martes, 16 de septiembre de 2014

Las cartas de Séneca



              (Artículo publicado el 23 de noviembre de 1881 en La Revista de Canarias)
                            Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC


 Haremos hoy un paréntesis en nuestra somera recapitulación o epítome de nociones geológicas, a fin de no cansar a los lectores de la REVISTA con tanta mole ruda e indigesta, como las llamaría el autor de las Metamorfosis; y dedicaremos algunas palabras a otro romano célebre (1), que nos toca algo más de cerca a los españoles, en atención al lugar no lejano en que se meciera su cuna.


 Las cartas familiares revelan bastante bien el carácter o idiosincrasia del individuo, y bajo este concepto tenemos en la correspondencia de Séneca, que ha llegado hasta nuestros días, una especie de fotografía de aquel distinguido autor, que tan elevado rango ocupó en la corte romana, y que tan trágico fin tuvo a consecuencia del despotismo que ya reinaba en el seno del pueblo rey. No de otro modo fue sacrificado Cicerón y tantos otros hombres ilustres, que tenían la desgracia de desagradar a los tiranos, a esa especie de monstruos humanos que la voluntad popular creaba en aquellos azarosos tiempos.


Lucio Anneo Séneca
Lucio Anneo Séneca nació en Córdoba en el último siglo antes de nuestra Era; y después de estudiar en España la ciencia que entonces se enseñaba en las aulas, pasó a Roma con su padre, que fue también un literato distinguido y célebre retórico. No hemos de seguirle ni de reseñar aquí las vicisitudes de su vida y las obras diversas que compuso, sin embargo de contarse entre ellas la Consolación a Marcia, el discurso sobre la Clemencia, y otros no menos notables sobre el Reposo o Tranquilidad del alma, sobre la Brevedad de la vida, sobre la Constancia del sabio, etc.


Vamos sólo a reconocer a Séneca en sus cartas familiares, o por mejor decir, en las que dirigía a sus amigos, sin ánimo y sin sospecha, quizás, de que en algún tiempo viesen la luz pública. Muchas son las que tenemos a la vista, y que hemos leído con la misma atención que las otras obras citadas arriba, y que, en general, todas las de este autor. La Consolación a Helvia, su madre, sin tener la reputación de algunos otros de sus trabajos, ofrece trozos de gran mérito, que puede decirse son aplicables a muchas y diversas circunstancias de la vida, a la vez que contiene reflexiones filosóficas de la más alta importancia. Pero, ya lo hemos insinuado, aquí vamos tan sólo a reproducir algunos fragmentos de sus cartas, que sirvan para dar a conocer su genio y, hasta cierto punto, el giro dominante de sus pensamientos. La carta número 102 de la colección que poseemos y nos sirve de texto, es demasiado larga para que la reproduzcamos aquí en su totalidad, máxime cuando tenemos que citar algunas otras. Así, nos contraeremos á algunos pasajes de la misma, y daremos su principio:
 «Aquél que despierta a otro de un sueño grato y seductor, le es penoso e importuno; porque le priva de un placer que, bien que ficticio, no por ello deja de hacer la misma impresión que si fuera verdadero. Así, vuestra carta me ha perturbado, porque me separó de un pensamiento que me agradaba, impidiéndome á la vez seguir adelante en aquella meditación. Me hallaba entretenido en discurrir conmigo mismo acerca de la inmortalidad del alma, y aún estaba resuelto a creer en ella. En efecto, estaba dejándome persuadir fácilmente por las opiniones de aquellos sabios que nos dan, a la verdad, más bien promesas que pruebas de una cosa tan lisonjera; y me abandonaba enteramente a una tan bella esperanza.

