miércoles, 24 de septiembre de 2014

EL CESARISMO EN ROMA (I)



 (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 17 de marzo de 1898)


 No hay en toda la antigua y famosa Historia Romana periodo alguno cuyo estudio ofrezca más interés que aquel durante el cual la primitiva monarquía de dicha gran nación se convirtió en república, y sobre todo, aquel otro muy posterior, en que la república se convirtió en monarquía. Diremos de paso que la primera monarquía Romana no fue absoluta ni de derecho divino, como tampoco lo fue la segunda. El sena- do fue siempre un cuerpo moderador en el as, hasta que la tiranía de los emperadores, consentida por el ejército y aun por el pueblo, anuló una tras otra las atribuciones del Senado, después de anular las del Tribunado.

Aquí vamos a ocuparnos tan solo del segundo periodo citado, y aún así no nos proponemos hacer una historia detallada, ni mucho, menos, de tan señalada época sino un mero bosquejo o indicación de los principales sucesos de la misma.

 La gran guerra social había terminado, cuando se iniciaron en Roma los acontecimientos que habían de concluir con la república. La ciudadanía concedida por    Roma a los pueblos de Italia, apagó aquel gran incendio social, que estuvo a punto de destruir e gran poder que Roma había adquirido. Pero este derecho de ciudadanía se advirtió bien pronto que quedaba reducido a muy poca cosa, cuando el Senado resolvió que todos los nuevos ciudadanos no formaran más que ocho tribus nuevas, a pesar de ser igual o mayor el número de ciudadanos de dichas ocho tribus, que el de las muchas más que ya existían; pues ya es sabido que en los comicios cada tribu solo tenía un voto, y de consiguiente la representación de los nuevos ciudadanos quedaba casi anulada. Sin embargo, la guerra social había sido tan larga, sangrienta y desastrosa, que no se alteró por de pronto aquella paz tan largo tiempo deseada. Un incidente fortuito fue el origen de la nueva guerra, que se llamó civil para distinguirla de la anterior. Durante esta o sea la llamada social, varias otras naciones habían aprovechado la ocasión para recuperar lo que habían perdido en sus contiendas con los romanos, y en particular Mitrídates, rey o soberano del Ponto, había destrozado varios cuerpos de ejército y destacamentos que los romanos tenían en Asía y aun en la parte más oriental de Europa, había puesto guarniciones en Grecia y otros países independientes, y hasta se le acusaba de ser el principal autor de una grande y alevosa matanza de romanos e italianos que había tenido lugar en Asia, en un día señalado de antemano, y en la cual perecieron hasta los comerciantes e industriales.

 La guerra, pues, contra Mitrídates fue resuelta desde que en Italia se restableció la tranquilidad, y el Senado nombró al célebre general Sila (que se había distinguido sobre todos en la guerra social) para mandar el ejército destinado a operar en Asía.


Mitridates

Lucio Cornelio Sila
Julio Cesar 
Cayo Mario

 Pero ese mando lo deseaba ardientemente otro famoso general, o lo que aún es más verosímil, no se resignaba a consentir y se tenía por muy desairado y como afrentado de que el Senado prefiriese a un antiguo subalterno suyo, de menos merecimientos y de menos edad, contando Mario (que es el antiguo jefe de que hablamos) tantos triunfos y tantos consulados. 

 En efecto Mario, el famoso vencedor de los Teutones y Cimbros, el salvador de Italia (como solían llamarle), era aunque ya anciano la primera figura de la República; si bien durante la guerra social poco se distinguió, y hasta se asegura que retiró, sus servicios en el primero o segundo año de dicha guerra, protestando su falta de salud, verdadera o supuesta. En realidad y a pesar de su privilegiada constitución, parece que tuvo por entonces una grave enfermedad, y parece también por otra parte que se inclinaba a conceder la ciudadanía a los italianos. De cualquier modo, cuando el general nombrado para combatir Mitrídates salió de Roma con las tropas que de aquí llevaba, Mario y sus secuaces o partidarios, entre los cuales se contaban casi todos los miembros del Tribunado (cuerpo que rivalizaba en poder con el Senado), propusieron la disolución de las ocho nuevas tribus, y que sus individuos fueran distribuidos en las demás que ya existían antes de la guerra social. Se obtuvo esa innovación, y luego se pidió que fuera declarado nulo el nombramiento hecho por el Senado a favor de Sila, y se procediera a un nuevo nombramiento de general para el Asia, hecho por el sufragio de las tribus. También se consiguió esto último, y como era de esperar, resultó elegido Mario para tan importante cargo.

