martes, 30 de septiembre de 2014

SILUETAS HISTÓRICAS. ATILA

                      (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 28 de abril de 1898)
                              Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC

El año 434 de nuestra Era sucedió ese príncipe a su tío Roas o Rugí en la soberanía del vasto imperio de los hunos, que comprendía la antigua Escitia y una considerable parte de la Escandinavia y aun de la Germania, imperio que Atila extendió por casi toda la Tracia y otros países. Los tártaros, suevos o sarmatas, hérulos, marcomanos, gepidas, panonios, macedonios, (lacios y muchas otras gentes o pueblos le obedecían, o le pagaban tributo. Los girones del gran imperio Romano, que conservaban el nombre pomposo de imperio de Oriente o griego, e imperio de Occidente o latino, temblaban ante la perspectiva de una nueva y formidable invasión de bárbaros que les amenazaba.


Atila 

 Como era y es natural entre pueblos salvajes, y aun a medio civilizar, Atila era mirado casi como un dios. Los sacerdotes de su culto o religión le habían regalado un cimitarra, que decían era un don que para el mismo habían obtenido del dios de la guerra o de las batallas, que consideraban como el primero o principal, si no el único dios. Raro ha sido el pueblo antiguo que no haya llamado señor de las batallas a su respectiva divinidad suprema. Los pueblos entendían que el poder o la fuerza era el principal atributo de la divinidad; hasta ahí no iban descaminados, y por ello consideraban el poder o la fuerza como la suprema cualidad en los hombres y en las Naciones, y el derecho de la fuerza como el derecho supremo. Pero iban más allá aun, y no se explica hoy muy bien la unanimidad con que casi todos los pueblos antiguos, de Oriente y de Occidente (y probablemente también los de América y Oceanía) dieron en creer que sus dioses les mandaban aniquilar o exterminar a otros pueblos. Tenemos en la Biblia o sea en el antiguo Testamento, varios ejemplos de tal ordenanza o precepto, y A tila, como tantos otros, tuvo a mucha honra el ser la espada vengadora de dios, contra los malandrines de la vecindad. Antes de Atila, ya otros muchos tuvieron la misma idea, y probablemente con igual fundamento. Leemos en Tito Livio (Epit. 67), en Orosio (lib V-16) y también en Plutarco y Eutropo, que cuando los cimbros y teutones invadieron las Galias, por los años 105 o 106 antes de nuestra Era, y destrozaron los dos cuerpos de ejército que allí les opusieron los romanos, hicieron lo posible por acabar con todos éstos, por que tal era la costumbre de aquellos bárbaros en casi todas sus guerras, y era cosa que creían sumamente agradable a la divinidad. Añaden esos autores que también entre los germanos y aun entre los galos existía la mismas creencia y por tanto la misma costumbre, y que generalmente entendían que era un sacrificio muy grato a sus divinidades, no solo el de todos los enemigos a quienes pudieran dar muerte, sino el de sus mujeres, hijos, bestias o animales domésticos etc. Hasta los muebles y otros objetos del uso que les pudieran tomar eran quemados y destruidos, como cosa inmunda y maldita, llegando el escrúpulo hasta tal punto en la famosa batalla que acabamos de citar, o por mejor decir inmediatamente después de ella, que el oro, la plata y demás metales de los vencidos, fueron arrojados al Ródano por los vencedores. En la referida batalla, como en otras muchas, formaban parte de las tropas vencidas muchos galos, iberos, africanos, griegos etc., pues es bien sabido que los romanos, como otras muchas naciones, componían sus ejércitos con gentes diversas; todos fueron degollados sin excepción por el vencedor, quedando éste persuadido de que la divinidad había de quedar sumamente complacida, y deduciendo con la lógica propia de tales gentes que Dios se entretenía en crear generaciones enteras, con el laudable fin y propósito de mandarlas degollar.

Todavía hoy, en Oriente y en algunas otras partes, suele haber tales degollinas, entre naciones de diversa religión, como reminiscencia de aquellos buenos tiempos antiguos, que tanto echan de menos varios escritores modernos.

Atila o el azote de Dios, como suelen llamarle, no fue acaso tan cruel como las gentes que acaudillaba; en particular los sacerdotes paganos fueron los mayores azotes que la humanidad ha tenido. Los llamados druidas, en Europa se distinguieron por su crueldad y superstición, siendo para ellos un placer inefable el sacrificio de víctimas humanas, no sólo en guerra, sino también en paz. Lo mismo puede decirse de los sacerdotes gentiles de Méjico, Perú y otras naciones antiguas del Nuevo Mundo.

 Sobre las atrocidades llevadas a cabo por las hordas semisalvajes acaudilla por Atila, o por sus subalternos, pueden consultarse muchos autores, en particular Gibbon, Paulo Diácono, Prisco, Jornandes y Amiano Marcelino. En realidad, nada extraño es que entre los de la carne con tal exceso, que según pueblos bárbaros, los sacerdotes lo sean también, observación aplicable en primer término a la multitud de pueblos o naciones de América y de Oceanía que practicaban la por algunos autores acusados también antropofagia. Los hunos o tártaros, tracios y escitas han sido  de antropofagia, si bien parece que entre ellos eran raros los casos que se daban de tan atroz costumbres. Puede decirse en tesis general que los hombres o los pueblos han atribuido a sus divinidades sus propios vicios, y que estas divinidades han sido en cierto modo una creación de los mismos pueblos. Pero volvamos á Atila, que cuando bien cimentado su poderío en la Europa central, se decidió a atacar el mediodía de esta parte del mundo. él quería toda la tierra para sí, entendía que dios o sus dioses no podían sufrir otros dioses; y según él no quería de ellos, más dominación que la suya, tampoco su dios o sus dioses habían de querer otra sino la de ellos. Esto no solamente lo; pensaba Atila; esto lo han pensado siempre casi todos los hombres; y de ahí ha nacido a idea de exterminio contra todo aquel que resista, y con mayor motivo contra todo aquel que menosprecie, bien sea la dominación de los dioses, bien la de los hombres…

