(Artículo publicado
en La Ilustración de Canarias el 15 de noviembre de 1883)
Hay en los seres animados una facultad muy notable, que
parece ser innata en los mismos, y que de ningún modo se atribuye a su razón ni
a su inteligencia. Ya se comprenderá que hablamos del instinto.
En los seres vivientes de organización más sencilla es
precisamente en los que más notablemente suele observarse esa facultad de que
hablamos; lo cual ha hecho creer a muchos naturalistas que el instinto está en
razón inversa de la inteligencia, es decir, que aumenta en los individuos a
medida que aquélla disminuye, a la manera
(que unos sentidos se esclarecen o exaltan mientras que se oscurecen otros).
Cuando vemos al bombix o gusano de seda producir su
brillante hebra, envolverla y entrelazarla constantemente del mismo modo, dando
siempre a su obra una forma y tamaño proporcionados: en una palabra, cuando le
vemos formar su capullo tal cual lo necesita y le conviene, a fin de que pueda
operarse en él debidamente su metamorfosis, entonces cualquier hombre un tanto
reflexivo y meditador no puede menos de preguntarse a sí mismo: ¿lo hace
automáticamente, sin conciencia alguna del fin de su trabajo, impulsado por una
fuerza ajena a sí mismo y guiado por ella? Porque se nos resiste creer que su
inteligencia llegue hasta el punto de hacerle conocer o prever que va a
experimentar una metamorfosis y que necesita de aquel abrigo para que ésta se
efectúe: se nos hace muy difícil el persuadirnos que se proponga fin u objeto
alguno al emprender aquella obra; y más bien nos inclinamos a creer que la
misma voluntad superior que le hace producir la seda y que le cambia en ninfa o
crisálida y luego en mariposa, sea la que presida al trabajo preparatorio de su
transformación.
Los más ilustrados fisiólogos opinan que lo que llamamos instinto es una nueva manifestación del mismo gran poder generador que ha creado o formado todos los cuerpos de la naturaleza.
Así, dicen, cuando vemos a los arácnidos formar su tela con
una industria tan extraña y admirable, debemos comprender que aquella operación
forma parte de su misma economía, y que el mismo poder que les elabora la
sustancia de las hebras, hace brotar éstas y da a aquellos insectos unos
órganos adecuados al indicado trabajo; ese poder es el que guía el movimiento
de dichos órganos, según guía todas las demás operaciones económicas del mismo
animal. Este sólo toma la iniciativa por sí mismo en aquéllas más secundarias o
insignificantes, movido casi siempre por su sensibilidad; pero aun así, el
impulso generativo, por ejemplo, es ajeno a su voluntad, como lo son otros
muchos, todos los cuales corresponden al número de los instintos.
Pretender que es tan sólo una simple necesidad física lo que
determina unos actos, unas operaciones tan admirables como las que se observan en
la vida de los insectos y de muchos otros seres animados, es tomar el efecto
por la causa. Una necesidad es realmente la generadora de aquellos actos; pero
esta necesidad o deber ineludible, está impuesto por una sublime inteligencia,
y no es una mera adaptación del individuo a ciertas condiciones físicas que
nada saben, que nada prevén, y que consiguientemente ignoran por que obran así.
En rigor, puede decirse que el insecto—por ejemplo—obedece en sus actos
económicos a ciertas leyes o necesidades físicas; pero estas leyes no obran por
si solas, sin propósito, sin objeto y con entera independencia de todo otro
poder o voluntad. Además, se ha dicho, por ejemplo, que los tentáculos de los
insectos son el efecto de un esfuerzo continuado durante una larga serie de
generaciones, a fin de prolongar las extremidades anteriores del cuerpo, en términos
de que puedan aquéllos por medio del tacto conocer anticipadamente lo que se
halla delante, cuando la vista, el olfato y otras facultades les escasean o les
faltan en absoluto. Pero si tanto tiempo ha sido necesario para lograr ese
resultado, ¿cómo es que en sólo el período de una generación se producen los
hijos con sus tentáculos perfectamente formados? No podemos explicarnos esto de
otro modo que como efecto de una disposición superior, ajena al individuo, el
cual es verosímil que no tenga ni siquiera la consciencia de lo que en sí mismo
se está verificando.
