(Este cuento fue publicado en La Ilustración de Canarias el 31 de mayo de 1884)
En los viajes siempre se aprende algo; y como ese algo suele
a veces ser útil a más de cuatro lectores, de ahí que hoy traslademos al papel
cierto cuento que oímos referir a un viajero, al cruzar en el vapor África las procelosas ondas del
Atlántico, como suelen decir los poetas.
Se hablaba del África central, y algunos de los pasajeros
emitían la modesta opinión de que se ha exagerado no. poco el mérito y ventajas
de la exploración de aquellas regiones, en las cuales, según muchos y muy
fehacientes indicios, no se encuentran esas maravillas que algunos han soñado,
ni cosa alguna que haga más interesante ni preste más atractivo al estudio de
la Geografía. Hasta se aseguraba por algún escéptico o pesimista, que lo único notable que aquel país
encierra es una larga y perenne cosecha de tifoideas y otras fiebres malignas.
En este estado las cosas o las opiniones, tomó la
palabra uno de los pasajeros, que hasta
entonces había guardado silencio; y con cierto aire grave de profunda convicción,
manifestó a los circunstantes que si querían saber noticias frescas de aquel
novísimo mundo, que tantos sabios y necios pretendían descubrir, él podía
darlas muy positivas y circunstanciadas, como que acababa de visitarle y
estudiarle en diferentes sentidos.
Ya se comprenderá que al momento fue aceptado su
ofrecimiento; y todos nos dispusimos a escuchar con religioso silencio, como
dicen algunos clásicos, las estupendas cosas que esperábamos oír de su boca, sin
hacernos aguardar más tiempo, nuestro hombre comenzó de esta manera su
relación:
Deseoso, como el que más, de distinguirme en algún sentido o
bajo cualquier concepto, y revolviendo en mi imaginación los medios que
pudieran atraerme esa ventaja, tan apetecida por los hijos de Adán, me fijé y decidí
últimamente por el Congo, quiero decir, por acometer la grande empresa de
penetrar en el inmaculado corazón del África, siguiendo las tortuosidades del
famoso río que baña aquella región. Preferí esa vía a la del Níger, por ser
esta última demasiado vulgar, y dada a todos los aspirantes a la inmortalidad
de poco más o menos. Además, yo habla oído hablar vagamente de despojos,
palizas y otros tratamientos análogos, con que hablan sido obsequiados por los
indígenas de aquellas comarcas de Nigricia algunos viajeros que se llaman a si
mismos mártires del progreso; y francamente, no aspiraba al martirio y quería
ver si por el Congo me escurría y pasaba desapercibido, hasta llegar a dar el
golpe de gracia a esa rebelde región, que ningún forastero habla logrado
conocer. Efectivamente, me cupo la suerte de llegar sano y salvo al corazón del
África, a ese bocado tan apetecido y codiciado de propios y extraños... y aquí
fue cuando dio principio mi desilusión, y cuando me convencí de que había corrido
pura y simplemente tras de una quimera, aquella gente era blanca y hablaba un
idioma arecido al nuestro. Los
habitantes del África central, me encontré qué estaban en revolución;s e batían
como endemoniados por ciertas ideas y doctrinas que quizá no entendían, salvo
unos cuantos, que las predicaban y guiaban a los demás. Por lo que pude
comprender, allí reinaba una dictadura militar, y casi todos los habitantes del
país estaban sobre las armas; por lo cual y a fin de que no faltaran
absolutamente las subsistencias, una corta parte de la tropa se dedicaba a las
faenas agrícolas y otras, mientras que la restante se entregaba por completo a
su ocupación favorita, la de romperse fraternalmente la crisma, y luchar contra
toros, leones, tigres y otras fieras, á fin de conservar el gusto y el hábito
de derramar sangre.
