martes, 30 de septiembre de 2014

SILUETAS HISTÓRICAS. METTERNICH

                  (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 25 de mayo de 1898)
                           Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC

Atendiendo la insinuación de algunos lectores del DIARIO, escribimos esta semblanza, acaso la última, por que debemos dejar a otras plumas mejor cortadas, vasto campo en que ejercitarse si gustan. Aun las pocas figuras históricas que hemos bosquejado, pueden ser tratadas con mayores detalles y conocimientos. Seguramente no son esas las únicas figuras salientes que nos ofrece la Historia, ni siquiera las principales; infinitas otras hay en los tiempos antiguos y modernos, acerca de las cuales se ha escrito mucho (y desbarrado no poco) por autores nacionales y extranjeros; en general los tales escritores propenden a exagerar los méritos y servicios de sus biografiados, haciendo por lo común una novela de la vida de cada cual de ellos. Lo peor es que la juventud lee tales dislates, y los cree de buena fe, sin caer en la cuenta de que se la están propinando fábulas análogas a las de Perseo, Jason, Castor, Polux, Teseo y tantos otros.

 Hubo un tiempo en que Metternich fue ensalzado como pocos lo han sido; pero ese periodo de exageración duró poco respecto a ese famoso diplomático austríaco; otros muchos hombres han conservado más tiempo que aquel, y quizá con menos razón, el privilegio que llamaremos del bombo. Y cuenta que estamos muy lejos de atribuir a dicho diplomático el don de profecía o adivinación, que al mismo, a Colón, a Nostra- damus, Merlín y tantos otros ha atribuido la humana chifladura, como decía un escritor canario. Acaso otro cualquiera diplomático, colocado en el puesto que ocupó Metternich, no hubiera desmerecido de éste, como cualquier al mirante puesto en lugar de Nelson hubiera ganado la batalla de Trafalgar, según decía aquel mismo escritor aludido.

Klemens von Metternich


  La celebridad de Metternich fue debida principalmente a la caída de Napoleón, que se le atribuyó como a Talleyrand; es decir, que uno y otro fueron considerados exageradamente como fautores principales de aquella gran modificación en la política europea.

Napoleón había ocasionado en esta última un trastorno inmenso, comenzado en verdad por la revolución francesa. Era una pretensión inaudita la de aquel hombre, que aspiraba a dominar la Europa entera, y quería que sus hermanos, parientes y generales fueran otros tantos monarcas o soberanos de las naciones europeas, bajo su supremo mando, y después de avasallar esta parte del mundo, proseguir haciendo lo mismo en las restantes.

Se ha hablado mucho de coaliciones europeas contra Napoleón o contra Francia, callando las que aquel consiguió hacer contra cada una de las otras naciones. El arrastró casi todas si no todas las naciones europeas contra la sola Rusia, y antes de eso, ya había formado una potente y, estrecha liga con la Polonia, la Holanda, Sajonia, Baviera, Wurtemberg, Westfalia y otros varios estados, para abrumar al Austria en Wagram, a la Prusia en Jena, a rusos y prusianos en Friedland etc. Cuando sus huestes penetraron en nuestra. Península, no fueron franceses solos los que nos atacaron, sino una numerosa
turba de gente diversa, amalgamada por Napoleón.

 Olvidábamos la Italia, que estuvo al Servicio de Francia durante todo el período de la epopeya imperial.
 Pero llegó un día en que, como antes indicamos, empujó Napoleón a casi toda Europa contra Rusia, y se estrelló en ésta, volviendo fugitivo a París para pedir a los franceses y sus aliados la sangre que les quedaba. Con ella luchó con ventaja en Lutzen y en Baut zen; pero esta última batalla, que duró dos o tres días, le hizo comprender que aventuraba cuanto le quedaba de su poder y prestigio, si llegaba a dar otra. Por eso propuso el armisticio que tanto se le ha echado en cara o desaprobado, y lo propuso según se dice por consejo de Metternich, o del emperador de Austria, suegro del mismo Bonaparte. Sin el armisticio, es muy dudoso que volviera a fijarse la victoria en las banderas de la coalición napoleónica; por que la prueba sufrida en Rusia y en Polonia había sido muy dura, y sobre todo, porque todo el mundo y hasta los mismos franceses comenzaban a hastiarse de la guerra perpetua a que les obliga por decirlo así, un hombre solo, que todo lo quería dominar.