Comenzaba ya a disgustarme de mí mismo, y a despreciar eternidad, de la que pronto debía entrar en posesión. Pero a lo mejor de mi meditación, tan dulce, vuestra carta me despierta y me hace perder aquel hermoso sueño. Sin embargo, no dejaré de continuarle o volverle a tomar, así que concluya con vuestra carta... Lo que en ella me preguntáis. Lucillo, depende sin duda del mismo tema que discutíamos; pero de eso trataremos más largamente en otra ocasión.... Yo, a mi vez, os preguntaba si no es una locura o una cosa superflua el preocuparse acerca de lo que nos puede acontecer después de nuestra muerte...
«Todo el ámbito del Universo es la patria del hombre: lo es toda esa grande y prodigiosa bóveda bajo la cual se extienden las tierras y los mares; bajo la cual el aire, que separa las cosas humanas de las divinas, no deja, sin embargo, de unir también las unas con las otras; bajo la cual tantos instintos e inteligencias, dispuestas por orden, desempeñan el papel o las funciones que les han sido cometidas. Por otra parte, el espíritu humano no se acostumbra a que se le impongan límites: todos los tiempos quiere que sean suyos: no hay siglos que no sean sospechados por las grandes inteligencias; y no hay tiempos hasta los que no pueda llegar el pensamiento. Cuando llegue el día de la separación de lo divino y de lo humano, dejará yo este cuerpo donde mismo lo he encontrado, y me acercaré a los Dioses (2). No es esto decir que, al presente, esté separado enteramente de ellos; pero estoy retenido sobre la tierra por una pesada y embarazosa masa corpórea. El curso de esta vida mortal es tan solo un tránsito o una preparación a otra mejor y más larga vida. Del mismo modo que el seno de nuestra madre nos retiene nueve meses, donde se nos dispone, no para permanecer en aquel sitio, sino para otro en el cual debemos entrar ya en aptitud de respirar y de sufrir el aire; así también el período de tiempo que media entre nuestro nacimiento y nuestra muerte nos prepara a otra nueva vida. Debemos, digámoslo así, volver a nacer: debemos entrar en un nuevo estado, más perfecto, bien que en la vida presente no podamos aún soportar de cerca todo el brillo y esplendor de los cielos. Debes, Lucillo, dejar venir sin pena ni temor la última hora de tu presente vida, que no es la última para tu alma sino tan sólo para tu cuerpo; debes mirar todo lo que te rodea como una mera vestidura, o como el mueblaje de una posada, de la cual tienes pronto que salir. La naturaleza registra, digámoslo así, y despoja a los que entran y salen de este mundo, no permitiéndoles sacar más de lo que trajeron. Ella les obliga aun a dejar una parte de lo mismo que aportan al nacer: la piel, la carne, la sangre, los nervios y los huesos es preciso dejarlos en el mundo al tiempo de salir de él. Aquel gran día que teméis como el último de vuestra vida, es, sin embargo, el primero de otra vida que se pierde en la Eternidad. Desembarazaros, pues, de vuestra carga; ¿por qué os detenéis en ello tan largo tiempo? ¿No habéis ya salido otra vez a luz, abandonando el cuerpo o sustancia materna y se llora para venir al mundo. Pero entonces, al menos, erais en que estabais envuelto? Entonces tampoco queríais avanzar, entonces también hacíais resistencia; y entonces fue preciso que vuestra madre hiciera grandes esfuerzos, a fin de conduciros o sacaros a este mundo. Llorabais entonces, y suspirabais, porque se suspira excusable; porque veníais al mundo sin saber lo que él era, sin saber a donde ibais... Al presente, no debéis extrañar tanto el nuevo paso que vais a dar, ni sentir tanto el dejar el nuevo cuerpo de que venís formando parte y donde os encontráis envuelto y encerrado. Dejad, pues, sin pesar unos miembros que os son ya superfluos, y abandonad sin pena esa materia donde el alma hace tiempo que reside aprisionada, y que se os hace ya pesado el soportar...
