martes, 30 de septiembre de 2014

SILUETAS HISTÓRICAS. METTERNICH

                  (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 25 de mayo de 1898)
                           Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC

Atendiendo la insinuación de algunos lectores del DIARIO, escribimos esta semblanza, acaso la última, por que debemos dejar a otras plumas mejor cortadas, vasto campo en que ejercitarse si gustan. Aun las pocas figuras históricas que hemos bosquejado, pueden ser tratadas con mayores detalles y conocimientos. Seguramente no son esas las únicas figuras salientes que nos ofrece la Historia, ni siquiera las principales; infinitas otras hay en los tiempos antiguos y modernos, acerca de las cuales se ha escrito mucho (y desbarrado no poco) por autores nacionales y extranjeros; en general los tales escritores propenden a exagerar los méritos y servicios de sus biografiados, haciendo por lo común una novela de la vida de cada cual de ellos. Lo peor es que la juventud lee tales dislates, y los cree de buena fe, sin caer en la cuenta de que se la están propinando fábulas análogas a las de Perseo, Jason, Castor, Polux, Teseo y tantos otros.

 Hubo un tiempo en que Metternich fue ensalzado como pocos lo han sido; pero ese periodo de exageración duró poco respecto a ese famoso diplomático austríaco; otros muchos hombres han conservado más tiempo que aquel, y quizá con menos razón, el privilegio que llamaremos del bombo. Y cuenta que estamos muy lejos de atribuir a dicho diplomático el don de profecía o adivinación, que al mismo, a Colón, a Nostra- damus, Merlín y tantos otros ha atribuido la humana chifladura, como decía un escritor canario. Acaso otro cualquiera diplomático, colocado en el puesto que ocupó Metternich, no hubiera desmerecido de éste, como cualquier al mirante puesto en lugar de Nelson hubiera ganado la batalla de Trafalgar, según decía aquel mismo escritor aludido.

Klemens von Metternich


  La celebridad de Metternich fue debida principalmente a la caída de Napoleón, que se le atribuyó como a Talleyrand; es decir, que uno y otro fueron considerados exageradamente como fautores principales de aquella gran modificación en la política europea.

Napoleón había ocasionado en esta última un trastorno inmenso, comenzado en verdad por la revolución francesa. Era una pretensión inaudita la de aquel hombre, que aspiraba a dominar la Europa entera, y quería que sus hermanos, parientes y generales fueran otros tantos monarcas o soberanos de las naciones europeas, bajo su supremo mando, y después de avasallar esta parte del mundo, proseguir haciendo lo mismo en las restantes.

Se ha hablado mucho de coaliciones europeas contra Napoleón o contra Francia, callando las que aquel consiguió hacer contra cada una de las otras naciones. El arrastró casi todas si no todas las naciones europeas contra la sola Rusia, y antes de eso, ya había formado una potente y, estrecha liga con la Polonia, la Holanda, Sajonia, Baviera, Wurtemberg, Westfalia y otros varios estados, para abrumar al Austria en Wagram, a la Prusia en Jena, a rusos y prusianos en Friedland etc. Cuando sus huestes penetraron en nuestra. Península, no fueron franceses solos los que nos atacaron, sino una numerosa
turba de gente diversa, amalgamada por Napoleón.

 Olvidábamos la Italia, que estuvo al Servicio de Francia durante todo el período de la epopeya imperial.
 Pero llegó un día en que, como antes indicamos, empujó Napoleón a casi toda Europa contra Rusia, y se estrelló en ésta, volviendo fugitivo a París para pedir a los franceses y sus aliados la sangre que les quedaba. Con ella luchó con ventaja en Lutzen y en Baut zen; pero esta última batalla, que duró dos o tres días, le hizo comprender que aventuraba cuanto le quedaba de su poder y prestigio, si llegaba a dar otra. Por eso propuso el armisticio que tanto se le ha echado en cara o desaprobado, y lo propuso según se dice por consejo de Metternich, o del emperador de Austria, suegro del mismo Bonaparte. Sin el armisticio, es muy dudoso que volviera a fijarse la victoria en las banderas de la coalición napoleónica; por que la prueba sufrida en Rusia y en Polonia había sido muy dura, y sobre todo, porque todo el mundo y hasta los mismos franceses comenzaban a hastiarse de la guerra perpetua a que les obliga por decirlo así, un hombre solo, que todo lo quería dominar.

El invierno y sus nieves sirvieron como de editores responsables de la derrota con que concluyó la que comenzó victoriosa campaña contra los rusos (a los que se atacó con fuerzas muy superiores en número); pero tal vez la verdadera causa de la derrota fue el hastío y mala gana de batirse por secundar los planes de un ambicioso y sus allegados. La opinión había experimentado una notable variación entre los mismos pueblos o naciones secuaces de Bonaparte, y hasta los franceses estaban cansados de su dominio, que comenzaban a comprender les llevaba, no al señorío del universo, sino a la muerte en los campos de batalla. Prueba de ello es que ni las nieves ni el invierno habían impedido (algún tiempo antes) que Francia y sus aliados triunfaran en Friedland y en Eylau, con más frío y mas invierno que es el Berezina y en Wilna.

 Concertado el armisticio de que hablábamos, comienza a parecer en primer término la figura de Metternich, en las largas y complicadas negociaciones que siguieron. Esta es la ocasión de decir dos palabras sobre el mismo diplomático, durante los años inmediatos anteriores.

Había presenciado con dolor el desmembramiento de su nación, repartida en su mayor parte al capricho del emperador de los franceses. Con los despojos de Austria se habían agrandado los nuevos reinos de Holanda, Baviera, Sajonia, Wurtemberg y Westfalia, to dos sumisos y agradecidos a la Francia y a su emperador; y Metternich recibió con el cargo de embajador cerca de esta última potencia, la dificultosa, misión de conservar la buena armonía aparente entre Austria y Francia, y al mismo tiempo evitar en cuanto fuera posible, que Napoleón prosiguiera su expoliación en Austria. No hay duda que esta misión fue desempeñada por aquel embajador con una habilidad tal, que le acreditó grandemente no sólo para con Francisco II, sino para con Napoleón mismo; su influencia en París llegó a ser tal, que casi a sabiendas del gobierno francés tomó parte, en los arreglos con Inglaterra para una tentativa belicosa, mientras Napoleón y su ejército invadían la península Ibérica. Austria se levantó en efecto y retiró su embajador; pero la pérdida de la gran batalla de Wagram, disputada valientemente durante todo un día,: la obligó a solicitar de nuevo la paz. Metternich pasó al ministerio de, Negocios Extranjeros, y luego fue plenipotenciario a fin de concluir en París un nuevo tratado, misión que también llenó con rara habilidad y acierto, a pesar de ser extremamente ardua. Fue enseguida nombrado Canciller de Austria, conservando la dirección de los Negocios Extranjeros; y cuando sobrevino la estrecha unión de las dos naciones, motivada por el matrimonio de Napoleón con la archiduquesa, matrimonio qué se llevó a cabo con gran contentamiento de Metternich, (que varias veces lo había propuesto a ambos soberanos), este ministro se vio nombrado príncipe del Imperio y una de las primeras figuras del mismo, si no la primera después de Francisco José, soberano de Austria. Tales son a grandes rasgos, los antecedentes del conde y luego príncipe de Metternich, y la posición que ocupaba cuando sonó la hora de la caída del gran poder napoleónico, o el principio del fin, del mismo poder, como llamaba burlescamente el príncipe de Talleyrand la derrota y retirada ante dichas, a los acontecimientos que inmediatamente siguieron hasta la gran batalla decisiva de Leipzig.

