jueves, 25 de septiembre de 2014

 EL CESARISMO EN ROMA (IV)

(Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 30 de marzo de 1898)
                                 Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC
(Conclusión)

 Considerando con imparcialidad la gran revolución que tuvo lugar en Italia con la subida de Cesar al poder, y por mas que ocasionó indignación el despotismo que allí se entronizó, es preciso convenir en que no podía esperarse otra cosa de aquella sociedad tan degradada. Había aun en Roma y en toda Italia muchos hombres dignos y amantes del orden y de la libertad (que no la hay sin orden); pero eran muchos más los seres abyectos o inmorales, que no podían menos de conducir a la nación hacía el despotismo, por otro nombre llamado cesarismo. Es mas, este despotismo tal vez salvó a la nación Romana de una disolución inmediata, pues ya hemos visto como marchaban las cosas y como y por qué clase de personas era la república gobernada o administrada. La guerra civil amenazaba ser continua, dándose como se daba frecuentemente el caso de que para hacerse un nombramiento cualquiera de cónsul o de otro alto magistrado, era preciso dar una verdadera batalla dentro de la ciudad de Roma. Cada aspirante necesitaba tener y tenía una numerosa tropa de gente allegadiza que le apoyara con las armas, y estas más bien que el sufragio decidían la victoria.

 Cesar acabó con esos procedimientos estableciendo una dictadura perpetua y por más que de pronto repugnara a casi todos los romanos o italianos esa violenta medida, no tardaron en sentir y conocer sus indudables efectos, por que a favor de ella se restablecía poco a poco el orden, o lo que es lo mismo, volvían a marchar las cosas de una manera normal. El comercio, la industria, las artes, los oficios, sumamente perturbados por las discordias civiles, volvían a tomar su camino natural de progreso, y por consiguiente el bienestar de los ciudadanos se restablecía. Esto solo pudo hacer perdonar el nuevo sistema a  los muchos republicanos que habían visto con dolor e indignación desaparecer la gloriosa bandera bajo la cual Roma tanto se había enaltecido, y eclipsado a todas las demás naciones.¡Verdad amarga! Aquella gloriosa bandera ya no existía; los mismos romanos la habían dejado caer y pisotear. ¡Los mismos romanos la habían arrojado a los pies de un tirano!

 Innecesario nos parece advertir aquí que lo que acabamos de decir no es ni aun remotamente aplicable al paso de una república a una monarquía representativa, basada en ideas y procedimientos liberales. Hay una distancia infinitamente mayor entre el cesarismo o la autocracia y la monarquía últimamente citada, que entre esta y la República.

 Hecha esta aclaración, que repetimos nos parece una cosa sobre entendida, vamos a  concluir este trabajo con dos palabras sobre los sucesos de Roma desde el entronizamiento de Julio Cesar hasta el de su sobrino y sucesor en el imperio, el famoso Octavio Augusto, cuya celebridad bastó para dar nombre a su siglo, y que efectivamente hizo casi olvidar a los romanos la pérdida de su antigua libertad.
 Julio Cesar, a pesar de su despotismo, guardó algunos miramientos con el Senado, y le respetó o acató en muchas ocasiones. Octavio le respetó mucho más; y sus sucesores Tiberio y Claudio también se acomodaron en muchos casos a la voluntad de aquel cuerpo moderador. Pero en ellos puede decirse que concluyó ese respeto; por que los sucesivos emperadores casi todos tiranizaron, con el apoyo de las tropas o gente de guerra, y apenas le consultaron por mera fórmula.

 Pero volvamos a nuestro dictador es decir, al primero que en Roma hizo perpetuo ese cargo, y por consiguiente convirtió la república en monarquía.
 Poco nos resta que decir acerca del mismo. Al siguiente año de su hornada de pretores, hizo otra nueva de diez y seis; por manera que si hubiera vivido mucho tiempo, tal vez llena de pretores la Italia. La verdad es que todo el mudo le pedía destinos, y el mismo decía que tan asediado le tenían por conducto de sus amigos, que le era precisó no solo multiplicar los cargos, sino reducir la duración de cada uno a algunos meses, para que hubiera más plazas que proveer. Al menos, así lo hizo respecto a los cónsules, que aun cuando no pasaron de dos a la vez, quedó reducido su ejercicio a plazos muy cortos, llegando el mismo Cesar a renunciar su consulado de diez años, y traspasarlo a los pocos meses. Mostrábase afable para todo el mundo y hasta clemente con sus enemigos; y como al mismo tiempo empezaba a embellecer a Roma y emprender grandes obras de utilidad pública en diversos parajes, así en Italia como fuera de ella, el pueblo se le aficionó cada vez más, y empezó a amar la monarquía.