El instinto, pues, es una consecuencia de la organización; y
sus efectos son una continuación de la obra generadora. Algunos sabios
consideran el instinto y sus efectos cual un apéndice de la misma economía
animal, en ciertas especies de invertebrados. El instinto, pues, es una
necesidad.
¿Qué otro móvil que la necesidad ha podido llevar a los
pólipos hasta construir esas madréporas o especies de panales, cuya regularidad
interior nos parece admirable? Y sin embargo, en realidad no es más admirable ese
fenómeno que el que nos ofrece el molusco produciendo su concha. Las abejas y
otra multitud de insectos trabajan de un modo análogo al de los pólipos, efectos
todos que hay que atribuir o referir a una misma causa.
En esto—dice un ilustre naturalista—debemos reconocer el poder e inteligencia sublimes a los que debe su formación el Universo: la misma causa es la que prescribe a cada especie y a cada individuo los actos que respectivamente deben llevar a cabo en nuestro globo, sin que las mismas criaturas conozcan el objeto de estos actos, que realizan puntualmente: de ahí esas maravillas que observamos en el estudio de lo creado, y que a veces nos hacen imaginar los animales, los más insignificantes insectos, dotados de una rara y exquisita prudencia, de una admirable previsión; prudencia, previsión y aun sabiduría verdaderamente admirables, como que son las del supremo organizador de todas las cosas La misma prudencia y previsión se observa en la vida, generación y reproducción de las plantas, es decir, en los fenómenos todos del reino vegetal; pero aquí no se le llama instinto: ¡tan evidente parece que sola y exclusivamente Dios es quien obra en ellos! Los vegetales, pues, no tienen verdadero instinto—tal como se entiende respecto a los animales— es decir, que no tienen conocimiento o conciencia de lo que hacen, —aun ignorando el objeto de su trabajo—ni pueden suspender y volver a continuar su obra una o repetidas veces, a su albedrío, como sucede con los animales. Los vegetales, pues, son seres animados; pero animados única y exclusivamente por el Creador, sin que puedan apartarse ni un instante de su dependencia directa y absoluta, ni hacer cosa alguna por sí mismos.
Muchos ejemplos pueden citarse del instinto de los animales,
y en particular de los insectos—en los que, a causa de su pequeñez, parece más
extraña aquella facultad. El formicalco—hormiga-león—empieza su obra
pulverizando la tierra, y luego forma un cono o embudo en cuyo fondo se oculta;
cuando pasa por allí cualquier otro insecto de poco cuerpo, suele rodar hasta
el fondo del pequeño cono, y entonces el habitante de éste se apodera del
imprudente pasajero, chupa o devora la parte que necesita para su alimentación,
y sale de su guarida para arrojar fuera el resto. El formicalco acaba por
metamorfosearse en una hermosa mosca neuróptera. La avispa solitaria sabe abrir
un agujero en el añoso tronco de cualquier árbol, y allí deposita su huevo, con
la exquisita precaución de colocar junto a él otro insecto o gusano privado de vida,
para que sirva de alimento a la oruga que ha de nacer, después de lo cual cierra
cuidadosamente la entrada*; bien entendido que el insecto recién nacido, después
que consume el alimento indicado, sabe abrirla puerta de su prisión, metamorfosearse,
y continuar la evolución que le está prescrita. Por el estilo pueden citarse
otros muchos casos, no menos curiosos, que sería prolijo el reseñar aquí.