 Era pues entonces este gran Canciller del imperio Austríaco el arbitro casi de toda Europa; porque la omnímoda confianza depositada en el mismo por su soberano, y hasta por los demás miembros del Gabinete y por toda la nación, le hacían el verdadero director de la política de ésta, y la política de Austria era entonces de un peso enorme y decisivo en los asuntos europeos, era como el que se arroja en una balanza equilibrada. Su primer cuidado fue montar el ejército austríaco a una altura grande y en la que pudiera competir con el de cualquiera de las grandes naciones beligerantes, a fin de que la intervención armada de Austria fuera decisiva, y una vez obtenida esa ventajosa posición, trató sobre todo de hacer reintegrar a su nación de las pérdidas que había experimentado. Para ello prescindió del enlace de parentesco entre los dos emperadores, (suegro y yerno), y propuso un tratado de paz que tendía a crear y mantener el equilibrio europeo. Napoleón rechazó, como era de esperar, tal equilibrio, (que sus contrarios aceptaban), y porfiaba a fin de que Metternich se limitase a pedir solamente ventajas para el Austria; pero el negociador de esta nación era demasiado previsor para que fuera posible dejarse alucinar por Bonaparte. Comprendía de sobra que una vez victorioso éste, no respetaría lo tratado, y sería cuestión de volver a empezar una guerra muy peligrosa, o de lo contrario y para evitar dicha guerra, tener que pasar a poco más o menos por lo que Napoleón quisiese. Después de varias conferencias y notas recíprocas, ofreció a aquél un ultimátum. La paz, sin embargo, ofrecía serias dificultades, a causa principalmente de los nuevos reinos erigidos en Alemania, y considerablemente aumentados o ensanchados por Napoleón a expensas del Austria y de la Prusia. Estos nuevos reinos eran adictos a Francia, con la que habían formado la confederación llamada renana o del Rhin.

 Más de la mitad de Alemania, pues, secundaba los planes que de acuerdo con ella formaba el emperador de los franceses, y le prestaba sus tropas, que a su vez eran casi iguales en número a las de Francia; además ésta nación contaba con casi todas las fuerzas del país que formaba el antiguo reino de Polonia, y además las de Italia. Resultaba de todo ello que había que ensayar nuevamente la suerte de las armas, máxime teniendo como tenía Napoleón dos hermanos suyos en los tronos de Holanda y Westfalia (este último, reino, creado por Napoleón , comprendía casi todo el país de Brunswik, Hesse y Hannover).

 Sabido es el resultado de las nuevas hostilidades, resultado debido en gran parte al Canciller austríaco, que ofreció a los soberanos alemanes de la confederación del Rhin, respetar sus derechos adquiridos (salvo ligeras modificaciones), y consiguió separarles en gran parte de los intereses de Napoleón, el que por su parte les abrumaba con éxa- cciones de gente y dinero para la guerra, y les trataba con sobrada altanería. Los tres días de batalla de Leipzig derrumbaron definitivamente el edificio napoleónico, estando, por demás aquí añadir detalles bien sabidos, acerca de ese y otros acontecimientos sucesivos, hasta la reinstalación de los Borbones en el trono de Francia, los que entraron como decían entonces, confundidos con los bagajes del ejército aliado.

Fue Metternich quien más fomentó la deserción de los aliados de Bonaparte, si bien después no pudo cumplir ni aun la mitad de sus promesas (como sucede casi siempre en tales casos) porque el Gabinete de Viena, y sobre todo el Congreso europeo, se opusieron a ello. Los nuevos reinos quedaron unos disueltos y otros reducidos a poco más de nada, relativamente a la extinción y poderío que alcanzaron durante la autocracia imperial de Francia. Verdad es que si Bonaparte prevalece, hubiera probablemente trastornado de nuevo su propia obra, quitando y poniendo reyes y territorios, a su capricho o albedrío, hasta dejar colocados en todos los tronos europeos a todos los miembros de su familia, como soberanos feudatarios suyos. Pero aun hay más, sus planes no se concretaban a tan poca cosa (a su entender); le era preciso conquistar el mundo, o sucumbir en la demanda; le era preciso poner a la Francia y sus naciones aliadas en la alternativa de dominar el mundo o perecer; tal ha sido siempre el modo de pensar de los grandes conquistadores.

 Claro es que ninguno de esos autócratas podría jamás realizar sus propósitos, si no le apoyaran las naciones o los pueblos, y por ello son éstos los que verdaderamente crean a los déspotas y tiranos. Pero si bien en Francia había muchos individuos capaces de apoyar a Napoleón, de secundar sus proyectos de dominación universal, o predominio del mismo y de la Francia (y con la esperanza también del medro individual de cada uno); no es menos cierto, que otros muchos estaban lejos de hacer tal sacrificio, que bien veían redundaba en primer término a favor de la familia Bonaparte, que entendían no valía más que otra, cualquiera. Sobre todo los aliados del mismo Emperador no podían ni querían servir de escabel a un hombre, una familia ni una nación extranjera, aún participando de las glorias de ésta secundariamente, y hasta sólo veían en Napoleón un general de fortuna, a quién ésta favoreció mucho más que su propio mérito


                                                                                     R. GARCÍA-RAMOS
SILUETAS HISTÓRICAS. ATILA

                      (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 28 de abril de 1898)
                              Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC

El año 434 de nuestra Era sucedió ese príncipe a su tío Roas o Rugí en la soberanía del vasto imperio de los hunos, que comprendía la antigua Escitia y una considerable parte de la Escandinavia y aun de la Germania, imperio que Atila extendió por casi toda la Tracia y otros países. Los tártaros, suevos o sarmatas, hérulos, marcomanos, gepidas, panonios, macedonios, (lacios y muchas otras gentes o pueblos le obedecían, o le pagaban tributo. Los girones del gran imperio Romano, que conservaban el nombre pomposo de imperio de Oriente o griego, e imperio de Occidente o latino, temblaban ante la perspectiva de una nueva y formidable invasión de bárbaros que les amenazaba.


Atila 

 Como era y es natural entre pueblos salvajes, y aun a medio civilizar, Atila era mirado casi como un dios. Los sacerdotes de su culto o religión le habían regalado un cimitarra, que decían era un don que para el mismo habían obtenido del dios de la guerra o de las batallas, que consideraban como el primero o principal, si no el único dios. Raro ha sido el pueblo antiguo que no haya llamado señor de las batallas a su respectiva divinidad suprema. Los pueblos entendían que el poder o la fuerza era el principal atributo de la divinidad; hasta ahí no iban descaminados, y por ello consideraban el poder o la fuerza como la suprema cualidad en los hombres y en las Naciones, y el derecho de la fuerza como el derecho supremo. Pero iban más allá aun, y no se explica hoy muy bien la unanimidad con que casi todos los pueblos antiguos, de Oriente y de Occidente (y probablemente también los de América y Oceanía) dieron en creer que sus dioses les mandaban aniquilar o exterminar a otros pueblos. Tenemos en la Biblia o sea en el antiguo Testamento, varios ejemplos de tal ordenanza o precepto, y A tila, como tantos otros, tuvo a mucha honra el ser la espada vengadora de dios, contra los malandrines de la vecindad. Antes de Atila, ya otros muchos tuvieron la misma idea, y probablemente con igual fundamento. Leemos en Tito Livio (Epit. 67), en Orosio (lib V-16) y también en Plutarco y Eutropo, que cuando los cimbros y teutones invadieron las Galias, por los años 105 o 106 antes de nuestra Era, y destrozaron los dos cuerpos de ejército que allí les opusieron los romanos, hicieron lo posible por acabar con todos éstos, por que tal era la costumbre de aquellos bárbaros en casi todas sus guerras, y era cosa que creían sumamente agradable a la divinidad. Añaden esos autores que también entre los germanos y aun entre los galos existía la mismas creencia y por tanto la misma costumbre, y que generalmente entendían que era un sacrificio muy grato a sus divinidades, no solo el de todos los enemigos a quienes pudieran dar muerte, sino el de sus mujeres, hijos, bestias o animales domésticos etc. Hasta los muebles y otros objetos del uso que les pudieran tomar eran quemados y destruidos, como cosa inmunda y maldita, llegando el escrúpulo hasta tal punto en la famosa batalla que acabamos de citar, o por mejor decir inmediatamente después de ella, que el oro, la plata y demás metales de los vencidos, fueron arrojados al Ródano por los vencedores. En la referida batalla, como en otras muchas, formaban parte de las tropas vencidas muchos galos, iberos, africanos, griegos etc., pues es bien sabido que los romanos, como otras muchas naciones, componían sus ejércitos con gentes diversas; todos fueron degollados sin excepción por el vencedor, quedando éste persuadido de que la divinidad había de quedar sumamente complacida, y deduciendo con la lógica propia de tales gentes que Dios se entretenía en crear generaciones enteras, con el laudable fin y propósito de mandarlas degollar.

