SILUETAS HISTÓRICAS. ATILA
(Artículo
publicado en el Diario de Tenerife el 28 de abril de 1898)
El año 434 de nuestra Era sucedió ese príncipe a su tío
Roas o Rugí en la soberanía del vasto imperio de los hunos, que comprendía la
antigua Escitia y una considerable parte de la Escandinavia y aun de
la Germania ,
imperio que Atila extendió por casi toda la Tracia y otros países. Los tártaros, suevos o
sarmatas, hérulos, marcomanos, gepidas, panonios, macedonios, (lacios y muchas
otras gentes o pueblos le obedecían, o le pagaban tributo. Los girones del gran
imperio Romano, que conservaban el nombre pomposo de imperio de Oriente o
griego, e imperio de Occidente o latino, temblaban ante la perspectiva de una
nueva y formidable invasión de bárbaros que les amenazaba.
Atila |
Como era y es
natural entre pueblos salvajes, y aun a medio civilizar, Atila era mirado casi
como un dios. Los sacerdotes de su culto o religión le habían regalado un
cimitarra, que decían era un don que para el mismo habían obtenido del dios de la
guerra o de las batallas, que consideraban como el primero o principal,
si no el único dios. Raro ha sido el pueblo antiguo que no haya llamado señor
de las batallas a su
respectiva divinidad suprema. Los pueblos entendían que el poder o la fuerza
era el principal atributo de la divinidad; hasta ahí no iban descaminados, y
por ello consideraban el poder o la fuerza como la suprema cualidad en los
hombres y en las Naciones, y el derecho de la fuerza como el derecho supremo. Pero
iban más allá aun, y no se explica hoy muy bien la unanimidad con que casi
todos los pueblos antiguos, de Oriente y de Occidente (y probablemente también
los de América y Oceanía) dieron en creer que sus dioses les mandaban aniquilar
o exterminar a otros pueblos. Tenemos en la Biblia o sea en el antiguo Testamento, varios ejemplos
de tal ordenanza o precepto, y A tila, como tantos otros, tuvo a mucha honra el
ser la espada vengadora de dios, contra los malandrines de la vecindad. Antes
de Atila, ya otros muchos tuvieron la misma idea, y probablemente con igual
fundamento. Leemos en Tito Livio (Epit. 67), en Orosio (lib V-16) y también en
Plutarco y Eutropo, que cuando los cimbros y teutones invadieron las Galias,
por los años 105 o 106 antes de nuestra Era, y destrozaron los dos cuerpos de
ejército que allí les opusieron los romanos, hicieron lo posible por acabar con
todos éstos, por que tal era la costumbre de aquellos bárbaros en casi todas
sus guerras, y era cosa que creían sumamente agradable a la divinidad. Añaden
esos autores que también entre los germanos y aun entre los galos existía la
mismas creencia y por tanto la misma costumbre, y que generalmente entendían
que era un sacrificio muy grato a sus divinidades, no solo el de todos los
enemigos a quienes pudieran dar muerte, sino el de sus mujeres, hijos, bestias o
animales domésticos etc. Hasta los muebles y otros objetos del uso que les
pudieran tomar eran quemados y destruidos, como cosa inmunda y maldita,
llegando el escrúpulo hasta tal punto en la famosa batalla que acabamos de
citar, o por mejor decir inmediatamente después de ella, que el oro, la plata y
demás metales de los vencidos, fueron arrojados al Ródano por los vencedores.
En la referida batalla, como en otras muchas, formaban parte de las tropas
vencidas muchos galos, iberos, africanos, griegos etc., pues es bien sabido que
los romanos, como otras muchas naciones, componían sus ejércitos con gentes
diversas; todos fueron degollados sin excepción por el vencedor, quedando éste
persuadido de que la divinidad había de quedar sumamente complacida, y
deduciendo con la lógica propia de tales gentes que Dios se entretenía en crear
generaciones enteras, con el laudable fin y propósito de mandarlas degollar.
