jueves, 25 de septiembre de 2014

  EL CESARISMO EN ROMA (III)

                  (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 23 de marzo de 1898)

(Continuación)
 Decíamos anteriormente que el ejemplo de Mario fue contagioso, por que viendo otros personajes de aquel tiempo la facilidad con que se llegaba a una especie de dictadura a favor de las revueltas políticas, empezaron a revolver a su vez… Entre ellos el primero y más distinguido fue el cónsul Lépido, que aun aguardó a que Sila falleciese para levantar una facción; pero fue vencido y desapareció de la escena. Luego vino Catilina solicitando a gritos el consulado, repetidas veces por que ya había sido pretor, y ofrecía todo lo que Lépido había ofrecido y mucho más, si llegaba a coger la sartén por el mango; pero fracasó en lo del consulado, y entonces tomó otro camino para ver de atrapar la dictadura. Otro personaje le secundó, llamado Léntulo, y además Malio, reuniendo entre todos un fuerte ejército que dio bastante que hacer a los cónsules. A duras penas se les pudo derrotar, y también desaparecieron de la escena. Antes o después de ellos hizo Cesar su primer ensayo, y trató de sublevar a los pueblos de la Lombardía. y marchar al frente de ellos contra Roma; pero fracasó igualmente, porque su hora todavía no había llegado.
Marco Emilio Lépido
Lucio Sergio Catilina
Cayo Mario el joven





 Sin embargo, muertos ya Lépido, Mario el joven, Cetego, Léntu o, Malio, Ciña el joven, Carbón y otros varios jefes, quedó Cesar haciendo la primera figura de su partido, y entonces fue cuando transigió con sus contrarios, y propuso unirse a ellos para el bien común (según decía) y para llegar más pronto al consulado. Las dos primeras figuras de Roma entonces eran Pompeyo y Craso, y a ellas se unió Cesar formando lo que se ha llamado el primer triunvirato. Había además un cierto Clodio, que había sustituido a Catilina (ya muerto también) en la jefatura del bando más revoltoso; pero Cesar tenía bastante talento o buen sentido para no unirse con semejante hombre.


Cneo Pompeyo
Marco Licinio Craso



 Y sin embargo, Catilina y Clodio eran miembros de la más alta y más antigua nobleza romana, que no pudiendo figurar en primera fila, tomaron la resolución de acaudillar la muchedumbre. Es decir, que el desecho de la clase alta se puso a la cabeza del desecho de la baja, o sea de la gente más torpe e ignorante; todos los criminales y gente perdida de Roma y de sus cercanías, formaban el núcleo y el nervio del bando de Catilina; y Clodio envidio tal jefatura, considerándose como un grande hombre cuando logró a su vez acaudillar a la misma gente.

 Por fin obtuvo Cesar el consulado, que tanto anhelaba, y le obtuvo como él mismo esperaba con el poderoso auxilio de Pompeyo y de Craso (que pasaba por ser el hombre más acaudalado o más rico de toda la República). Este nuevo y alto cargo conseguido por Cesar, estrechó más su alianza con aquellos dos magnates, y estrechó a la vez los lazos del triunvirato; siendo por decirlo así omnímodos la voluntad y poder de aquellos tres hombres, aunque sus caracteres no eran del todo iguales. Pompeyo quería su propio engrandecimiento y casi lo mismo el de la República; pero Craso y Cesar preferían mucho el suyo propio, con esta diferencia, que el uno nada veía mejor que la opulencia y la vida cómoda y regalada, mientras que el otro cifraba su ambición en el mando supremo.

Durante su consulado, Cesar concertó el matrimonio de su hija con Pompeyo, y el mismo casó con Calpurnia, habiéndose divorciado hacía tiempo de su primera esposa. También hizo que se le señalara por futuro gobierno el de las Galias y la Lliria. Le sustituyeron en el consulado Calpurnio Pisón y Aulo Gabinio, y partió en seguida para su gobierno de las dos provincias. Algún tiempo después el triunviro Licinio Craso, envidiando la gloria que Cesar se había adquirido por sus conquistas en las Galias y en la Gran Bretaña, ensayo también a conquistador; pero se las hubo con los Partos, nación poderosísima y rival de Roma, y fracasó en su empresa, que le costó la vida.

 Quedó pues disuelto el triunvirato, que había mantenido en cierto modo el equilibrio y la paz en la república; pero aún se conservó por algún tiempo la concordia entre los dos sobrevivientes, o sea entre suegro y yerno. Pero esta concordia había de durar muy poco para el bien de la nación, siendo el comienzo de su ruptura el prematuro fallecimiento de Julia la esposa de Pompeyo. Sin embargo, si la ambición de Cesar no hubiera sido tan desmedida, muy poco hubiera significado para la tranquilidad pública la muerte de Julia ni la ruptura del triunvirato; menos aún hubieran influido esos sucesos para la pérdida de la libertad, si los romanos o italianos hubieran sido entonces más amantes de esta.