Todavía hoy, en Oriente y en algunas otras partes, suele haber tales degollinas, entre naciones de diversa religión, como reminiscencia de aquellos buenos tiempos antiguos, que tanto echan de menos varios escritores modernos.

Atila o el azote de Dios, como suelen llamarle, no fue acaso tan cruel como las gentes que acaudillaba; en particular los sacerdotes paganos fueron los mayores azotes que la humanidad ha tenido. Los llamados druidas, en Europa se distinguieron por su crueldad y superstición, siendo para ellos un placer inefable el sacrificio de víctimas humanas, no sólo en guerra, sino también en paz. Lo mismo puede decirse de los sacerdotes gentiles de Méjico, Perú y otras naciones antiguas del Nuevo Mundo.

 Sobre las atrocidades llevadas a cabo por las hordas semisalvajes acaudilla por Atila, o por sus subalternos, pueden consultarse muchos autores, en particular Gibbon, Paulo Diácono, Prisco, Jornandes y Amiano Marcelino. En realidad, nada extraño es que entre los de la carne con tal exceso, que según pueblos bárbaros, los sacerdotes lo sean también, observación aplicable en primer término a la multitud de pueblos o naciones de América y de Oceanía que practicaban la por algunos autores acusados también antropofagia. Los hunos o tártaros, tracios y escitas han sido  de antropofagia, si bien parece que entre ellos eran raros los casos que se daban de tan atroz costumbres. Puede decirse en tesis general que los hombres o los pueblos han atribuido a sus divinidades sus propios vicios, y que estas divinidades han sido en cierto modo una creación de los mismos pueblos. Pero volvamos á Atila, que cuando bien cimentado su poderío en la Europa central, se decidió a atacar el mediodía de esta parte del mundo. él quería toda la tierra para sí, entendía que dios o sus dioses no podían sufrir otros dioses; y según él no quería de ellos, más dominación que la suya, tampoco su dios o sus dioses habían de querer otra sino la de ellos. Esto no solamente lo; pensaba Atila; esto lo han pensado siempre casi todos los hombres; y de ahí ha nacido a idea de exterminio contra todo aquel que resista, y con mayor motivo contra todo aquel que menosprecie, bien sea la dominación de los dioses, bien la de los hombres…

Entre los famosos dioses de la antigüedad, que como hemos indicado, los unos fueron hombres o héroes-salvajes, y los otros fueron entes imaginarios creados por los Hombres (hablamos de los dioses del paganismo), ninguno más celoso que Odin de su grandeza y supremacía Todos en general gustaban exterminar cada cual a los demás; pero Odin sobre todo exigía de sus adeptos la mayor crueldad contra sus enemigos; y este dios era no solamente el de los hunos, sino el de casi todos los pueblos del Norte y del centro de Europa.

Cuando estos pueblos se hallaban un tanto incómodos o estrechos en el país que ocupaban, sus sacerdotes les mandaban de parte de Odin que pasaran a otro país y exterminaran a sus habitantes. Así lo hacían siempre que podían, y Atila con sus hunos avanzó triunfante por la Germania y las Galias, hasta la ciudad de Orleans, a la que puso sitio; pero entretanto se había formado una poderosa liga o coalición entre los francos o sea franceses, los iberos y más propiamente dicho los godos y demás gentes que ocupaban nuestra Península, y los italianos o sea romanos del imperio de Occidente. Estas tropas coaligadas alcanzaron a los hunos en las llanuras de Chalons, y aquí se dio la famosa batalla (que duró o se prolongó durante varios días) al fin de la cual Atila vencido por la primera vez, tuvo que volver a internarse en las frías regiones del Septentrión.

Allí recluté nueva gente, y al siguiente año repitió su invasión del Mediodía con un ejército todavía más numeroso  que el anterior; pero esta vez marchó directamente sobre Roma, saqueando y arrasando al paso todo lo que le resistía, y aun lo que no le resistía. Tuvo que formarse una nueva coalición, que no dejó de poner en cuido a Atila, detenido ante los muros de Roma, como el arlo anterior lo había estado ante los de Orleans. Sin embargo, sus intimaciones obligaron a la ciudad Eterna a pagarle una inmensa suma por su rescate es decir, por que no la asaltara y saqueara, y además comprometerse a seguir pagándole un crecido tributo anual. Era tanto que Roma se acordaba todavía del asalto y saqueo que había experimentado de parte del famoso Alarico, rey de los visigodos, y hubiera pagado mucho más a Atila para salvarse de igual catástrofe. Más tarde las gentes de Carlos de Borbón, el Condestable, la saquearon nuevamente, y no se conformaron con menos de hacer prisionero al Santo Padre.

Poco tiempo después Atila se retiró tras el Danubio, para aguardar allí el choque de sus enemigos; pero viendo que éstos no le perseguían, repasó el río al siguiente año, y cayó nueva mente sobre las Galias. Entonces pasó a su vez el Pirineo un formidable ejército de godos o españoles, que unido al de los francos y galos, cayeron sobre los hunos con igual o mayor furia que la vez primera. El resultado fue el mismo con la diferencia de que esta vez les persiguieron con tal encarnizamiento que pocos hunos regresaron a su país, según afirman algunos autores. Otros dicen que todavía los hunos repitieron sus invasiones durante dos o tres años, hasta que, muerto Atila cesaron de todo punto.

  Este jefe desengañado de sus ilusiones, y de las jactancias de los sacerdotes, que le prometían de parte de Odin la conquista de todo el mundo, renunció al menos por algún tiempo a la posesión del mediodía de Europa, y se entregó a los placeres de la mesa y a los de la carne con tal exceso, que según parece abreviaron su vida, falleciendo prematuramente como Alejandro el grande, con quien tuvo bastantes puntos de analogía, como les tuvo con Napoleón Bonaparte, especie de Atila del Mediodía cuyo Chalons fue Leipzig. Con la muerte del uno y con la del otro terminaron sus dos grandes imperios, como sucedió también al fallecimiento de Alejandro el grande, al de Carlomagno y al  de Tamerlan, que fue en cierto modo un segundo Atila. Tamerlan humilló el gran poder de los otomanos que amenazaba toda la Europa y el Asia, y tal vez a éste famoso jefe de los tártaros o escitas se deba que toda la Europa no sea musulmana o mahometana.

 Cada uno de esos monarcas puede decirse que fue el autor de su propia grandeza, la cual puede decirse también que nació y murió con cada cual de ellos.

 La moderna civilización no opina como los hombres de otros tiempos, respecto de esos y otros grandes conquistadores. Aparte de que cada cual de éstos debió su elevación a una serie de casualidades o circunstancias favorables, tanto o más que a su propio mérito, no entiende que sea un relevante mérito el de dominar o avasallar a sus semejantes por medio de la fuerza. Mucho más preciable es el hombre que bajo cualquier alto concepto es útil a la humanidad, y hasta aquel que la proporciona un benéfico o bienestar modesto pero estable o permanente.

Aun entre los mismos antiguos (y preciso es hacerles esta justicia), se hallan varias frases y palabras de protesta contra los hombres de sangre, como solían llamar a los guerreros y conquistadores, según puede verse en la Biblia y en diferentes obras de: antiguos autores griegos y latinos, lo mismo que en otras de los árabes, egipcios, etíopes y de otras naciones, en particular la India o Indostán, la China y los demás países orientales.