 Sila contramarchó inmediatamente y avanzó sobre Roma, llamado por el Senado según dicen unos, o de muto propio, según otros. Era uno de los dos cónsules de aquel año, y tanto el mismo como su colega y la gran mayoría de los Senadores desaprobaban las medidas últimamente llevadas a cabo por los tribunos y por los nuevos ciudadanos. Lo cierto fue que Mario y sus partidarios no pudieron evitar que su contrario penetrase en Roma, y los principales de aquella facción o partido salieron de la ciudad y a duras penas lograron escapar, o salvarse.

 Restablecido en su cargo partió nuevamente Sila para el Asia; pero a su vez volvieron sus contrarios a entrar en Roma y renovar los procedimientos anteriores, hasta conseguir no solo la destitución de aquel general y cónsul, sino que fuese declarado enemigo de la República.

 Por supuesto que las ocho tribus de nueva creación volvieron a fundirse en las treinta y cinco antiguas; pero ya en esto había menos empeño, o poco interés, en razón a que celebrándose siempre en la ciudad de Roma los comicios por tribus (como los otros por curias y por centurias), pocos eran los nuevos ciudadanos que acudían a ellos, en razón a su residencia habitual, que era en casi todos muy lejana de aquella ciudad. Aun en los tiempos anteriores, pocos votantes acudían a Roma desde el resto de Italia, para celebrar los comicios; por manera que casi toda la nación adoptaba o se conformaba con los acuerdos de su metrópoli.

 Mientras el famoso Sila continuaba en Oriente sus campañas, falleció en Roma el no menos célebre Mario, abrumado de cargos y honores, a la par que de años, y abrumando a la ciudad y a toda Italia con atropellos y asesinatos jurídicos; por cada victima de entre los de su partido que el contrario o sea el de Sila había hecho, sacrificaron Mario y los suyos, un centenar o poco menos; por manera que si más tarde, cuando el partido que acaudillaba Sila volvió al poder, hubiera hecho otro tanto, apenas hubiera quedado gente en Italia, salvo los parciales suyos. Pero la verdad es que las represalias de éstos no igualaron siquiera el número de víctimas de aquellos, o lo que es lo mismo, el partido de Mario se mostró muchísimo más implacable.

 Los historiadores y en general los autores romanos, casi todos ellos posteriores a la época de referencia, ora por adulación ora por temor a los Césares, disculpan todo lo que pueden el bando de Mario y culpan al bando contrario; pues es sabido que Julio César no solamente tuvo parentesco muy cercano de afinidad con Mario, o con la esposa de éste sino que fue el principal continuador de su sistema político, y su amigo de todos tiempos y situaciones. Decimos impropiamente sistema político, porque en realidad el sistema de Mario y el de César no fue otro que el de dominar en la República y enseñorearse de todo, como en los tiempos modernos sucedió con el emperador Napoleón. Ni éste famoso corso, ni Cesar ni Mario, fueron hombres que como el calumniado Sila, de plena voluntad, sin presión de ningún género, renunciaran a la dictadura y se conformaran con la vida privada. Por el contrario Mario se hizo así mismo, dictador, sin consentimiento de Senado ni del pueblo, o lo que es igual, sin que obtuviera a su favor tal nombramiento. Cesar le obtuvo para si mismo, y tanto le satisfizo, que no pensó en abandonar ese puesto, e irónicamente dijo que para descargar al pueblo en lo sucesivo del trabajo de elegir sus principales magistrados, el mismo se encargaría de hacerlo, y lo hizo en parte, esto es, reservándose nombrar la mitad de ellos. Ya tenía preparado el terreno para convertirse en monarca absoluto, cuando en pleno Senado le dieron la muerte unos cuantos hombres que, aun cuando amantes de libertad, no contaban con el apoyo de la mayoría de a nación. Quizá no sabían que los tiranos no vienen sino cuando las naciones quieren ser esclavas; y si lo sabían, se equivocaron respecto al modo de pensar de los romanos de aquel tiempo. Pero volvamos atrás, para no seguir anticipando el relato de los sucesos.

                               
                                                                                       R. GARCÍA-RAMOS

(Continuará)

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