El invierno y sus nieves sirvieron como de editores responsables de la derrota con que concluyó la que comenzó victoriosa campaña contra los rusos (a los que se atacó con fuerzas muy superiores en número); pero tal vez la verdadera causa de la derrota fue el hastío y mala gana de batirse por secundar los planes de un ambicioso y sus allegados. La opinión había experimentado una notable variación entre los mismos pueblos o naciones secuaces de Bonaparte, y hasta los franceses estaban cansados de su dominio, que comenzaban a comprender les llevaba, no al señorío del universo, sino a la muerte en los campos de batalla. Prueba de ello es que ni las nieves ni el invierno habían impedido (algún tiempo antes) que Francia y sus aliados triunfaran en Friedland y en Eylau, con más frío y mas invierno que es el Berezina y en Wilna.

 Concertado el armisticio de que hablábamos, comienza a parecer en primer término la figura de Metternich, en las largas y complicadas negociaciones que siguieron. Esta es la ocasión de decir dos palabras sobre el mismo diplomático, durante los años inmediatos anteriores.

Había presenciado con dolor el desmembramiento de su nación, repartida en su mayor parte al capricho del emperador de los franceses. Con los despojos de Austria se habían agrandado los nuevos reinos de Holanda, Baviera, Sajonia, Wurtemberg y Westfalia, to dos sumisos y agradecidos a la Francia y a su emperador; y Metternich recibió con el cargo de embajador cerca de esta última potencia, la dificultosa, misión de conservar la buena armonía aparente entre Austria y Francia, y al mismo tiempo evitar en cuanto fuera posible, que Napoleón prosiguiera su expoliación en Austria. No hay duda que esta misión fue desempeñada por aquel embajador con una habilidad tal, que le acreditó grandemente no sólo para con Francisco II, sino para con Napoleón mismo; su influencia en París llegó a ser tal, que casi a sabiendas del gobierno francés tomó parte, en los arreglos con Inglaterra para una tentativa belicosa, mientras Napoleón y su ejército invadían la península Ibérica. Austria se levantó en efecto y retiró su embajador; pero la pérdida de la gran batalla de Wagram, disputada valientemente durante todo un día,: la obligó a solicitar de nuevo la paz. Metternich pasó al ministerio de, Negocios Extranjeros, y luego fue plenipotenciario a fin de concluir en París un nuevo tratado, misión que también llenó con rara habilidad y acierto, a pesar de ser extremamente ardua. Fue enseguida nombrado Canciller de Austria, conservando la dirección de los Negocios Extranjeros; y cuando sobrevino la estrecha unión de las dos naciones, motivada por el matrimonio de Napoleón con la archiduquesa, matrimonio qué se llevó a cabo con gran contentamiento de Metternich, (que varias veces lo había propuesto a ambos soberanos), este ministro se vio nombrado príncipe del Imperio y una de las primeras figuras del mismo, si no la primera después de Francisco José, soberano de Austria. Tales son a grandes rasgos, los antecedentes del conde y luego príncipe de Metternich, y la posición que ocupaba cuando sonó la hora de la caída del gran poder napoleónico, o el principio del fin, del mismo poder, como llamaba burlescamente el príncipe de Talleyrand la derrota y retirada ante dichas, a los acontecimientos que inmediatamente siguieron hasta la gran batalla decisiva de Leipzig.