                                                                                       R. GARCÍA-RAMOS

lunes, 29 de septiembre de 2014

 SILUETAS HISTÓRICAS. VIRIATO

                      (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 23 de abril de 1898)
                                Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC

SILUETAS HISTÓRICAS. VIRIATO

 Los romanos habían sucedido a los cartagineses en el señorío de una gran parte de la península Ibérica, y era gobernador de Lusitania el pretor Servio Sulpicio Galba, cuando este jefe, cansado de las continuas sublevaciones de algunos pueblos de la provincia, los atrajo con engaño  a una emboscada y los hizo exterminar casi totalmente por la gente italiana e ibérica que tenía bajo sus órdenes. De esta matanza escapó milagrosamente el gran Viriato, jefe poco conocido aun, pero que bien pronto había de adquirir una gran celebridad.



 El pretor Cayo Vetilio sucedió a Galba en aquel mando, y tenía casi sujeta apaciguada Lusitania; cuando Viriato, reprochando vivamente a sus compatriotas la docilidad conque obedecían sus órdenes del pretor, y haciéndoles ver que ni por su propio decoro, ni por las tuerzas de que disponían, estaba bien ni era honroso dejarse dominar de ningún pueblo extranjero; les animó a  la resistencia y fue elegido jefe de varios pueblos coaligados para la común defensa.

 Revestido con ese nuevo mando, su primer cuidado fue ejercitar y dar unidad a sus tropas, haciéndolas marchar y contramarchar repetidas veces, y sostener algunos choques o encuentros con los enemigos, sin presentar batalla decisiva, pero cuando vio que su gente estaba bastante aguerrida  y le obedecía con cierto orden y disciplina, deseando todos medir sus fuerzas con las del pretor y sus aliados, de la misma península Ibérica,  atrajo a dicho pretor cerca de los pantanos de Tríbola, y atacándole simultáneamente por el frente y por los costados, hizo perecer ahogada en dichos pantanos una buena parte del ejercito romano y derrotó la restante de tal suerte, que casi la totalidad de aquel ejército pereció con su jefe.

Esta primera acción general, especie de ensayo del caudillo lusitano, le acreditó de tal modo, que no solo atrajo a sus banderas mucha gente de la que aun no había sido sujetada por los romanos, sino que de los mismos aliados de éstos, se les separó una buena parte para unirse a Viriato.

 Roma se apresuró a enviar un nuevo pretor, llamado Cayo Plaucio, con un nuevo ejército de diez a doce mil reclutas, a los que se unía el contingente de los aliados fieles; pero fue para nuestro general una empresa menos difícil que la anterior, la de batir esta gente y perseguir al general enemigo hasta obligarle a salir precipitadamente de la provincia.

 A Plaucio sucedieron otros dos o tres pretores, con nuevas tropas, las unas bisoñas, y las otras veteranas, que dieron bastante quehacer a los lusitanos de Viriato; pero acabaron éste jefe y sus valientes tropas por expulsar del territorio a los invasores, e infundir tal respeto o terror, que el Senado romano comprendió que la Lusitania estaba perdida para la República, si no acudía allí pronto un gran ejército, mandado en persona por uno de los dos cónsules. Se eligió para ello a Quinto Fabio Emiliano, hijo mayor del famoso Paulo Emilio (vencedor del rey Perseo de Macedonia), y hermano de Escipión llamado más tarde el numantino, y también el africano, en cuya última denominación sucedió al vencedor de Aníbal. Este nuevo jefe, con su gran prestigio trajo también unos veinte mil hombres de refuerzo, los cuales unidos a las tropas romanas y aliadas que estaban en España y en una parte de Lusitania componían un ejército formidable. Con este avanzó Quinto Fabio, enviando delante una división, que cayó en poder de sus enemigos. Esta circunstancia hizo comprender a Fabio con quien se las había, y le volvió circunspecto y aun  tímido, de confiado que era. Se mantuvo, pues, a la defensiva, y rehusó obstinadamente aceptar la batalla que Viriato le ofrecía, y puso el año de su consulado sin atreverse a luchar en campo abierto.

El no haber podido ser forzado en sus trincheras y de consiguiente no haber sido derrotado, pareció a los romanos que eran méritos suficientes para dejarle el mando por otro año, en calidad de procónsul. En este nuevo año sé aventuró a salir al campo, cuando Viriato estaba lejos, y tan pronto como éste se aproximaba, volvía Fabio a atrincherarse y tomar todas las precauciones de la más exquisita vigilancia. Así se pasó el segundo año de su mando, y cuando llegó la entrada de invierno, no quiso quedarse muy cerca de su enemigo y se encerró en Córdova con sus tropas.

 Al año siguiente la campaña tomó un nuevo aspecto. Viriato había conseguido formar una poderosa alianza con los españoles, y estos últimos dieron tanto que hacer a los romanos, que éstos dejaron abandonada del todo la Lusitania, para atender o hacer frente a la multitud de enemigos que por todas partes se les presentaba en el suelo ibero.
Los arevacos o arvacos fueron los primeros que atacaron a los romanos, o al menos, los que les causaron mayores pérdidas en esta nueva campaña. Su principal ciudad era la célebre Numancia.

Ya por este tiempo los romanos empezaban a tiranizar a los pueblos vencidos, de lo cual resultaba que éstos se sublevasen con frecuencia. En Italia varios tribunos y aún pretores hacían comercio de la ciudadanía romana, la vendían a todo el que pagaba bien, o la daban a condición de contar con los votos de los nuevos ciudadanos. Tiberio Graco y otros varios tribunos, adquirieron así infinitos partidarios o secuaces y también adquirieron grandes sumas de dinero. Mas tarde Jugurta rey de los munidas, compró la paz y la impunidad de sus delitos, por medio del soborno; y más tarde aún Julio César con la promesa y aún la venta de la ciudadanía a los pueblos de una gran parte de la Galía cisalpina (llamada después Lombardía) preludió su paso del Rubicon, que había de efectuar al cabo de algunos años, cuando la nación y el Senado le adulaban tanto, que le concedieron por cinco años consecutivos el mando y gobierno de las dos Galias y la Iliria (que en realidad formaban tres grandes provincias) con cinco o seis legiones a sus órdenes, que luego se elevaron a diez.

 Esa marcha progresiva de banalidad, y al mismo tiempo tiranía, marcaba bien la próxima ruina de la república; pero aquí no debemos extendernos en estas consideraciones, sino reanudar el hilo de los sucesos que veníamos refiriendo advirtiendo tan sólo que las repetidas sublevaciones, de los españoles y los lusitanos, nacían no solo del natural amor a la independencia; sino de la rapacidad de los procónsules o gobernadores, cuestores y demás funcionarios romanos.

 El nuevo cónsul Quinto Cecilio Metelo pasó a España con nuevas tropas, y luchó largo tiempo contra españoles y lusitanos, sin obtener ventajas decisivas, porque las victorias alternaban con las derrotas Era un general de gran fama, que se había distinguido en otras campañas; pero ni el mismo ni el pretor Quincio, que durante el mismo año luchó contra los lusitanos, pudieron dominar mas país, por decirlo así, que el ocupado por sus campamentos.

 Admirada y sorprendida Roma ante una resistencia que no esperaba, no quiso dejar a Mételo el mando en España como procónsul (o acaso él no quiso aceptarlo), y al año siguiente (610 de Roma) eligió el más afamado entre los dos nuevos cónsules, para enviarle a nuestra Península Quinto Fabio Máximo fue el elegido para terminar, como en Roma decían, la pesada guerra ibérica, que consumía sus soldados a millares cada año; pero estaba escrito, digámosle así, que los mejores jefes romanos habrían de venir uno tras otro a  fracasar en Iberia. Este fue últimamente vencido por Viriato, en una gran batalla que comenzó favorable para aquél; pero que concluyó viéndose los romanos  precisados a encerrarse en su campamento, del cual ya no quisieron salir; en buen tiempo, a pesar de las exhortaciones de su animoso caudillo y las de otros jefes subalternos.