Entre los famosos dioses de la antigüedad, que como hemos indicado, los unos fueron hombres o héroes-salvajes, y los otros fueron entes imaginarios creados por los Hombres (hablamos de los dioses del paganismo), ninguno más celoso que Odin de su grandeza y supremacía Todos en general gustaban exterminar cada cual a los demás; pero Odin sobre todo exigía de sus adeptos la mayor crueldad contra sus enemigos; y este dios era no solamente el de los hunos, sino el de casi todos los pueblos del Norte y del centro de Europa.

Cuando estos pueblos se hallaban un tanto incómodos o estrechos en el país que ocupaban, sus sacerdotes les mandaban de parte de Odin que pasaran a otro país y exterminaran a sus habitantes. Así lo hacían siempre que podían, y Atila con sus hunos avanzó triunfante por la Germania y las Galias, hasta la ciudad de Orleans, a la que puso sitio; pero entretanto se había formado una poderosa liga o coalición entre los francos o sea franceses, los iberos y más propiamente dicho los godos y demás gentes que ocupaban nuestra Península, y los italianos o sea romanos del imperio de Occidente. Estas tropas coaligadas alcanzaron a los hunos en las llanuras de Chalons, y aquí se dio la famosa batalla (que duró o se prolongó durante varios días) al fin de la cual Atila vencido por la primera vez, tuvo que volver a internarse en las frías regiones del Septentrión.

Allí recluté nueva gente, y al siguiente año repitió su invasión del Mediodía con un ejército todavía más numeroso  que el anterior; pero esta vez marchó directamente sobre Roma, saqueando y arrasando al paso todo lo que le resistía, y aun lo que no le resistía. Tuvo que formarse una nueva coalición, que no dejó de poner en cuido a Atila, detenido ante los muros de Roma, como el arlo anterior lo había estado ante los de Orleans. Sin embargo, sus intimaciones obligaron a la ciudad Eterna a pagarle una inmensa suma por su rescate es decir, por que no la asaltara y saqueara, y además comprometerse a seguir pagándole un crecido tributo anual. Era tanto que Roma se acordaba todavía del asalto y saqueo que había experimentado de parte del famoso Alarico, rey de los visigodos, y hubiera pagado mucho más a Atila para salvarse de igual catástrofe. Más tarde las gentes de Carlos de Borbón, el Condestable, la saquearon nuevamente, y no se conformaron con menos de hacer prisionero al Santo Padre.

Poco tiempo después Atila se retiró tras el Danubio, para aguardar allí el choque de sus enemigos; pero viendo que éstos no le perseguían, repasó el río al siguiente año, y cayó nueva mente sobre las Galias. Entonces pasó a su vez el Pirineo un formidable ejército de godos o españoles, que unido al de los francos y galos, cayeron sobre los hunos con igual o mayor furia que la vez primera. El resultado fue el mismo con la diferencia de que esta vez les persiguieron con tal encarnizamiento que pocos hunos regresaron a su país, según afirman algunos autores. Otros dicen que todavía los hunos repitieron sus invasiones durante dos o tres años, hasta que, muerto Atila cesaron de todo punto.

  Este jefe desengañado de sus ilusiones, y de las jactancias de los sacerdotes, que le prometían de parte de Odin la conquista de todo el mundo, renunció al menos por algún tiempo a la posesión del mediodía de Europa, y se entregó a los placeres de la mesa y a los de la carne con tal exceso, que según parece abreviaron su vida, falleciendo prematuramente como Alejandro el grande, con quien tuvo bastantes puntos de analogía, como les tuvo con Napoleón Bonaparte, especie de Atila del Mediodía cuyo Chalons fue Leipzig. Con la muerte del uno y con la del otro terminaron sus dos grandes imperios, como sucedió también al fallecimiento de Alejandro el grande, al de Carlomagno y al  de Tamerlan, que fue en cierto modo un segundo Atila. Tamerlan humilló el gran poder de los otomanos que amenazaba toda la Europa y el Asia, y tal vez a éste famoso jefe de los tártaros o escitas se deba que toda la Europa no sea musulmana o mahometana.

 Cada uno de esos monarcas puede decirse que fue el autor de su propia grandeza, la cual puede decirse también que nació y murió con cada cual de ellos.

 La moderna civilización no opina como los hombres de otros tiempos, respecto de esos y otros grandes conquistadores. Aparte de que cada cual de éstos debió su elevación a una serie de casualidades o circunstancias favorables, tanto o más que a su propio mérito, no entiende que sea un relevante mérito el de dominar o avasallar a sus semejantes por medio de la fuerza. Mucho más preciable es el hombre que bajo cualquier alto concepto es útil a la humanidad, y hasta aquel que la proporciona un benéfico o bienestar modesto pero estable o permanente.

Aun entre los mismos antiguos (y preciso es hacerles esta justicia), se hallan varias frases y palabras de protesta contra los hombres de sangre, como solían llamar a los guerreros y conquistadores, según puede verse en la Biblia y en diferentes obras de: antiguos autores griegos y latinos, lo mismo que en otras de los árabes, egipcios, etíopes y de otras naciones, en particular la India o Indostán, la China y los demás países orientales.


                                                                                       R. GARCÍA-RAMOS

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