(Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 17 de marzo de 1898)
No hay en toda la
antigua y famosa Historia Romana periodo alguno cuyo estudio ofrezca más
interés que aquel durante el cual la primitiva monarquía de dicha gran nación
se convirtió en república, y sobre todo, aquel otro muy posterior, en que la
república se convirtió en monarquía. Diremos de paso que la primera monarquía
Romana no fue absoluta ni de derecho divino, como tampoco lo fue la segunda. El
sena- do fue siempre un cuerpo moderador en el as, hasta que la tiranía de los
emperadores, consentida por el ejército y aun por el pueblo, anuló una tras
otra las atribuciones del Senado, después de anular las del Tribunado.
Aquí vamos a
ocuparnos tan solo del segundo periodo citado, y aún así no nos proponemos
hacer una historia detallada, ni mucho, menos, de tan señalada época sino un
mero bosquejo o indicación de los principales sucesos de la misma.
La gran guerra
social había terminado, cuando se iniciaron en Roma los acontecimientos que
habían de concluir con la república. La ciudadanía concedida por Roma a los pueblos de Italia, apagó aquel
gran incendio social, que estuvo a punto de destruir e gran poder que
Roma había adquirido. Pero este derecho de ciudadanía se advirtió bien pronto
que quedaba reducido a muy poca cosa, cuando el Senado resolvió que todos los
nuevos ciudadanos no formaran más que ocho tribus nuevas, a pesar de ser igual o
mayor el número de ciudadanos de dichas ocho tribus, que el de las muchas más
que ya existían; pues ya es sabido que en los comicios cada tribu solo tenía un
voto, y de consiguiente la representación de los nuevos
ciudadanos quedaba casi anulada. Sin embargo, la guerra social había sido tan
larga, sangrienta y desastrosa, que no se alteró por de pronto aquella paz tan
largo tiempo deseada. Un incidente fortuito fue el origen de la nueva guerra,
que se llamó civil para distinguirla de la anterior. Durante esta o sea la
llamada social, varias otras naciones habían aprovechado la ocasión para
recuperar lo que habían perdido en sus contiendas con los romanos, y en
particular Mitrídates, rey o soberano del Ponto, había destrozado varios
cuerpos de ejército y destacamentos que los romanos tenían en Asía y aun en la
parte más oriental de Europa, había puesto guarniciones en Grecia y otros países
independientes, y hasta se le acusaba de ser el principal autor de una grande y
alevosa matanza de romanos e italianos que había tenido lugar en Asia, en un
día señalado de antemano, y en la cual perecieron hasta los comerciantes e
industriales.
La guerra, pues,
contra Mitrídates fue resuelta desde que en Italia se restableció la
tranquilidad, y el Senado nombró al célebre general Sila (que se había
distinguido sobre todos en la guerra social) para mandar el ejército destinado
a operar en Asía.
Mitridates |
Lucio Cornelio Sila |
Julio Cesar |
Cayo Mario |
Pero ese mando lo
deseaba ardientemente otro famoso general, o lo que aún es más verosímil, no se
resignaba a consentir y se tenía por muy desairado y como afrentado de que el
Senado prefiriese a un antiguo subalterno suyo, de menos merecimientos y de
menos edad, contando Mario (que es el antiguo jefe de que hablamos) tantos
triunfos y tantos consulados.
En efecto Mario, el
famoso vencedor de los Teutones y Cimbros, el salvador de Italia (como solían
llamarle), era aunque ya anciano la primera figura de la República ; si bien
durante la guerra social poco se distinguió, y hasta se asegura que retiró, sus
servicios en el primero o segundo año de dicha guerra, protestando su falta de
salud, verdadera o supuesta. En realidad y a pesar de su privilegiada
constitución, parece que tuvo por entonces una grave enfermedad, y parece
también por otra parte que se inclinaba a conceder la ciudadanía a los
italianos. De cualquier modo, cuando el general nombrado para combatir
Mitrídates salió de Roma con las tropas que de aquí llevaba, Mario y sus
secuaces o partidarios, entre los cuales se contaban casi todos los miembros
del Tribunado (cuerpo que rivalizaba en poder con el Senado), propusieron la
disolución de las ocho nuevas tribus, y que sus individuos fueran distribuidos
en las demás que ya existían antes de la guerra social. Se obtuvo esa
innovación, y luego se pidió que fuera declarado nulo el nombramiento hecho por
el Senado a favor de Sila, y se procediera a un nuevo nombramiento de general
para el Asia, hecho por el sufragio de las tribus. También se consiguió esto
último, y como era de esperar, resultó elegido Mario para tan importante cargo.