Según, otros datos históricos, el cónsul Mételo había quedado en calidad de procónsul en la España llamada Citerior,  siendo la Ulterior el departamento de Fabio; pero de todos modos es constante que ni el uno ni el otro caudillo adelantaron cosa alguna en el referido año. Al siguiente se envió otro cónsul llamado Quinto Pompeyo, a la España Citerior; este nuevo y acreditado jefe (progenitor del gran Pompeyo) logró algunas ventajas y se adelantó hasta poner en su  sitio a la ciudad de Numancia, empresa de la cual  presa de la cual tuvo que desistir al cabo de muy poco tiempo, y entonces pasó a sitiar a  Termancia o Termesta, ciudad considerable entonces. El resultado fue el mismo, como en varios otros sitos que emprendió. En la Ulterior o Lusitania  había quedado Fabio Máximo como procónsul el cual propuso a Viriato un tratado de paz que fue aceptado por este jefe, y ratificado en Roma. Su temor merece referirse por lo claro y lacónico: Que entre ambas partes había paz y amistad y cada cual quedaría en posesión del país que en la actualidad ocupaba.

  A siguiente año (G12 de Roma) nuevo cónsul para España; este era Quino Servilio Cepión, hermano del citado Fabio Máximo, y que pretendía hacer más y mejor que su hermano. Vino pues (Cepión a la Ulterior; y en la Citerior quedó de procónsul Pompeyo. Los mismos historiadores latinos o romanos afirman que en plena paz Cepión sorprendió a Viriato y estuvo a punto de hacerle prisionero. Logró salvarse de semejante felonía, que quedó como mancha indeleble sobre aquel jefe; y poniéndose nuevamente a la cabeza de sus huestes, repitió sus hazañas y se mantuvo invencible durante algún tiempo. Pero sus contrarios habían logrado la alianza o la neutralidad de una multitud de pueblos iberos, mientras que a Viriato, por envidia o por cualquiera otra razón, le faltaba el apoyo necesario para seguir por mas tiempo luchando contra el poder de los romanos.

A su vez propuso a éstos la paz bajo nuevas bases o condiciones; pero fueron tan duras las que le ofrecieron, que de ningún modo Viriato ni sus aliados las quisieron aceptar. Entonces Cepión logró corromper dos oficiales de entre los aliados de aquel caudillo, y con grandes promesas decidirles a que le dieran muerte. Así lo hicieron, y así echó Cepión nueva mancha sobre si mismo, de la cual jamás pudo lavarse, aun entre los mismos romanos.

Con la muerte del héroe lusitano, la guerra de Iberia comenzó a decaer; sin embargo, en la España citerior continuaron defendiéndose varios pueblos con indomable energía, siendo siempre los arevacos los que más se obstinaban en resistir el formidable torrente de la invasión. Quinto Pompeyo volvió a formar el sitio de Numancia; pero los sitiados no le permitieron sostenerle sino muy poco tiempo, tales estragos hacían en sus huestes en las frecuentes salidas que hacían aquellos de la plaza.

Terminamos, por que no tratamos ahora de la gloriosa y larga defensa de esa ciudad, cuyo nombre inmortal cruza los siglos con imperecedera aureola.

                                                                                           

                                                                                           R. GARCÍA-RAMOS



 SILUETAS HISTÓRICAS. CROMWELL

                     (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 18 de abril de 1898)
                            Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC

No entra en nuestro propósito hablar de los talentos militares desplegados por Oliver o Cromwell durante la sangrienta guerra civil de Inglaterra a mediados del siglo XVII, guerra que llevó al patíbulo al desgraciado rey Carlos I, como más tarde en Francia sucedió con el no menos infortunado, Luis XVI, reyes que seguramente no fueron mas culpables que cualesquiera otros. Tampoco nos ocuparemos aquí; de los sucesos políticos que promovieron la misma guerra, ni de los que durante ella tuvieron lugar. Vamos a considerar a Oliverio tan solo desde que por la renuncia de lord Fairfax, fue nombrado generalísimo de los ejércitos británicos. Bien merecía esa distinción por su comportamiento y hazañas; pues aunque Inglaterra contaba entonces con varios generales de un mérito sobresaliente, ninguno como Cromwell podía ser reputado invencible, siempre vencedor o siempre afortunado. La doble y formidable rebelión de la Irlanda y la Escocia, contra Inglaterra o más bien contra su Parlamento, tal vez otro que no fuera Cromwell no la hubiera dominado y sofocado, al menos en el corto espacio de tiempo, que aquel necesitó para llevar a cabo tamaña empresa.