Todavía hoy, en
Oriente y en algunas otras partes, suele haber tales degollinas, entre
naciones de diversa religión, como reminiscencia de aquellos buenos tiempos antiguos,
que tanto echan de menos varios escritores modernos.
Atila o el azote de Dios, como suelen llamarle, no fue
acaso tan cruel como las gentes que acaudillaba; en particular los sacerdotes
paganos fueron los mayores azotes que la humanidad ha tenido. Los llamados
druidas, en Europa se distinguieron por su crueldad y superstición, siendo para
ellos un placer inefable el sacrificio de víctimas humanas, no sólo en guerra,
sino también en paz. Lo mismo puede decirse de los sacerdotes gentiles de
Méjico, Perú y otras naciones antiguas del Nuevo Mundo.
Sobre las
atrocidades llevadas a cabo por las hordas semisalvajes acaudilla por Atila, o
por sus subalternos, pueden consultarse muchos autores, en particular Gibbon,
Paulo Diácono, Prisco, Jornandes y Amiano Marcelino. En realidad, nada extraño
es que entre los de la carne con tal exceso, que según pueblos bárbaros, los
sacerdotes lo sean también, observación aplicable en primer término a la
multitud de pueblos o naciones de América y de Oceanía que practicaban la por
algunos autores acusados también antropofagia. Los hunos o tártaros, tracios y
escitas han sido de antropofagia, si
bien parece que entre ellos eran raros los casos que se daban de tan atroz
costumbres. Puede decirse en tesis general que los hombres o los pueblos han
atribuido a sus divinidades sus propios vicios, y que estas divinidades han
sido en cierto modo una creación de los mismos pueblos. Pero volvamos á Atila,
que cuando bien cimentado su poderío en la Europa central, se decidió a atacar el mediodía
de esta parte del mundo. él quería toda la tierra para sí, entendía que dios o
sus dioses no podían sufrir otros dioses; y según él no quería de ellos, más
dominación que la suya, tampoco su dios o sus dioses habían de querer otra sino
la de ellos. Esto no solamente lo; pensaba Atila; esto lo han pensado siempre
casi todos los hombres; y de ahí ha nacido a idea de exterminio contra todo
aquel que resista, y con mayor motivo contra todo aquel que menosprecie, bien
sea la dominación de los dioses, bien la de los hombres…
Entre los famosos
dioses de la antigüedad, que como hemos indicado, los unos fueron hombres o
héroes-salvajes, y los otros fueron entes imaginarios creados por los Hombres
(hablamos de los dioses del paganismo), ninguno más celoso que Odin de su
grandeza y supremacía Todos en general gustaban exterminar cada cual a los
demás; pero Odin sobre todo exigía de sus adeptos la mayor crueldad contra sus
enemigos; y este dios era no solamente el de los hunos, sino el de casi todos
los pueblos del Norte y del centro de Europa.
Cuando estos
pueblos se hallaban un tanto incómodos o estrechos en el país que ocupaban, sus
sacerdotes les mandaban de parte de Odin que pasaran a otro país y exterminaran
a sus habitantes. Así lo hacían siempre que podían, y Atila con sus hunos
avanzó triunfante por la
Germania y las Galias, hasta la ciudad de Orleans, a la que
puso sitio; pero entretanto se había formado una poderosa liga o coalición
entre los francos o sea franceses, los iberos y más propiamente dicho los godos
y demás gentes que ocupaban nuestra Península, y los italianos o sea romanos
del imperio de Occidente. Estas tropas coaligadas alcanzaron a los hunos en las
llanuras de Chalons, y aquí se dio la famosa batalla (que duró o se prolongó
durante varios días) al fin de la cual Atila vencido por la primera vez, tuvo
que volver a internarse en las frías regiones del Septentrión.