Sila contramarchó
inmediatamente y avanzó sobre Roma, llamado por el Senado según dicen unos, o
de muto propio, según otros. Era uno de los dos cónsules de aquel año, y tanto
el mismo como su colega y la gran mayoría de los Senadores desaprobaban las
medidas últimamente llevadas a cabo por los tribunos y por los nuevos
ciudadanos. Lo cierto fue que Mario y sus partidarios no pudieron evitar que su
contrario penetrase en Roma, y los principales de aquella facción o partido
salieron de la ciudad y a duras penas lograron escapar, o salvarse.
Restablecido en su
cargo partió nuevamente Sila para el Asia; pero a su vez volvieron sus
contrarios a entrar en Roma y renovar los procedimientos anteriores, hasta
conseguir no solo la destitución de aquel general y cónsul, sino que fuese
declarado enemigo de la República.
Por supuesto que
las ocho tribus de nueva creación volvieron a fundirse en las treinta y cinco
antiguas; pero ya en esto había menos empeño, o poco interés, en razón a que
celebrándose siempre en la ciudad de Roma los comicios por tribus (como los
otros por curias y por centurias), pocos eran los nuevos ciudadanos que acudían
a ellos, en razón a su residencia habitual, que era en casi todos muy lejana de
aquella ciudad. Aun en los tiempos anteriores, pocos votantes acudían a Roma
desde el resto de Italia, para celebrar los comicios; por manera que casi toda
la nación adoptaba o se conformaba con los acuerdos de su metrópoli.
Mientras el famoso
Sila continuaba en Oriente sus campañas, falleció en Roma el no menos célebre
Mario, abrumado de cargos y honores, a la par que de años, y abrumando a la
ciudad y a toda Italia con atropellos y asesinatos jurídicos; por cada victima de
entre los de su partido que el contrario o sea el de Sila había hecho,
sacrificaron Mario y los suyos, un centenar o poco menos; por manera que si más
tarde, cuando el partido que acaudillaba Sila volvió al poder, hubiera hecho
otro tanto, apenas hubiera quedado gente en Italia, salvo los parciales suyos.
Pero la verdad es que las represalias de éstos no igualaron siquiera el número
de víctimas de aquellos, o lo que es lo mismo, el partido de Mario se mostró
muchísimo más implacable.
Los historiadores y
en general los autores romanos, casi todos ellos posteriores a la época de
referencia, ora por adulación ora por temor a los Césares, disculpan todo lo
que pueden el bando de Mario y culpan al bando contrario; pues es sabido que Julio
César no solamente tuvo parentesco muy cercano de afinidad con Mario, o con la
esposa de éste sino que fue el principal continuador de su sistema político, y
su amigo de todos tiempos y situaciones. Decimos impropiamente sistema
político, porque en realidad el sistema de Mario y el de César no fue otro
que el de dominar en la
República y enseñorearse de todo, como en los tiempos
modernos sucedió con el emperador Napoleón. Ni éste famoso corso, ni Cesar ni
Mario, fueron hombres que como el calumniado Sila, de plena voluntad, sin
presión de ningún género, renunciaran a la dictadura y se conformaran con la
vida privada. Por el contrario Mario se hizo así mismo, dictador, sin consentimiento
de Senado ni del pueblo, o lo que es igual, sin que obtuviera a su favor tal
nombramiento. Cesar le obtuvo para si mismo, y tanto le satisfizo, que no pensó
en abandonar ese puesto, e irónicamente dijo que para descargar al pueblo en lo
sucesivo del trabajo de elegir sus principales magistrados, el mismo se encargaría
de hacerlo, y lo hizo en parte, esto es, reservándose nombrar la mitad de
ellos. Ya tenía preparado el terreno para convertirse en monarca absoluto,
cuando en pleno Senado le dieron la muerte unos cuantos hombres que, aun cuando
amantes de libertad, no contaban con el apoyo de la mayoría de a nación. Quizá
no sabían que los tiranos no vienen sino cuando las naciones quieren ser
esclavas; y si lo sabían, se equivocaron respecto al modo de pensar de los
romanos de aquel tiempo. Pero volvamos atrás, para no seguir anticipando el
relato de los sucesos.
R. GARCÍA-RAMOS
(Continuará)
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