Oliver Cromwell


 En realidad, contra los miembros del Parlamento inglés había no solo en Irlanda y Escocia, sino aun en la Inglaterra misma, bastante descontento, no tan solo por el abuso que venía haciendo de sus facultades, sino sobretodo por su exclusivismo o tendencia a perpetuarse en el mando. Era ya tiempo de que aquella Cámara se renovase, en su totalidad o por lo menos en su mitad, y para ello el Ejército la elevó una respetuosa posición o manifiesto; pero esta petición fue desestimada por la Cámara, y desde entonces comenzó una hostilidad mas o menos abierta o declarada entre aquella y el Ejército.
 Llegó a tal punto la osadía de la Cámara, su vanidad y descarado deseo de mantenerse sus miembros en la soberanía, por tiempo indefinido o ilimitado, que no tuvo empacho en expedir un decreto por el cual declaraba reos nada menos que de alta traición a todos los que en lo sucesivo presentaran peticiones o, manifiestos semejantes. Entonces el mismo Cromwell que ni había suscrito aquella solicitud o petición, ni tomó parte en las disputas y aun injurias groseras que mediaron en aquella ocasión, resolvió de motu propio y accediendo también a la excitación de casi todo el ejército y el pueblo, presentarse ante la Cámara o Parlamento, para hacerle las observaciones y exhortaciones que estimó oportunas; pero todo fue en vano, y viendo que eran ineficaces sus razones, llamó trescientos hombres e hizo despejar el salón. La verdad es que si bien la Cámara contaba con hombres dignísimos (y estos eran precisamente los que menos se oponían a que fuera renovada, y aun pedían algunos la renovación)   también contaba en su seno muchos otros llenos de egoísmo y amor propio exagerado o inmerecido; algunos se presentaban ebrios a las sesiones, otros vendían sus votos, y mu-
chos carecían de todo mérito o distinción, y habían ocupado aquel puesto de sorpresa o de casualidad, Estos eran los que a pesar de los largos años que llevaban de ejercicio, mas se resistían a dejar el poder, y cada vez se hallaban más apegados al mismo. Con frecuencia hacían en la Cámara las mociones más extravagantes, y disputaban tenazmente, sosteniendo absurdos y entorpeciendo los negocios y debates de verdadera utilidad para la nación.
 Toda la nación se apresuró a demostrar su aprobación al acto realizado por Cromwell; pero entonces sucedió una cosa que hoy parece muy extraña, por que muchos ignoran hasta qué punto llegaba entonces en Inglaterra la pasión o fanatismo por la Biblia, y decimos fanatismo, por que cada cual la interpretaba como mejor le parecía; pero todos querían obedecer ciegamente sus preceptos, sobre todo, los del antiguo Testamento. Esperaban de día en día la llegada del Mesías y entretanto no se resolvían a nombrar otro Parlamento. Como no podían seguir así las cosas, los jefes militares, aunque también pagaban algún tributo a la superstición general, invitaron a Cromwell para que nombrase nueva Cámara, y así lo hizo. Si bien reduciendo mucho el número de sus miembros. Se le indicaban para esos cargos las personas más populares, y sobro todo, los llamados antimonianos, o antimonacales, que se decían iluminados por el Espíritu Santo e incapaces de errar; pero procuró no incluir a los mas fanáticos, que pretendían suprimir todo otro gobierno que no fuera la pura Ley que dejó escrita Moisés.
 Este nuevo Parlamento funcionó por algún tiempo; pero se ocupaba más de religión que de política, y empezó a tratar de introducir en la nación el culto mosaico en toda su pureza. El resultado fue que al cabo la misma nación se disgustó de su Parlamento, y pidió que fuese suprimido. Como siempre, acudieron a Cromwell, que tanto en paz como en guerra era por decirlo así su providencia. Este consiguió que muchos miembros, incluso el presidente, renunciaran el cargo que el misino le había dado, y los demás fueron intimados por el coronel White para que abandonaran sus puestos. Entonces tuvo lugar aquella conocida escena, en que presentándose el dicho coronel a la asamblea de los recalcitrantes, los preguntó qué hacían allí, y ellos contestaron que buscaban al Señor en la oración; a lo cual les dijo White que fueran a buscarle a otra parte, por que allí no estaba, o por lo menos, no hacía caso alguno de tal asamblea.
 Y sin embargo no ha faltado entonces y después quien, en Inglaterra y también fuera de ella, haya opinado que aquel fue el Parlamento más santo que ha tenido jamás nación alguna. Pudiera haberlo sido; pero no es menos cierto que no era un Parlamento político. Los asuntos de que se ocupaba principalmente eran los de la ley de Moisés, y cuando se trató de hacer la paz con Holanda (después de una guerra desastrosa) el Parlamento o Cámara inglesa, que es la misma de: que hablamos, puso mil dificultades basadas en la impiedad de los holandeses y su apego a la ganancia o lucro, predicándoles que antes que todo buscasen al Señor, y no se ocupasen tanto de comercio y de negocios  marítimos y otros, que eran los que venían a  tratar. El resultado de ello fue que no hubo paz, y la guerra prosiguió aniquilando a ambas potencias. Se asegura que los par de parlamentarios ingleses decían que era preciso subyugar a los hombres del pecado, o conseguir su regeneración por medio de rezos y sermones (Goldsmith, Hist. de Inglat.)
 Puede decirse que una gran parte del pueblo inglés tomando por modelo al antiguo pueblo de Israel, pretendía pasar a cuchillo o exterminar a cualquier otro que no  observase la Ley mosaica; mientras, que otros  ingles se inclinaban a la clemencia y persuasión para con sus enemigos, de acuerdo con los preceptos del nuevo Testamento En tal estado de cosas, el ejército volvió como siempre los ojos hacia (Cromwell le brindó con el Protectorado de la nación, nombre que se imaginó por no usar el de Dictadura, aunque se sabía bien que en Roma la dictadura que desde muy antiguo solía crearse en casos extremos o en circunstancias difíciles había dado casi siempre los mejores resultados, siendo Julio Cesar quien tornó odioso ese nombre estableciendo una dictadura perpetua. En realidad, y dicho sea de paso, más que a Cesar hay que culpar de ello a los romanos, que hicieron posible allí y hasta necesaria tal dictadura perpetúa. Sin ella Roma estaba a punto de sucumbir por sus propias discordias, y sus provincias a punto de sublevarse contra un gobierno republicano y triunviral que ya casi no era gobierno, sino un sistema Completo de expoliación y de trapacería; cada gobernador de provincia (que decían procónsul o propretor) era un sátrapa o cacique semejante a los de las monarquías del Asia y de la América, o por mejor decir, era peor que estas, porque tenía; más hambre y sed o por lo menos más deudas.
Volvamos a Cromwell. Su dictadura o llámese protectorado dio para Inglaterra. Los mismos ventajosos resultados que para Roma o Italia habían producido sus célebres y antiguas dictaduras, que generalmente se decían o creaban por poco tiempo, y en cuanto pasaba el peligro los mismos dictadores se apresuraban a renunciar su cargo. La nación inglesa se regenero política y económicamente;  sus fuerzas  tomaron nuevo desarrollo e incremento, y se hicieron respetar de las demás naciones; se impuso a la Holanda una paz ventajosa para Inglaterra, y puede decirse que de esa época data la supremacía marítima inglesa.
 En vista de tales resultados, los ingleses entusiasmados con su protector, llegaron hasta ofrecerle la corona; pero Cromwell era un hombre modelado a la antigua, era como si dijéramos un romano de los buenos tiempos de la República; rehusó y dijo que tan solo conservaría el poder mientras lo considerase necesario para el bien de la nación.
 Pero la vida del protector duró poco para ello, y sus últimos días fueron acibarados por la calumnia y por la envidia. En Inglaterra, como en todas partes, había infinidad de seres para quienes todo marcha mal si ellos no marchan bien, es decir, si no hacen su negocio. La prematura muerte de Cromwell vino a demostrar de parte de quien estaba la razón, y cuan difícil era reemplazar un hombre de su talla.
 Si alguna falta grave se le puede imputar es su comportamiento con el rey Carlos, después de vencido éste; pero es muy dudoso que esa falta fuera de Cromwell más quede todo el ejército. El parlamento trataba da pactar con el rey, estaba a punto de concluir una nueva constitución que satisfacía las exigencias parlamentarias, que podía decirse eran las de la nación; pero el ejército o Cromwell, y probablemente ambos, se opusieron a ello. Es difícil juzgar hoy con acierto sobre tal asunto. En vista de los datos escritos en aquellos tiempos e  inmediatos siguientes, podrá cada cual formar su opinión, siendo al parecer lo más verosímil que, el ejército, que era el que había sufrido todo el peso de la guerra, no quería transacción con Carlos, cuyo orgullo conocía, y sólo veía en la transacción una tregua que haría recobrar al monarca nuevas fuerzas.
 Además ¿podía ser válido cualquier pacto hecho con un rey prisionero?
 No era de temer que al verso nuevamente libre el monarca, declarase nulo lo pactado durante su prisión o cautiverio. Debió comenzarse por devolver generosamente la libertad al rey, y pactar entonces, si es (o era posible; pero ni el ejército ni el parlamento estaban de manera alguna, dispuestos a dejar a Carlos I en plena libertad y disposición de continuar las hostilidades.
 Sea de el o lo que fuere, al fallecimiento del protector, como dejamos indicado, quedó nuevamente la nación en un estado de perturbación lamentable; era aquello una república semejante a la Romana a la muerte de Cesar, con la diferencia de que como Cromwell no fue asesinado, no mediaron los odios y rencores le sus parientes y parciales, no se presentó otro Octavio a vengar su muerte, ni otro Antonio a secundar esa venganza. Verdad es que este último lo que principalmente se proponía era ser emperador a su vez, fundado en que era, a la sazón, uno de los dos cónsules de la República. Todavía se llamaba así la nación Romana, a pesar de la dictadura; el otro cónsul era el mismo Cesar, que además de ser dictador había tomado el consulado por la quinta vez, cuando fue asesinado. Su acólito en la dictadura, o como los romanos decían, su general de la Caballería, era entonces Emilio Lépido, que también se creyó con derecho a sucederle; pero valía menos que Antonio, y sobre todo menos que Octavio, que además de su propio mérito, ostentaba su inmediato parentesco con el finado emperador, de quien era universal heredero.
 Los ingleses como los romanos, repetimos, se hallaron sin gobierno a la muerte de su dictador; unos y otros se inclinaron a proseguir aquella forma política dictatorial, que en efecto parecía ser la más conveniente o la única viable en la una como en la otra nación.
 El hijo mayor de Cromwell fue llamado a sustituir a su padre; pero este joven no tenía la talla ni el prestigio militar ni civil de Octavio César; el ejército británico no podía conformarse con tal jefe, al que también rechazaba una parte muy considerable de la nación; y por otra parte, el primogénito del último monarca se mostraba extremada mente afable y liberal para con todo el mundo, aunque ausente de Inglaterra, y tenía aquí un partido considerable, que aumentaba de día en día.
 No es de este lugar la historia de los acontecimientos que inmediatamente siguieron a los que muy ligera o sucintamente acabamos de reseñar. Así sólo diremos, para terminar, qué el nuevo protector Ricardo Cromwell se vio al cabo de poco tiempo precisado a renunciar su cargo, y que la opinión nacional entonces se inclinó sucesivamente a un parlamento o senado supremo, de donde dimanasen todos los poderes; y a un tribunal militar, que llamaban consejo o comisión; pero la verdad es que este último sistema (si puede llamarse así) fue una imposición del ejército que poco tiempo se mantuvo, volviéndose al sistema inmediato anterior. También advertiremos que este parlamento de que hablamos no fue otro sino él mismo que había sentenciado a
Carlos 1º y que últimamente había sido rehabilitado. Por último, se acordó la convocación de un parlamento nuevo, de libre elección, en el que resultó una mayoría a favor del sistema monárquico; porque en Inglaterra, como en Roma o Italia, y más tarde en Francia, los frecuentes disturbios y turbulencias, que amenazaban con una guerra civil permanente o constante, habían ocasionado una reacción en los ánimos. Además. se observaba que cada alto magistrado o funcionario público, se convertía pronto en un pequeño déspota; y el pueblo decía con su experiencia y buen sentido practico, que sí al cabo era preciso sufrir cualesquiera déspotas, era preferible, (es decir, menos malo) que en lo posible quedaran reducidos a uno solo.
 Varios autores han hecho una comparación entre Cromwell, Bonaparte y Robespierre. No deja de haber analogía entre ellos; pero a nuestro entender y el de varios autores, el primero de aquéllos ha sido calumniado, atribuyéndole demasiado egoísmo y ambición, o lo que es lo mismo, identificándole bajo ese concepto con Bonaparte, mientras que el tercero esta poseído de una manía o preocupación, que consistía (como en Marat) en creer o pensar que nadie como él mismo era capaz, de guiar los asuntos de la república. Robespierre creía primeramente que tan sólo su partido (llamado la montaña) podía salvar a la nación del poder de sus enemigos, y salvar la libertad, siendo así que acaso mejor y más pronto las hubieran salvado los republicanos llamados (girondinos) cuando más tarde quedó la montaña triunfante, empezó a creer que tan sólo el mismo era capaz de dirigir el gobierno; todos los demás convencionales le parecían incapaces, o venales, o traidores, salvo unos cuantos de sus parciales, a los cuales también hubiera repudiado probablemente más tarde, si no hubiera sucumbido en las famosas jornadas de Thermidor. Ese exclusivismo de Robespierre, como antes el de Marat, cualquiera que fuese la causa a que obedecía, resultaba al cabo antiliberal, y por ende antirrepublicano; razón por la cual diversos autores han creído, no sin fundamento, que Danton valía más que aquellos, y puede considerársele lo mismo quo a Cromwell como mejor patriota y ciudadano más digno de los homenajes de la posteridad. El egoísmo es odioso siempre, y mucho más en las repúblicas, donde se convierte en la rémora de la libertad y aun en la tumba de la misma, si no se le ahoga donde quiera que levante su repugnante cabeza. Si prevalece en una nación cualquiera, puede decirse que ni esa misma nación es libre, e independiente, ni siquiera digna de poseer independencia y libertad.


