriotismo verdadero. Durante esas épocas o períodos, las naciones se levantan
y enaltecen, según decaen y se disipan cuando la emulación es la otra
contraria.
Varios de los
cónsules posteriores a Sila (aun en vida de éste) tuvieron verdaderos pujos de
dictadura e hicieron su respectiva comedia, y aun drama, para ver de alcanzar
el desenlace apetecido; pero fueron mantenidos a raya por sus colegas y por el
Senado. Por supuesto que esos aspirantes a dictadores entonaban el refrán de
siempre, aquella cantinela tan conocida en que se habla de patria oprimida,
libertad seducida, atropellada y por último violada o estuprada, con otros
excesos; pero un perdone por Dios ahora solía ser la contestación que les daba
la nación.
Ya hemos insinuado que la principal causa de la decadencia
de la nación Romana consistió en la relajación, de sus costumbres, o mas
propiamente dicho, en su inmoralidad. En los tiempos antiguos el amor de la
patria estaba sobre todo, rayaba muy alto; y a este verdadero patriotismo
acompañaba casi siempre la benevolencia para con los pueblos vencidos, a los
que se trataba con benignidad, se les hacía justicia, y no se les oprimía. Es
mas, los romanos procuraban anexionarse a esos mismos pueblos, dándoles casi
los mismos derechos de la ciudadanía romana, a fin de formar un mismo cuerpo de
nación, y por último dándoles la ciudadanía. Antes de la guerra social, ya
habían obtenido en plena paz y sin violencia alguna ese derecho colectivo y
amplísimo una porción de villas o ciudades aliadas de Roma, o sometidas
anteriormente por esta nación.
Pero ya por los
tiempos de que veníamos tratando, las costumbres habían variado mucho, y a los
vencidos o simplemente a los pueblos de las provincias se les tiranizaba y
explotaba de una manera más o menos escandalosa. El famoso proceso contra Verres
es una buena prueba, entre muchas otras, de la verdad de lo que decimos; y
desde los tiempos de la guerra contra Jugurta, rey de Mauritania, y aun
anteriores, la justicia se vendía en Roma, como el mismo Jugurta lo declaraba y
lo declaraban otros muchos. Ya puede
comprenderse que una nación que procede de ese modo, marcha hacia el
despotismo, o lo que es igual, hacia el gobierno propio de todos los pueblos
bárbaros; y que cuando empieza vendiendo la justicia, suele acabar vendiéndose a
sí propia. En los comicios se vendían ya por este tiempo los votos como otro
valor cualquiera declarado. Cuando un ambicioso deseaba un cargo cualquiera,
estaba casi seguro de obtenerle si pagaba bien; y si aspiraba a un alto cargo
lo hacía general o principalmente con el propósito de acabar por saquear una
provincia. Para ello invertía todo su capital en la compra de votos, y si estos
que obtenía le parecían insuficientes, tomaba a crecido rédito sumas enormes
para cumplir otros. Si conseguía el cargo, al pasar más tarde a la provincia
que le tocaba en suerte, llevaba consigo el séquito de sus acreedores, y todos
saciaban su avidez a costa de los pueblos. La ley disponía que los cónsules y
los pretores romanos, al cumplir el tiempo de su magistratura, pasaran al
respectivo gobierno de las provincias, resolución acertada, pero de la cual se
aprovechaban los interesados para hacer un escandaloso negocio.
Cesar hizo
repetidas gestiones para obtener la pretura, y por último en el año 690 de la
fundación de Roma (62 antes de J . C.) pudo digámosle así comprar uno de los
varios cargos de pretor (había varios a la vez) Poco tiempo después
compró el de Pontífice Máximo, a pesar de estar pública y fundadamente reputado
por uno de los mayores libertinos de Italia. Estos cargos le parecieron con
razón un excelente camino para llegar al consulado; pero es preciso hacerle
justicia, prefería el consulado a un gobierno de provincia (las provincias
entonces eran reinos enteros, por decirlo así), si bien no se negaba a utilizar
la provincia para allegar recursos con que pagar los gastos que el otro cargo había de ocasionarle, para lograr su
obtención.
Puede comprenderse fácilmente
que en el estado de la sociedad romana de aquel tiempo, donde luchaban tantos
intereses encontrados, la acusación y la calumnia recíproca estaban a la orden
del día, Se hace enojosa la lectura de la historia Romana de esa época, por que
casi se reduce a miserables intrigas, sobornos, falsedades y otros actos
indecorosos, se ve en esa historia una serie de acusaciones ora fundadas ora
infundadas o falsas, y una consiguiente serie de intrigas para absolver o para
condenar.| En general las absoluciones se compraban, o se obtenían a viva
fuerza por medio de motines, pagados al sin fin de vagos y gente perdida que
abundaba en la ciudad eterna; y en este último casó la intriga consistía
principalmente en conseguir que la fuerza pública ósea las tropas, no
intervinieran.
Algunos hombres de
probidad, como Catón, Cicerón, etc., si querían servir a la República , se veían
acusados falsamente por los miserables que querían separarles de todo cargo
público, con el objeto de ocuparle y explotarle ellos, o por lo menos, para
evitar que tan honrados e incorruptibles ciudadanos tomaran parte en el
gobierno, pues no hallarían en ellos apoyo para sus infamias, y hasta serían
castigados, sin que les valiera soborno alguno. Es cosa un tanto, incomprensible
que aquellos y algunos otros buenos patriotas pudieran en aquellos tiempos
obtener y desempeñar cargo público alguno.
Unos cuantos magistrados
íntegros, y el indomable valor y pericia del ejército, que por todas partes
continuaba victorioso, era lo que mantenía el prestigio de Roma. |
Pero si bien el
cuadro que esa gran república ofrecía en aquella época, era y es bastante
repugnante, no por ello debe culpársele demasiado. Las otras naciones entonces
y después o antes, ofrecían mayor barbarie; y hasta la Grecia , a pesar de su
antigua y superior renombrada civilización, era presa de las más ruines y bajas
pasiones, las que ya hacía bastante tiempo la tenían destrozada, humillada y
casi envilecida.
R. GARCÍA-RAMOS
(continuará)
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