Lo mismo en el molusco que forma su concha, que en la abeja que forma su panal, en el pólipo como en el arácnido, el animal pone en juego el admirable mecanismo de sus órganos y lleva a cabo instintivamente y siempre bien, lo que su creador le prescribe, sin que le sea necesario aprender ni ensayarse, sin necesitar rectificar su obra, y lo que es más curioso, sin saber lo que hace ni para qué lo hace; y esto todo con tal insistencia, con tal tenacidad, que cuando le contrarían parece que despliega mayor ahínco y que se da más prisa en llevar a término la misión que le está sometida. El instinto obra siempre sin previo raciocinio, y con mucha más firmeza, seguridad e insistencia que la que emplea el animal cuando obra por su propia cuenta o sea para satisfacer un deseo pasajero, nacido de la experiencia adquirida en el mundo, o de un mero juego o capricho de sus facultades. Si el animal jamás altera ni perfecciona su obra, si no hace ningún descubrimiento, ni progresa como el hombre en su respectivo arte, en cambio, no pasa por un periodo de ensayo y aprendizaje, no se equivoca ni echa a perder su trabajo: si no inventa, tampoco copia ni imita.
Así es que el instinto nunca se manifiesta más claramente que en aquellos seres animados dotados de menos capacidad y de menos recursos; esos pequeños insectos destinados a vivir tan solo algunos meses, semanas o días, claro está que no tienen ni el tiempo ni los medios de adquirir ninguna clase de conocimientos. Por el contrario, a medida que van siendo mayores los recursos o las facultades del animal, va formándose, digámosle así, su inteligencia, y disminuyendo su instinto, que le es ya menos necesario para la vida. Así en las aves se observa que, bien que todavía lleven a cabo muchos actos movidas solamente del instinto, otros muchos son efecto de su conocimiento e inteligencia, o bien, son dictados por ambas causas a la vez.
Algunos autores materialistas opinan que el instinto es una
mera consecuencia de la organización; pero tal doctrina nos parece difícil de sostener.
Si hemos de creer lo que refieren algunos observadores, el instinto varía,
según las circunstancias, sin que varíe la organización del individuo. Así se
afirma, por ejemplo, que el avestruz de Nigricia abandona sus huevos en la
arena, donde el calor del sol basta para la incubación; mientras que llevada la
misma ave al Cabo de Buena Esperanza, se la ve echarse sobre ellos, al menos
durante la noche. El anís y otros pájaros de la Guayana, hacen sus nidos en
forma de huso o girándula, que cuelgan de las ramas más delgadas de los
árboles, a fin de que no sean atacados por ciertas culebras y otros animales
del país que suben a los mismos árboles, sin aventurarse hasta llegar a las
puntas de las ramas; mientras que aquellos mismos pájaros no toman semejante
precaución en aquellos países donde no existe tal peligro. Además, no parece racional
el tomar como un mero resultado de la
organización los prodigiosos instintos que se observan en otros seres
vivientes, y de los cuales hemos citado poco antes algunos ejemplos.
En todos los animales, el acto ordinario de la alimentación es instintivo, y comienza desde el nacimiento; porque, bien que todo el individuo, falto de alimento, experimenta una inquietud, un malestar, que le es penoso y del cual desea salir, es sólo el instinto quien enseña al recién nacido que este malestar desaparece buscando el pecho materno, etc.
Y según la satisfacción de todas las necesidades se verifica por medio de actos instintivos, que forman parte de los generales de la economía animal, así otros actos exteriores que los animales llevan a cabo, reconocen el mismo móvil y origen.
Sentado, pues, que el instinto es ajeno al raciocinio y veces también a la voluntad individual, y que de consiguiente hay que
atribuirle a otro poder y voluntad superior, preguntan algunos: ¿Cómo así hay
instintos depravados, que en vez de conducir al bien individual, o al general, conducen
al mal, al anonadamiento y a la disipación?
Ante todo, hay que averiguar exactamente si tales impulsos
son verdaderamente instintivos, o si, por el contrario, son efectos de una mal entendida
experiencia, de una preocupación, o tal vez de una verdadera locura; y en este
último caso, ¿quién puede juzgar los instintos de un loco?