¡Oh homines ad servitudinem paratos! dijeron con razón varios romanos, y lo mismo han dicho otros italianos y una multitud de personas de todos los países Ya por aquel tiempo los pueblos de Italia se iban disponiendo por si mismos a sufrir la servidumbre; y acaso por ello se decidieran Cesar y aun Pompeyo a hacer lo posible por conservar el mando y aun perpetuarse en el mismo. Una grave enfermedad que el segundo de dichos dos jefes experimentó, y de la cual logró restablecerse, bastó para que en toda Italia se dedicaran acciones de gracias a los dioses, se llenaran de gente los templos, y se hicieran otros extremos, y cuando aquel magnate regresó de Nápoles, donde pasó su enfermedad, todo el camino hasta Roma fue llevado como en triunfo, y las gentes hacían lo que veían hacer, y se excedían unas a otras. Era ya aquello la superstición de los que adoran en fetiches, y poco faltó para que creyeran que era Júpiter que pasaba, o todavía algo más que Júpiter. En Roma no faltó sino colocarle en el principal templo y adorarle. Verdad es que toda aquella chusma le hubiera apedreado, si la corriente hubiera venido o se hubiera iniciado por ahí. Dicen los historiadores romanos que jamás se había visto una ovación semejante, y que al saberse esto en el resto de Italia, comenzó por toda ella otra contradanza igual. Todos querían adular a cual más, y el mismo Pompeyo quedó sorprendido, y sin saber si él era un dios o aquella gente una turba de idiotas.

 Y no vaya a creerse que esa adulación hacia dicho general y procónsul (lo era a la sazón) partía solamente del pueblo más humilde o más pobre; casi todos o sea ricos y pobres incurrían en igual bajeza y merecieron igual censura. Lo mismo a poco más o menos hicieron después con César, y lo hubieran hecho con el moro Muza, si éste viviera entonces y hubiera hecho un principal papel o tenido un alto mando.

No vamos aquí a entrar en detalles sobre la guerra civil que comenzó poco después y que es conocida de toda persona medianamente ilustrada. La pasaremos por algo y reanudaremos el relato después de la muerte de Pompeyo y de la vuelta de César a  Roma; pero advertiremos que si merece crédito el testimonio de varios autores, entre ellos Cicerón, a poco de comenzar esta guerra mediaron algunas proposiciones de arreglo entre ambas partes, y en ellas se mostró César más comedido que su rival. Ambos obedecían también a  la voluntad de sus partidarios, pudiendo decirse que la mayoría del Tribunado opinaba como César y veía en éste un defensor de las prerrogativas del mismo cuerpo, y al contrario el Senado, dónde si bien había una minoría disidente, la mayoría estaba con Pompeyo y le estimulaba a proseguir la guerra.
 César hizo que el pretor Lépido (que era de su partido) le nombrase dictador, desde los principios de dicha guerra; la facultad de hacer tal nombramiento correspondía por las leyes romanas a uno de los dos cónsules, previo acuerdo del Senado; pero los dos cónsules actuales estaban con Pompeyo. También desde los principios de la guerra el nuevo dictador pasó a Roma, y allí reunió a los senadores de su bando y completó su número por medio de los acostumbrados nombramientos. El mismo fue nombrado cónsul, cargo que no era incompatible con la dictadura en aquellos tiempos, aunque lo había sido en los antiguos.

Ya terminada la guerra, el año 707 de Roma el Senado cometió la bajeza de amontonar sobre aquel mismo hombre los títulos de Emperador y Padre de la Patria (si hubiera muerto casualmente, en vez de padre, le hubiera de clarado enemigo de la patria), y además la dignidad consular por diez años seguidos o consecutivos, y la dictadura perpetua. Como a Pompeyo cuando salió de su enfermedad, sólo faltó que se le hubiera erigido un templo y levantado altares. Además, se declaró que su persona en lo sucesivo sería sagrada e inviolable; verdad es que los tribunos del pueblo gozaban desdé lo antiguo de este mismo privilegio, que por una extraña anomalía nunca se concedió á los senadores, pretores, cónsules ni otro magistrado alguno.

 Viéndose pues el bueno de Cesar (como más tarde Napoleón) tan superiormente adulado (y esto no tanto por temor como por deseo de medrar a su sombra y amparo), creyó que no sería abusar de la platitud de aquellas buenas gentes arrogarse la facultad de nombrar para cónsules a quienes él quisiera y por el tiempo que fuera de su voluntad. Hasta entonces el cargo consular duraba un año; pero desde que Cesar fue señor de sus vasallos, como el cargo de cónsul poco significaba ya, su duración no tuvo plazo fijo. También hizo desde su vuelta a Roma (cuando concluyó en Iberia la guerra contra los hijos de Pompeyo), una hornada de catorce pretores, y otra de cuarenta cuestores a la vez. Los gobiernos de las provincias los confería por separado, a las personas de su agrado; pero como los tribunos del pueblo; y algunos senadores se quejaron de aquel abuso, y le manifestaron que el pueblo romano quedaba de ese modo absolutamente privado de sus antiguos y sagrados derechos; les concedió la gracia de que, reservándose para sí todo nombramiento consular, compartiría, con el pueblo los restantes, mitad a cada parte, como buenos amigos que no habían de reñir por tan poca cosa.

 A tal estado llegó aquel gran pueblo, que había tantas veces condenado a muerte a todo ciudadano, que de cualquier modo tratara de restablecer la monarquía, que tan odiosa hicieron la muerte de Lucrecia y los ultrajes y omnímodo despotismo de Tarquino el soberbio.

                                                                                                                                    R. GARCÍA-RAMOS.

(Concluirá)

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