EL CESARISMO EN ROMA (IV)
(Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 30 de marzo de 1898)
(Conclusión)
Considerando con
imparcialidad la gran revolución que tuvo lugar en Italia con la subida de Cesar
al poder, y por mas que ocasionó indignación el despotismo que allí se
entronizó, es preciso convenir en que no podía esperarse otra cosa de aquella
sociedad tan degradada. Había aun en Roma y en toda Italia muchos hombres
dignos y amantes del orden y de la libertad (que no la hay sin orden); pero
eran muchos más los seres abyectos o inmorales, que no podían menos de
conducir a la nación hacía el despotismo, por otro nombre llamado cesarismo. Es
mas, este despotismo tal vez salvó a la nación Romana de una disolución
inmediata, pues ya hemos visto como marchaban las cosas y como y por qué clase
de personas era la república gobernada o administrada. La guerra civil
amenazaba ser continua, dándose como se daba frecuentemente el caso de que para
hacerse un nombramiento cualquiera de cónsul o de otro alto magistrado, era
preciso dar una verdadera batalla dentro de la ciudad de Roma. Cada aspirante
necesitaba tener y tenía una numerosa tropa de gente allegadiza que le apoyara
con las armas, y estas más bien que el sufragio decidían la victoria.
Cesar acabó con
esos procedimientos estableciendo una dictadura perpetua y por más que de
pronto repugnara a casi todos los romanos o italianos esa violenta medida, no
tardaron en sentir y conocer sus indudables efectos, por que a favor de ella se
restablecía poco a poco el orden, o lo que es lo mismo, volvían a marchar las
cosas de una manera normal. El comercio, la industria, las artes, los oficios,
sumamente perturbados por las discordias civiles, volvían a tomar su camino
natural de progreso, y por consiguiente el bienestar de los ciudadanos se
restablecía. Esto solo pudo hacer perdonar el nuevo sistema a los muchos republicanos que habían visto con
dolor e indignación desaparecer la gloriosa bandera bajo la cual Roma tanto se
había enaltecido, y eclipsado a todas las demás naciones.¡Verdad amarga!
Aquella gloriosa bandera ya no existía; los mismos romanos la habían dejado
caer y pisotear. ¡Los mismos romanos la habían arrojado a los pies de un
tirano!
Innecesario nos parece
advertir aquí que lo que acabamos de decir no es ni aun remotamente aplicable al
paso de una república a una monarquía representativa, basada en ideas y
procedimientos liberales. Hay una distancia infinitamente mayor entre el
cesarismo o la autocracia y la monarquía últimamente citada, que entre esta y la República.
Hecha esta
aclaración, que repetimos nos parece una cosa sobre entendida, vamos a concluir este trabajo con dos palabras sobre
los sucesos de Roma desde el entronizamiento de Julio Cesar hasta el de su
sobrino y sucesor en el imperio, el famoso Octavio Augusto, cuya celebridad
bastó para dar nombre a su siglo, y que efectivamente hizo casi olvidar a los
romanos la pérdida de su antigua libertad.
Julio Cesar, a
pesar de su despotismo, guardó algunos miramientos con el Senado, y le respetó o
acató en muchas ocasiones. Octavio le respetó mucho más; y sus sucesores
Tiberio y Claudio también se acomodaron en muchos casos a la voluntad de aquel
cuerpo moderador. Pero en ellos puede decirse que concluyó ese respeto; por que
los sucesivos emperadores casi todos tiranizaron, con el apoyo de las tropas o
gente de guerra, y apenas le consultaron por mera fórmula.
Pero volvamos a
nuestro dictador es decir, al primero que en Roma hizo perpetuo ese cargo, y
por consiguiente convirtió la república en monarquía.
Poco nos resta que
decir acerca del mismo. Al siguiente año de su hornada de pretores, hizo
otra nueva de diez y seis; por manera que si hubiera vivido mucho tiempo, tal
vez llena de pretores la
Italia. La verdad es que todo el mudo le pedía destinos, y el
mismo decía que tan asediado le tenían por conducto de sus amigos, que le era
precisó no solo multiplicar los cargos, sino reducir la duración de cada uno a
algunos meses, para que hubiera más plazas que proveer. Al menos, así lo hizo
respecto a los cónsules, que aun cuando no pasaron de dos a la vez, quedó reducido
su ejercicio a plazos muy cortos, llegando el mismo Cesar a renunciar su
consulado de diez años, y traspasarlo a los pocos meses. Mostrábase afable para
todo el mundo y hasta clemente con sus enemigos; y como al mismo tiempo empezaba
a embellecer a Roma y emprender grandes obras de utilidad pública en diversos
parajes, así en Italia como fuera de ella, el pueblo se le aficionó cada vez más,
y empezó a amar la monarquía.