Seguramente que para vituperarles sería preciso comenzar
vituperando la locura misma; y la locura parece ser una monstruosidad, análoga a
la que resulta de la pérdida de un miembro, y de la cual suele ser causa el
individuo mismo.
La naturaleza, sin embargo, produce también monstruosidades
físicas o especie de aberraciones, muy excepcionales, a la verdad; y según sucede
esto en lo físico, ¿no parece que ha de suceder también en lo moral?
Según al hombre suele ser difícil el distinguir bien o
desligar los impulsos loables que proceden de su razón, de aquellos otros,
loables también, que proceden de su instinto—habiendo además muchos otros que
dimanan simultáneamente de ambas causas; así sucede respecto a los llamados
malos instintos, que a veces quizá no sean malos en absoluto, sino
relativamente a tales o cuales intereses
y conveniencias. De cualquier modo, la excepción no destruye la regla, sino que
la presupone.
Considerando los instintos en un orden elevado, hay que
convenir en que se confunden con las inspiraciones y con las ideas innatas o intuiciones; y aquí volvemos a hallar la misma
incertidumbre y ambigüedad precitadas. La inspiración del genio no parece ser exclusivamente individual, sino que en muchos casos participa y quizá parte exclusivamente de otro numen más elevado. El sólo espectáculo de la naturaleza infunde a veces en el hombre sentimientos e ideas que nunca experimentara sin aquella causa; siendo también indudable que a la misma fuente van con frecuencia a beber su inspiración los poetas, músicos y pintores.
incertidumbre y ambigüedad precitadas. La inspiración del genio no parece ser exclusivamente individual, sino que en muchos casos participa y quizá parte exclusivamente de otro numen más elevado. El sólo espectáculo de la naturaleza infunde a veces en el hombre sentimientos e ideas que nunca experimentara sin aquella causa; siendo también indudable que a la misma fuente van con frecuencia a beber su inspiración los poetas, músicos y pintores.
Para terminar, vamos a referir una anécdota atribuida al
conocido filósofo Rousseau. Se dice que al entrar un día éste en casa de uno de
sus amigos, se paró un momento en una habitación,
donde halló sobre una mesa cierto juguete de niño, un maniquí, que se puso muy
gravemente a mover tirando por los cordones. En esta actitud le sorprendió su
amigo, quien al verle de tal manera distraído, no pudo menos que decirle:
¿Así pasa su tiempo el autor del Contrato Social y del Emilio? No estoy jugando, contestó éste, sino recibiendo una gran lección de filosofía. Y entonces, acercando aquel juguete a la persona que le hablaba, y volviendo a tirar de los cordones, añadió: He aquí al hombre.
Y en efecto: si bien el hombre ha llegado con su pensamiento
y con su razón a darse cuenta de muchos de sus actos, es indudable que todavía lleva
a cabo otros muchos instintivamente y sin que él mismo sepa ni pueda bien
explicarse por qué ni para qué lo hace. Pero este fenómeno es muchísimo más
marcado en los irracionales. Estos son todavía una especie de máquinas, unos
autómatas menos perfeccionados que el hombre, al que algunos autores consideran
casi como un androide. Otros llevan esta reflexión mucho más allá, y sostienen
que toda la naturaleza visible para nosotros no pasa de ser un autómata.
No hay duda que los movimientos de los astros parecen revelar un puro mecanismo, que tiene cierta analogía con la máquina de un reloj. Pero, sin embargo, nos parece aventurado el sostener, con el caballero de Lamarck y muchos otros autores, que la producción de los seres vivientes, y en general, todas las operaciones de la naturaleza, son automáticas, aunque indudablemente establecidas, guiadas y conservadas por una inteligencia, poder y voluntad superiores. Verdad es que tales cuestiones son difíciles, por su misma elevación, y no hay que culpar al mortal si no las resuelve pronto y de una manera bastante clara y terminante.
(*) Según algunos observadores esta precaución es para que no
pueda salir la otra larva, destinada a alimento, la cual es depositada allí
casi siempre viva.
ROSENDO GARCÍA-RAMOS
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