 No podemos menos de repetir que ya este pueblo no era el mismo de los buenos tiempos de la República; su degradación era evidente, y lo demuestra,  entre otras cosas, una que no se sabe claramente si fue adulación o estupidez y que probablemente seria la reunión de ambas. Nunca se les había ocurrido a los romanos que sus grandes hombres fueran dioses; pero ahora tuvieron a poco más o menos por tal a Cesar, y le levantaron templos con su correspondiente culto y servicio de ministros; lo mismo sucedió en lo sucesivo con los Emperadores romanos; por manera que quedó establecido y como si dijéramos bien probado; que éstos: eran divinidades de segundo o tercer orden.

Más tarde se hizo extensiva la divinidad a toda la familia de los mismos; pero sin perjuicio de arrojarles a los muladares y declararles enemigos del género humano, cuando se enfadaban con ellos y los destituían y asesinaban.

 Pero entretanto el pueblo, como hemos dicho, se iba aficionando al gobierno monárquico o sea al cesarismo; por manera que cuando Cesar fue asesinado, puede decirse que la mitad de la nación por lo menos desaprobó ese acto; y si no lo desaprobó de pronto, no tardó mucho en disgustarse del nuevo orden de cosas, que en realidad era desorden, porque ya la nación no estaba para república; ya habían pasado los tiempos en que era viable esa forma de gobierno, para Roma, por manera que después de todo, la muerte de Cesar vino a resultar un crimen, o por lo menos, un acto contraproducente e infructuoso.
 Aquí no creemos necesario decir cosa alguna de los sucesos que inmediatamente  tuvieron lugar, es decir, de los que siguieron a los que hemos referido, y prepararon el advenimiento de Octavio a la monarquía, o imperio, como los romanos decían. Ya hacía mucho tiempo que llamaban imperator a cualquier general victorioso; pero ahora la palabra iba tomando una acepción mucho más vasta o más importante.
 El  pueblo romano, aunque vacilante entre el cesarismo y la república, después de la muerte de Cesar, se hubiera acomodado por mucho o poco tiempo a ésta última forma de gobierno, si la presión del ejército no hubiera mediado.
 Las tropas no acataban tanto los principios políticos, como acataban a las personas; poco les importaba, en verdad que fuera o no fuera republicano el gobierno de la nación; pero profesaban una especie de veneración hacia sus jefes, y para ellas Antonio, Octavio y Lépido, eran sus jefes naturales, y no aceptaban otros, o por lo menos, no apoyaban a otros contra éstos. De ahí dimanó el segundo triunvirato, y de, éste la segunda monarquía, sin que fuera posible vencer la obstinación de la mayoría del ejército. La última batalla entre los dos sistemas se dio en las llanuras de Filipos, y allí sucumbieron Bruto y Casio por no poder luchar por más tiempo contra el prestigio de sus adversarios Octavio y Antonio.

 Concluimos repitiendo que tal cual era Roma en ese tiempo, y cualesquiera que fuesen las deficiencias e imperfecciones de su gobierno, no dejó por el o de ser, y proseguir siendo durante mucho tiempo, la cabeza del mundo civilizado.

 La civilización de nuestros días nos hace parecer muy deficiente aquella, pero el resto del mundo en aquel tiempo estaba sumido en mucha mayor barbarie. Si en Grecia u otro país había casualmente alguna ciudad más culta que Roma, era una rara e insignificante excepción; y cuando más tarde los bárbaros del Norte volvieron a marchar sobre el Mediodía, acabaron por enseñorearse de éste, por que ya no encontraron aquí el insuperable valladar de la nación Romana.


                                                                                       R. GARCÍA-RAMOS

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