«Debéis empezar, Lucilio, a hacer sobre la tierra meditaciones más altas o elevadas. Todos los secretos de la naturaleza vendrá un día en que os serán revelados o descubiertos. Estas tinieblas que os rodean se disiparán, y una luz purísima se extenderá por todas partes a vuestro alrededor. Podéis de ello formaros una idea si contempláis el resplandor de tantos astros como mezclan su luz en torno de la tierra. No habrá sombra que turbe la transparencia del aire y su limpidez, ni que intercepte los efluvios luminosos; el cielo se os presentará por todas partes igualmente brillante; y la noche y el día serán para vos vicisitudes y cambios de la atmósfera inferior, los que sólo tienen lugar en aquella parte baja o rastrera que se toca con nuestro globo. Entonces, Lucilio, olvidaréis que sólo habéis vivido entre tinieblas, cuando podáis abarcar esa inmensidad de luz y de espacio de la que ahora sólo divisáis confusamente una pequeña parte, a través de las estrechas celosías de vuestros ojos.
«Si, pues, la luz celeste os admira desde ahora, que os halláis todavía adherido a la tierra; si os extasiáis y no os cansáis de contemplar ese bello panorama, esa inmensa bóveda estrellada, que sólo veis de lejos; ¿qué será cuando todas esas maravillas se acerquen, digámosle así, a vos mismo, y os halléis en medio de ellas y distingáis al cielo en todo su esplendor? La sola idea de ello alejará de vuestra mente todo pensamiento bajo, humano v terrenal; esa idea os enseñará que los Dioses todo lo saben, todo lo presencian; ella os aconsejará que procuréis ser, ante todo, agradable a estos mismos Dioses, que os preparéis para ellos, y que tengáis en mira sobre todas las cosas terrenales o finitas, esas otras celestes o infinitas.
 «Aquél que ha comprendido bien lo que es la eternidad, no tiene ya aprensión por las cosas terrestres, ya no se preocupa de la guerra ni de las armas y ejércitos, no se ocupa de los enemigos, y desprecia todo aquello que generalmente infunde a los mortales la amenaza y el temor. Y en efecto, ¿qué es lo que puede temer ya aquel hombre, aquel mortal, que cifra su mejor esperanza en morir?»
 Así termina, poco más o menos, la carta 102 de la colección indicada. En la 103" hallamos los siguientes párrafos, que nos parece curioso reproducir; y la cual comienza de esta manera:
 « ¿Por qué os andáis haciendo siempre tantas reflexiones acerca de las cosas que os pueden suceder, y las cuales puede suceder también que no os acontezcan jamás? Me refiero ahora tan sólo a aquéllas que vienen fortuitamente, sin que las atraigamos, tales como los incendios, inundaciones, derrumbamientos y otras muchas por el estilo. Aplicaos, más bien, a evitar aquellas otras que tenemos más cerca, que nos rodean, que nos asedian, y pudiera decir, que tratan de sorprendernos.
«Sin duda, es una desgracia, por ejemplo, experimentar un naufragio, o bien, hallarse dentro de un carruaje en el momento de volcar; pero sin duda esos contratiempos son raros, y al menos, podemos tener la confianza de que está en nuestra mano evitarlos o alejarlos de nosotros. Pero el peligro en que diariamente y sin tregua el hombre envuelve al hombre, esa sí es desgracia que no es dado evitar en absoluto, y contraía cual debéis preveniros o prepararos.... La tempestad sé anuncia antes de estallar; los edificios abren grietas antes de desplomarse; y el humo que se extiende indica el incendio antes de que éste se desarrolle; pero el mal que viene del hombre mismo es con frecuencia súbito, y a veces le podéis distinguir menos cuanto más cercano está de vos.  «Os exponéis a equivocaros lastimosamente si confiáis en los semblantes de todos aquéllos que se os acercan y a quienes tratáis. Exteriormente os parecerán hombres; pero si pudieseis conocer su interior, creeríais que muchos de ellos son bestias salvajes; con la diferencia de que estas últimas atacan tan sólo a los primeros que se presentan, y aun así es fácil huir de ellas; las fieras, además, sólo atacan cuando la necesidad las obliga, es decir, cuando el hambre o la persecución las impulsan a ello; pero el hombre se hace frecuentemente la costumbre y el pasatiempo de atacar al hombre y exterminarle.