Deseoso de explicarme aquel estado de cosas, ya que por
suerte o por desgracia logré penetrar en tan extraña y curiosa región, me
informé cuidadosamente acerca de la historia de aquel país, por lo menos durante
los últimos años; y supe que hasta poco tiempo antes, apenas se contaba allí
con el ejército para nada. Los habitantes estaban divididos en diferentes
bandos, que tenían por objeto monopolizar, cada cual de ellos, los beneficios o
lucro que resulta del manejo de la cosa pública, cuando no se la quiere
administrar desinteresadamente. Por supuesto que la hipocresía y la farsa
estaban constantemente a la orden del día. Se hablaba mucho de reformas,
mejoras y levantados propósitos; pero éstos se reducían a levantar a unos para
sentarse otros, y mejorar así y reformar cada cual sus particulares negocios.
Cuando se prometían levantadas miras, se llevaban ocultamente las de levantarse
con la cera y los santos.
Las consecuencias de tal sistema tácito y práctico, que era
el único en que se hallaban enteramente conformes aquellos diversos y aún opuestos
bandos, fueron la desmoralización general, el retroceso y decadencia en los
intereses nacionales, o por mejor decir, la ruina de casi todos los habitantes,
en provecho tan solo do un corto número, que explotaba de diferentes modos la
estupidez del ¿vulgo necio, pobre y rico, origen y fuente perenne de todos los
males.
Así las cosas, sucedió que el ejército central africano
perdió la paciencia, y comprendiendo que en aquel juego nadie podía entrar con más
derecho y mejores condiciones que él, se apoderó del gobierno, en todos sus
diversos ramos, y monopolizó a su vez la cosa pública, pesándole mucho no
haberlo efectuado así desde muchísimo tiempo antes. Aquí, empero, surgió un
nuevo inconveniente, y fue que los jefes no querían cederse recíprocamente los
primeros puestos; por lo cual cada uno de aquellos se creó su bando particular,
y para hacerle más poderoso que el de cualquiera de sus antiguos colegas,
ofreció a todo el mundo premios, grados y toda clase de recompensas. Ese fue el
origen de la guerra constante, que tanto me había llamado ya la atención a mi
llegada al África central. Bien entendido que cada cual de los dichos corifeos,
aunque sólo llevaba por principal mira u objetivo su engrandecimiento particular,
o cuando menos, el evitar que otro se le antepusiera y le diese bien o mal la
ley, tenía muy buen cuidado de dar al público un programa en que sólo ofrecía
villas y castillos, prosperidades y bienandanzas. La patria estaba oprimida,
decía, y él venía a salvarla y a devolverle todo su decoro, libertad e
independencia; pero el resultado real y positivo era que cada día se estaba allí
peor que la víspera, y que cada vez apretaba más el hambre.
Ya comprendereis, señores, que me apresuré a salir de aquel
país inhospitalario, haciendo en mis adentros muy serias y aún amargas
reflexiones. Recordaba que una cosa algo parecida a la que acababa de
presenciar, se verificaba a veces en las repúblicas hispano-americanas.
Recordaba que la gran república Romana, admiración de los tiempos antiguos y
modernos, había concluido del mismo modo, y que el imperio que le sucedió
estuvo largo tiempo a pública subasta… Pero me consolaba con reflexionar, que
no todas las sociedades se hallan en igual caso; que no todas se encuentran,
digámoslo así, condenadas a la misma pena o sea al mismo género de
muerte. No podía persuadirme de que todos los esfuerzos y afanes de esta obra laboriosa que se llama
la civilización, se terminaran siempre cual es fama que tuvo término en lo
antiguó la procesión de Illescas que llamaban el Rosario de la Aurora... No
todos los países son como el África
central, decía yo con cierta desconfianza; y seguramente que en nuestros días no
se ha visto otro caso así de envilecimiento y declinación hasta la barbarie.
Pero si en algún país se observaran síntomas precursores de un tal
desbarajuste, si fuera posible que alguna nación marchara por una vía tan
peligrosa, o tan sólo comenzara inadvertidamente a entrar en ella... ya podían
desde hoy o los hombres verdaderamente racionales de la misma, irse preparando a
cambiar de patria, o bien disponerse a embrutecer y vivir con corta diferencia a
la manera de las bestias.
Así terminó su
narración el pasajero desconocido; y no
sabemos por qué, los que al principio le habíamos escuchado con fruición y
ciertos conatos de hilaridad, acabamos por ponernos serios y perder las ganas de
reír.
ROSENDO GARCÍA-RAMOS
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