                                                                                             R. GARCÍA-RAMOS

viernes, 26 de septiembre de 2014

SILUETAS HISTÓRICAS.LOS GRACOS

                                       (Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 16 de abril de 1898)
                              Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC

 Quizá debiéramos llamar semblanzas a estas siluetas que vamos a escribir; pero de, un modo u otro, no pretendemos hacer retratos verdaderos o exactos. No podemos lisonjearnos con la idea de referir de una manera indudable ciertos sucesos y ciertos caracteres antiguos; y lo que peor es, tal empresa nos parece imposible o irrealizable, no solamente hoy, sino aun en los mismos tiempos en que vivieron esos personajes, y en que tuvieron lugar aquellos sucesos.

 En las noticias llamadas históricas hay infinitas divergencias y aun contradicciones; y cualquiera gran figura o carácter antiguo que se quiera estudiar, nos presenta un velo de incertidumbre, más o menos transparente, y a veces más o menos impenetrable.  Entre mil ejemplos, se nos ocurre en este momento el de Robespierre, que unos autores suponen un monstruo de crueldad, envidia y amor propio o egoísmo, mientras que, otros atribuyen esos mismos defectos a los contrarios de aquel célebre tribuno, y le suponen víctima de los mismos. ¿Donde está la verdad? No es fácil decidirlo; pero puede asegurarse que ni Robespierre ni sus contrarios fueron tan malos o tan inicuos como se les ha supuesto, y que ha habido en eso como en tantas otras cosas, mala inteligencia y sobrada ligereza de juicio.

Una cosa algo parecida sucede con los Gracos, que según una opinión fueron ni, más ni menos que unos farsantes, que se propusieron dominar en la nación y tal vez hacerse reyes, mientras que según otra, fueron víctimas de la ingratitud o de la torpeza de sus conciudadanos.

 Vamos a hacer una ligera reseña de los sucesos, tales como la historia los presenta o los ofrece, sin que desconozcamos la inmensa dificultad que hay en desligarlo verdadero de lo falso o erróneo, dificultad inevitable y que estamos lejos de poderla vencer o salvar de una manera bastante satisfactoria.
 Tiberio Graco era cuestor del cónsul Mancino, en la campaña de éste contra la famosa ciudad de Numancia, en España, y entre ambos hicieron con los numantinos el tratado que tanto desaprobaron el Senado y una gran parte del pueblo romano. Tan vergonzoso les pareció a estos el tratado, que propusieron que sus autores y consentidores fueran entregados a los españoles de Numancia, y anulado el dicho tratado, como hecho contra la voluntad del pueblo y del Senado; y tan solo en fuerza de las súplicas de la numerosa y distinguida familia del dicho Tiberio, se consiguió que casi todos los tribunos del pueblo y algunos senadores se opusieran, y se resolviera que tan solo el citado cónsul sería entregado a los numantinos. Así se hizo, pero esto no impidió que Tiberio, llevado probablemente de un amor propio excesivo, se declarara desde entonces contrario al Senado y defensor del Tribunado; se hizo propiamente Tribuno de la plebe (como entonces se decía), y ora fuese por despecho ora por hacerse corifeo y jefe de un partido, con miras ulteriores que no es tan bien definidas ni bien probadas, es lo cierto que desde entonces emprendió una campaña de posición sistemática contra aquel venerable cuerpo, al que tantos y tan grandes servicios debía la República, y que los mismos Tribunos del pueblo acataban y tenían en alta consideración.
 Entre los varios testimonios que hay, unos favorables y otros contrarios a los Gracos, se cuenta el de su cuñado Escipión, que había sido su mejor amigo y además estaba casado con Sempronia, hermana única de aquellos. Además, Cornelia madre de los mismos, era a su vez hija de otro Escipión, el vencedor del famoso Aníbal. El vencedor de los numantinos o sea el segundo Escipión llamado Africano, no podía perdonar a sus hermanos políticos los Gracos, que apadrinasen a la gran muchedumbre de gente advenediza que afluía a Roma. Esa misma gente constituía el mayor apoyó de aquellos dos hermanos, que tenían buen cuidado de conservarla adicta a sus intereses (cualesquiera que estos fuesen) ofreciéndola un reparto de tierras, quitadas o expropiadas a los poseedores, bajo el especioso pretexto de que primitivamente aquellas tierras fueron bienes comunales o sea de toda la nación.
 La historia no ha dicho su última palabra respecto a Tiberio Graco, a causa de su prematura muerte, que tuvo lugar en medio de un tumulto popular, cuando aquel se hallaba todavía en la flor de su edad. Murieron con él varios de sus parciales, y también varios de sus contrarios, víctimas todos de la funesta y larga rivalidad entre el Senado y el Tribunado. Tratábase de elegir nuevos tribunos, o sea renovar esos funcionarios, conforme lo disponían las leyes, y Tiberio quería ser reelegido; muchísimos ciudadanos le apoyaban, mientras que otros se le oponían, con la mayor parte de los Senadores, resultando de ello una colisión sangrienta que costó la vida a Tiberio.