 «Sin embargo, no os preocupéis de tal modo con los males que del hombre pueden veniros, que olvidéis los deberes que el trato social os impone. Teneos en guardia contra los unos, por el mal que pueden haceros; pero a la vez cuidad de no faltar ni ofender vos mismo a los demás. Observad al uno, por temor de que os ofenda: y al otro por temor de que vos mismo le ofendáis. Alegraos del bien general de lodos los hombres, y lamentad sus desgracias.»
 La carta número 111, por su corta extensión, esperamos no lleven a mal los lectores que la copiemos aquí íntegra. En ella aparece Séneca como un verdadero discípulo de Sócrates, o de Zenón, filósofos que efectivamente recomienda el cordobés en varias de sus cartas. En el final de la que a continuación transcribimos se revela ya un espíritu que, más bien que pagano, puede llamarse cristiano. He aquí su contenido:
 «Me preguntáis de que modo traduciríamos a nuestro idioma la voz griega sophismata. Varias son las interpretaciones que se le han dado; pero ninguna de ellas ha prevalecido; porque como la cosa no la habíamos recibido ni estaba en uso entre nosotros, no nos habíamos cuidado de darla un nombre. Sin embargo, aquél de que se ha servido Cicerón me parece bastante acertado: él llama a eso simplemente farsas. La persona que se aplica a tales farsas pasa su vida en pequeñas cuestiones, en argucias y sutilidades sin consecuencia y sin verdadero provecho para sí ni para sus conciudadanos.
 «Por el contrario, aquél que se aplica a la verdadera filosofía y que de ella se hace un consuelo para sus males, adquiere grande ánimo, entra en una verdadera confianza y parece más grande a los demás cuanto más se le aproximen éstos: a la manera que las elevadas montañas parecen más altas a medida que cada cual se va acercando a ellas. Lo mismo sucede respecto al filósofo que lo es en realidad, y que no afecta serlo por medio de una serie de vanas sutilezas. El verdadero filósofo se halla realmente colocado a grande altura, y no necesita una elevación afectada o artificial: el verdadero filósofo no pide nada para sí y se basta a sí mismo. Y ¿cómo había de pedir o solicitar algo más,cuando se considera superior a las vicisitudes de la fortuna? Entiendo que el filósofo verdadero se halla por cima de las pequeñeces humanas; y cuales quiera que sean las circunstancias por que atraviese, ora sea que su vida se deslice por un camino de flores, ora que atraviese un campo de espinas y que experimente una serie de adversidades y tempestades, su constancia no se quebrantará y permanecerá siempre inalterable. Aquellas sutilezas y sofisterías de que antes he hablado, no pueden nunca dar semejante seguridad y confianza: ellas servirán, cuando más, de pasatiempo o juguete a un espíritu superior, sin que pueda sacar de las mismas verdadero provecho; y el filósofo que se entretiene en tales cosas (3) pierde su tiempo lastimosamente y arroja a la filosofía de su trono para hacerla caer en un lodazal inmundo. No os prohíbo, mi querido Lucillo, que alguna vez os ocupáis de sofismas, como por vía de pasatiempo; pero os aconseje que no os ocupéis de ellos sino lo menos posible, y tan sólo cuando os propongáis no hacer nada absolutamente. Los sofismas de nada bueno os servirán, y por otra parte ofrecen el peligro de presentar un cierto atractivo y de alucinar al espíritu con una cierta apariencia de razón.
 «Pero debéis tener presente cuántas otras cosas de mayor importancia reclaman toda vuestra atención y vuestro tiempo, y que la vida entera no es bastante para acabarnos de enseñar una sola cosa, cual es, tener la vida en lo que vale y no confiar en ella. Conozco que me preguntaréis si no os digo nada del modo de conducir esta misma vida; pero este asunto depende en cierto modo de aquél. Nadie ha conducido bien su vida, si no ha comenzado por aprender a tenerla en lo que vale y a no confiar jamás en ella.»