 Era pues entonces este gran Canciller del imperio Austríaco el arbitro casi de toda Europa; porque la omnímoda confianza depositada en el mismo por su soberano, y hasta por los demás miembros del Gabinete y por toda la nación, le hacían el verdadero director de la política de ésta, y la política de Austria era entonces de un peso enorme y decisivo en los asuntos europeos, era como el que se arroja en una balanza equilibrada. Su primer cuidado fue montar el ejército austríaco a una altura grande y en la que pudiera competir con el de cualquiera de las grandes naciones beligerantes, a fin de que la intervención armada de Austria fuera decisiva, y una vez obtenida esa ventajosa posición, trató sobre todo de hacer reintegrar a su nación de las pérdidas que había experimentado. Para ello prescindió del enlace de parentesco entre los dos emperadores, (suegro y yerno), y propuso un tratado de paz que tendía a crear y mantener el equilibrio europeo. Napoleón rechazó, como era de esperar, tal equilibrio, (que sus contrarios aceptaban), y porfiaba a fin de que Metternich se limitase a pedir solamente ventajas para el Austria; pero el negociador de esta nación era demasiado previsor para que fuera posible dejarse alucinar por Bonaparte. Comprendía de sobra que una vez victorioso éste, no respetaría lo tratado, y sería cuestión de volver a empezar una guerra muy peligrosa, o de lo contrario y para evitar dicha guerra, tener que pasar a poco más o menos por lo que Napoleón quisiese. Después de varias conferencias y notas recíprocas, ofreció a aquél un ultimátum. La paz, sin embargo, ofrecía serias dificultades, a causa principalmente de los nuevos reinos erigidos en Alemania, y considerablemente aumentados o ensanchados por Napoleón a expensas del Austria y de la Prusia. Estos nuevos reinos eran adictos a Francia, con la que habían formado la confederación llamada renana o del Rhin.

 Más de la mitad de Alemania, pues, secundaba los planes que de acuerdo con ella formaba el emperador de los franceses, y le prestaba sus tropas, que a su vez eran casi iguales en número a las de Francia; además ésta nación contaba con casi todas las fuerzas del país que formaba el antiguo reino de Polonia, y además las de Italia. Resultaba de todo ello que había que ensayar nuevamente la suerte de las armas, máxime teniendo como tenía Napoleón dos hermanos suyos en los tronos de Holanda y Westfalia (este último, reino, creado por Napoleón , comprendía casi todo el país de Brunswik, Hesse y Hannover).

 Sabido es el resultado de las nuevas hostilidades, resultado debido en gran parte al Canciller austríaco, que ofreció a los soberanos alemanes de la confederación del Rhin, respetar sus derechos adquiridos (salvo ligeras modificaciones), y consiguió separarles en gran parte de los intereses de Napoleón, el que por su parte les abrumaba con éxa- cciones de gente y dinero para la guerra, y les trataba con sobrada altanería. Los tres días de batalla de Leipzig derrumbaron definitivamente el edificio napoleónico, estando, por demás aquí añadir detalles bien sabidos, acerca de ese y otros acontecimientos sucesivos, hasta la reinstalación de los Borbones en el trono de Francia, los que entraron como decían entonces, confundidos con los bagajes del ejército aliado.

Fue Metternich quien más fomentó la deserción de los aliados de Bonaparte, si bien después no pudo cumplir ni aun la mitad de sus promesas (como sucede casi siempre en tales casos) porque el Gabinete de Viena, y sobre todo el Congreso europeo, se opusieron a ello. Los nuevos reinos quedaron unos disueltos y otros reducidos a poco más de nada, relativamente a la extinción y poderío que alcanzaron durante la autocracia imperial de Francia. Verdad es que si Bonaparte prevalece, hubiera probablemente trastornado de nuevo su propia obra, quitando y poniendo reyes y territorios, a su capricho o albedrío, hasta dejar colocados en todos los tronos europeos a todos los miembros de su familia, como soberanos feudatarios suyos. Pero aun hay más, sus planes no se concretaban a tan poca cosa (a su entender); le era preciso conquistar el mundo, o sucumbir en la demanda; le era preciso poner a la Francia y sus naciones aliadas en la alternativa de dominar el mundo o perecer; tal ha sido siempre el modo de pensar de los grandes conquistadores.

 Claro es que ninguno de esos autócratas podría jamás realizar sus propósitos, si no le apoyaran las naciones o los pueblos, y por ello son éstos los que verdaderamente crean a los déspotas y tiranos. Pero si bien en Francia había muchos individuos capaces de apoyar a Napoleón, de secundar sus proyectos de dominación universal, o predominio del mismo y de la Francia (y con la esperanza también del medro individual de cada uno); no es menos cierto, que otros muchos estaban lejos de hacer tal sacrificio, que bien veían redundaba en primer término a favor de la familia Bonaparte, que entendían no valía más que otra, cualquiera. Sobre todo los aliados del mismo Emperador no podían ni querían servir de escabel a un hombre, una familia ni una nación extranjera, aún participando de las glorias de ésta secundariamente, y hasta sólo veían en Napoleón un general de fortuna, a quién ésta favoreció mucho más que su propio mérito


                                                                                     R. GARCÍA-RAMOS

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