No podemos menos de
repetir que ya este pueblo no era el mismo de los buenos tiempos de la República ; su
degradación era evidente, y lo demuestra, entre otras cosas, una que no se sabe
claramente si fue adulación o estupidez y que probablemente seria la reunión de ambas. Nunca se les había ocurrido a los
romanos que sus grandes hombres fueran dioses; pero ahora tuvieron a poco más o menos por tal a Cesar, y le levantaron templos con su correspondiente culto y
servicio de ministros; lo mismo sucedió en lo sucesivo con los Emperadores
romanos; por manera que quedó establecido y como si dijéramos bien probado; que
éstos: eran divinidades de segundo o tercer orden.
Más tarde se hizo extensiva la divinidad a toda la familia
de los mismos; pero sin perjuicio de arrojarles a los muladares y declararles
enemigos del género humano, cuando se enfadaban con ellos y los destituían y
asesinaban.
Pero entretanto el pueblo, como hemos dicho,
se iba aficionando al gobierno monárquico o sea al cesarismo; por manera que
cuando Cesar fue asesinado, puede decirse que la mitad de la nación por lo
menos desaprobó ese acto; y si no lo desaprobó de pronto, no tardó mucho en
disgustarse del nuevo orden de cosas, que en realidad era desorden, porque ya
la nación no estaba para república; ya habían pasado los tiempos en que era viable esa forma de gobierno, para Roma, por
manera que después de todo, la muerte de Cesar vino a resultar un crimen, o por
lo menos, un acto contraproducente e infructuoso.
Aquí no creemos
necesario decir cosa alguna de los sucesos que inmediatamente tuvieron lugar, es decir, de los que siguieron
a los que hemos referido, y prepararon el advenimiento de Octavio a la
monarquía, o imperio, como los romanos decían. Ya hacía mucho tiempo que
llamaban imperator a cualquier
general victorioso; pero ahora la palabra iba tomando una acepción mucho más
vasta o más importante.
El pueblo romano, aunque vacilante entre el
cesarismo y la república, después de la muerte de Cesar, se hubiera acomodado
por mucho o poco tiempo a ésta última forma de gobierno, si la presión del
ejército no hubiera mediado.
Las tropas no
acataban tanto los principios políticos, como acataban a las personas; poco les
importaba, en verdad que fuera o no fuera republicano el gobierno de la nación;
pero profesaban una especie de veneración hacia sus jefes, y para ellas Antonio,
Octavio y Lépido, eran sus jefes naturales, y no aceptaban otros, o por lo
menos, no apoyaban a otros contra éstos. De ahí dimanó el segundo triunvirato,
y de, éste la segunda monarquía, sin que fuera posible vencer la obstinación de
la mayoría del ejército. La última batalla entre los dos sistemas se dio en las
llanuras de Filipos, y allí sucumbieron Bruto y Casio por no poder luchar por más
tiempo contra el prestigio de sus adversarios Octavio y Antonio.
Concluimos
repitiendo que tal cual era Roma en ese tiempo, y cualesquiera que fuesen las
deficiencias e imperfecciones de su gobierno, no dejó por el o de ser, y
proseguir siendo durante mucho tiempo, la cabeza del mundo civilizado.
La civilización de
nuestros días nos hace parecer muy deficiente aquella, pero el resto del mundo
en aquel tiempo estaba sumido en mucha mayor barbarie. Si en Grecia u otro país
había casualmente alguna ciudad más culta que Roma, era una rara e
insignificante excepción; y cuando más tarde los bárbaros del Norte
volvieron a marchar sobre el Mediodía, acabaron por enseñorearse de éste, por
que ya no encontraron aquí el insuperable valladar de la nación Romana.
R. GARCÍA-RAMOS
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