Allí recluté nueva
gente, y al siguiente año repitió su invasión del Mediodía con un ejército
todavía más numeroso que el anterior;
pero esta vez marchó directamente sobre Roma, saqueando y arrasando al paso
todo lo que le resistía, y aun lo que no le resistía. Tuvo que formarse una
nueva coalición, que no dejó de poner en cuido a Atila, detenido ante los muros
de Roma, como el arlo anterior lo había estado ante los de Orleans. Sin
embargo, sus intimaciones obligaron a la ciudad Eterna a pagarle una inmensa
suma por su rescate es decir, por que no la asaltara y saqueara, y además
comprometerse a seguir pagándole un crecido tributo anual. Era tanto que Roma
se acordaba todavía del asalto y saqueo que había experimentado de parte del
famoso Alarico, rey de los visigodos, y hubiera pagado mucho más a Atila para
salvarse de igual catástrofe. Más tarde las gentes de Carlos de Borbón, el
Condestable, la saquearon nuevamente, y no se conformaron con menos de
hacer prisionero al Santo Padre.
Poco tiempo después Atila se retiró
tras el Danubio, para aguardar allí el choque de sus enemigos; pero viendo que
éstos no le perseguían, repasó el río al siguiente año, y cayó nueva mente
sobre las Galias. Entonces pasó a su vez el Pirineo un formidable ejército de
godos o españoles, que unido al de los francos y galos, cayeron sobre los hunos
con igual o mayor furia que la vez primera. El resultado fue el mismo con la
diferencia de que esta vez les persiguieron con tal encarnizamiento que pocos
hunos regresaron a su país, según afirman algunos autores. Otros dicen que
todavía los hunos repitieron sus invasiones durante dos o tres años, hasta que,
muerto Atila cesaron de todo punto.
Este jefe desengañado de sus ilusiones, y de
las jactancias de los sacerdotes, que le prometían de parte de Odin la conquista
de todo el mundo, renunció al menos por algún tiempo a la posesión del mediodía
de Europa, y se entregó a los placeres de la mesa y a los de la carne con tal
exceso, que según parece abreviaron su vida, falleciendo prematuramente como
Alejandro el grande, con quien tuvo bastantes puntos de analogía, como les tuvo
con Napoleón Bonaparte, especie de Atila del Mediodía cuyo Chalons fue Leipzig.
Con la muerte del uno y con la del otro terminaron sus dos grandes imperios,
como sucedió también al fallecimiento de Alejandro el grande, al de Carlomagno
y al de Tamerlan, que fue en cierto modo
un segundo Atila. Tamerlan humilló el gran poder de los otomanos que amenazaba
toda la Europa
y el Asia, y tal vez a éste famoso jefe de los tártaros o escitas se deba que
toda la Europa
no sea musulmana o mahometana.
Cada uno de esos
monarcas puede decirse que fue el autor de su propia grandeza, la cual puede
decirse también que nació y murió con cada cual de ellos.
La moderna
civilización no opina como los hombres de otros tiempos, respecto de esos y
otros grandes conquistadores. Aparte de que cada cual de éstos debió su
elevación a una serie de casualidades o circunstancias favorables, tanto o más
que a su propio mérito, no entiende que sea un relevante mérito el de dominar o
avasallar a sus semejantes por medio de la fuerza. Mucho más preciable es el
hombre que bajo cualquier alto concepto es útil a la humanidad, y hasta aquel
que la proporciona un benéfico o bienestar modesto pero estable o permanente.
Aun entre los
mismos antiguos (y preciso es hacerles esta justicia), se hallan varias frases
y palabras de protesta contra los hombres de sangre, como solían llamar a
los guerreros y conquistadores, según puede verse en la Biblia y en
diferentes obras de: antiguos autores griegos y latinos, lo mismo que en otras
de los árabes, egipcios, etíopes y de otras naciones, en particular la India o Indostán, la China y los demás países
orientales.
R. GARCÍA-RAMOS
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