Un sentido análogo tiene la conclusión de la carta número 105: 
«Nadie está contento con su fortuna, por favorable que se le presente: cada cual suele hallarse descontento de sus planes y del resultado de los mismos, estimando más lo que ha dejado de hacer que lo que ha hecho.
 «Pero la filosofía producirá en vos un beneficio, que juzgo tan grande que no encuentro otro mayor, cual es, que hará que no tengáis nunca motivo para arrepentiros de vuestros actos. Ninguna otra consideración podrá conduciros mejor a aquella felicidad que no pueden alterar las tempestades de la vida. No os cuidéis de vuestras palabras, con tal que vuestro espíritu se halle templado como debe estarlo, con tal que sea siempre igual y siempre grande, que sea firme y seguro en sus resoluciones, que se satisfaga con aprensión y con plena tranquilidad, a fin de que podáis saborear mejor sus goces aquello que no puede satisfacer al vulgo de los hombres, y que llegue a tal grado de ciencia que nada más tenga ya que desear ni que temer.»

 Acerca de esto mismo hace una aclaración en la carta número 116, dirigida al mismo Lucillo: 

«Cuando os he inclinado a no desear, no he pretendido privaros del placer de usar de los bienes terrenales, sino que doy a entender que uséis de ellos sin temor o aprensión y con plena tranquilidad a fin de que, a fin de que podáis saborear mejor sus goces. En efecto, ¿no disfrutaréis mejor de los placeres cuando seáis su dueño que mientras sois su esclavo?... La Naturaleza ha unido cierto placer a cada una de las cosas necesarias, no a fin de que las codiciemos y para que corramos tras de ellas, sino para que aquellas mismas cosas que necesitamos se nos hagan más agradables por aquella mezcla de placer. Si a causa de este solo placer corremos tras de ellas, vendremos a parar en el desenfreno y en la disolución. Es, pues, necesario resistir a las pasiones, desde el momento en que comienzan a entrar en nosotros; porque, como ya os tengo dicho, no es tan difícil impedirlas la entrada como hacerlas salir una vez que se han apoderado de nuestra persona.»
 En la carta 118 dice, entre otras cosas: 
«¿Cuál es el hombre que ha quedado jamás satisfecho con aquello mismo que le parecía que colmaba sus deseos? La felicidad, sin embargo, no es tan insaciable; ella se contenta con poco y está al alcance de todo el mundo.»
 En fin, en la carta 124, hacia su conclusión, se leen estas frases:
 «Después que hayáis buscado el bien por diversos y extraviados caminos, retornad al verdadero camino, al que conduce al bien verdadero: este bien no es otro que un alma limpia y pura, que imita a la Divinidad, que se eleva sobre las cosas terrenales y que no busca el bien fuera de sí misma. Vos sois un ser razonable, y vuestro bien es una clara razón: haced de modo que esta marche a su objeto y que llegue al más alto grado a que es susceptible de elevarse. Estimaos dichoso cuando todas vuestras satisfacciones y alegrías nacieren de vuestro propio corazón: cuando todas aquellas cosas que los hombres solicitan, ansían y persiguen, y por las que tantas inquietudes sufren para adquirirías y también para conservarlas, no os llamen la atención, no os impresionen ni alteren la tranquilidad de vuestro espíritu por el deseo de poseerlas.»
 Terminaremos aquí estos extractos, que seguramente no son los únicos de interés que pueden hacerse de las obras de Séneca. Pero debemos también decir la verdad entera: en las obras del mismo autor, y particularmente en sus cartas, hay muchas cosas fútiles e insulsas, y no pocos errores, defectos todos propios de aquella época. Para juzgar a los hombres pasados hay que tener en cuenta el país y los tiempos en que florecieron; y bien sabido es que la nación romana en los tiempos de Claudio y de Nerón, a más de una notoria relajación en las costumbres, ofrecía también ya una decadencia marcada en las ciencias, las artes y la literatura.



                                                                                                                               ROSENDO GARCÍA-RAMOS

(1) Decimos romano acomodándonos a la opinión general; por hallarse la península Ibérica en aquel tiempo formando parte del colosal imperio que tenía por centro o metrópoli a Roma.
(2) Debemos advertir que hacemos la traducción de fragmentos de un autor profano, y que, de consiguiente, tenemos que dejar pasar en ellos algunas nociones falsas, incorporadas a otras verdaderas.
(3) Para comprender y explicarse bien las cartas de Séneca, hay que atender a la época en que escribió, y a los errores y preocupaciones que entonces dominaban, o se hallaban no poco difundidos.
Los griegos y romanos tenían entonces una afición marcada a las vanas disputas, entabladas sobre todo aquello que no podían comprender.

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