Tiberio y Cayo Sempronio Graco

 Su hermano Cayo le reemplazó en la Jefatura poco tiempo después, cuando a su vez, fue nombrado tribuno. No era tan sólo el reparto de tierras lo que ofrecían ambos hermanos. Con esa promesa tenían a su devoción casi toda, la gente pobre; pero además se atraían a los pobres y ricos de Italia, y aún de fuera de ella, con otras promesas de derechos anexos a la ciudadanía romana. Ese era el cebo con que los ambiciosos se atraían los sufragios para los cargos altos, que desesperaban conseguir de otro modo. Más tarde, cuando ya la ciudadanía se extendía a casi todos los italianos, y sobre todo, cuando se extendió la inmoralidad, lo que se prometía y se daba principalmente era dinero, comprándose así los sufragios, corno es bastante sabido, y resultando de ello muchas veces que los principales cargos públicos iban a parar a manos de personas indignas.
 Sin embargo, tanto Cayo como Tiberio Graco se asegura por varios autores que no solicitaron jamás la pretura ni el consulado, y esto por dos razones: la primera porque no querían alternar con el Senado ni acercarse a  esa Corporación, de la cual eran digámoslo así enemigos, y en la que de consiguiente contaban por sus enemigos a casi todos los miembros; y la segunda porque tratando aquellos de elevar el Tribunado muy por encima del precitado cuerpo, preferían con mucho el cargo de tribuno. Acerca de él y otros muchos pormenores pueden consultarse una multitud de pasajes de Cicerón y de Valerio Máximo. Plutarco (en Gracch.) y Floro (lib 3º, cap 4.) hablan de la creencia en que muchos estaban de que los Gracos aspiraban a reinar, y Lelio añade que Tiberio reinó en efecto durante algunos meses, puesto que todos le obedecían. Parece que su matador fue Escipión Nasica, según se deduce de una frase de Cicerón (en su defensa de Milon), donde compara a este Escipión con Servilio Alíala, el matador de Espurio Melio; en otro lugar o pasaje del mismo autor (Philip VIII -13) se hacen grandes elogios del dicho Nasica y se le llama libertador de la República. Bueno es advertir que no se trata aquí del hermano político de los Gracos, sino de otro miembro de la familia; y que el segundo Escipión africano era hijo de Paulo Emilio, y sólo por adopción entró en la familia de los Escipiones. Además, el mismo Cicerón aduce curiosos detalles sobre los Gracos en sus trabajos de Amicitia (núm. 40 y 41), de Officiis (II- 78, 79 y 83), Sueño de Escipión (Fragmentos), de Legib. III -24; de Harusp, 43; de Brut, 103, y 211; etc . Véase también Apiano (Civil. I).
 Ya hemos dicho que Cayo Graco, a pesar del fracaso de su hermano, resolvió continuar la obra o empresa de Tiberio, cualquiera que fuese el éxito y cualquiera que fuese el propósito que les movía, aunque ya insinuamos (y esto parece ser lo más probable) que su propósito no era otro sino el de sobreponer la potestad tribunicia a todas las demás de la República, y dominar de ese modo y disponer soberanamente de todo. Es verdad que el poder tribunicio estaba repartido entre varios individuos; pero se atribuye a los Gracos, por diversos autores y según parece no sin fundamento, el pensamiento de reducir después a dos o uno solo el número de los tribunos. Esto era convertir a la República en una especie de monarquía electiva, y había sido en lo antiguo el pensamiento de Manio el defensor del Capitolio contra los galos mandados por el famoso Breno, y también según parece el pensamiento de Melio. Todos ellos fueron unos ambiciosos desatentados, y en particular Manlio, cuyo amor propio no le permitía conocer que los gansos que le despertaron (a él y a los demás defensores de aquella ciudadela, cuando los galos la asaltaron por la noche), salvaron a Roma mejor que el mismo Manlio, y esto dando de barato que Roma se salvara esa vez de poder de los galos, lo cual es bastante problemático.
 La suerte de Cayo fue muy parecida a la de su hermano único Tiberio; ambos murieron violentamente con una multitud de gente del uno y del otro bando, en los motines o encuentros entre los partidarios del ¡Senado y los del Tribunado, y con su muerte quedó por algún tiempo apaciguada, aquella funesta división o rivalidad, que habría más tarde de reproducirse y dar una triste celebridad a Sila y a Mario, lo mismo que a César y Pompeyo. Pero estos últimos personajes fueron célebres además por otros conceptos, mientras que los Gracos, como Manlio Capitolino, Espurio Melio y muchos otros, ( entre ellos Sergio Catilina) debieron su fama a las discordias civiles, lo cual es bastante triste, cualesquiera que fuesen por lo demás sus intenciones o móviles que les hacían obrar.


                                                                                     R. GARCÍA-RAMOS     

jueves, 25 de septiembre de 2014

 EL CESARISMO EN ROMA (IV)

(Artículo publicado en el Diario de Tenerife el 30 de marzo de 1898)
                                 Documentación obtenida de Jable.Archivo de prensa digital de la ULPGC
(Conclusión)

 Considerando con imparcialidad la gran revolución que tuvo lugar en Italia con la subida de Cesar al poder, y por mas que ocasionó indignación el despotismo que allí se entronizó, es preciso convenir en que no podía esperarse otra cosa de aquella sociedad tan degradada. Había aun en Roma y en toda Italia muchos hombres dignos y amantes del orden y de la libertad (que no la hay sin orden); pero eran muchos más los seres abyectos o inmorales, que no podían menos de conducir a la nación hacía el despotismo, por otro nombre llamado cesarismo. Es mas, este despotismo tal vez salvó a la nación Romana de una disolución inmediata, pues ya hemos visto como marchaban las cosas y como y por qué clase de personas era la república gobernada o administrada. La guerra civil amenazaba ser continua, dándose como se daba frecuentemente el caso de que para hacerse un nombramiento cualquiera de cónsul o de otro alto magistrado, era preciso dar una verdadera batalla dentro de la ciudad de Roma. Cada aspirante necesitaba tener y tenía una numerosa tropa de gente allegadiza que le apoyara con las armas, y estas más bien que el sufragio decidían la victoria.

 Cesar acabó con esos procedimientos estableciendo una dictadura perpetua y por más que de pronto repugnara a casi todos los romanos o italianos esa violenta medida, no tardaron en sentir y conocer sus indudables efectos, por que a favor de ella se restablecía poco a poco el orden, o lo que es lo mismo, volvían a marchar las cosas de una manera normal. El comercio, la industria, las artes, los oficios, sumamente perturbados por las discordias civiles, volvían a tomar su camino natural de progreso, y por consiguiente el bienestar de los ciudadanos se restablecía. Esto solo pudo hacer perdonar el nuevo sistema a  los muchos republicanos que habían visto con dolor e indignación desaparecer la gloriosa bandera bajo la cual Roma tanto se había enaltecido, y eclipsado a todas las demás naciones.¡Verdad amarga! Aquella gloriosa bandera ya no existía; los mismos romanos la habían dejado caer y pisotear. ¡Los mismos romanos la habían arrojado a los pies de un tirano!

 Innecesario nos parece advertir aquí que lo que acabamos de decir no es ni aun remotamente aplicable al paso de una república a una monarquía representativa, basada en ideas y procedimientos liberales. Hay una distancia infinitamente mayor entre el cesarismo o la autocracia y la monarquía últimamente citada, que entre esta y la República.

 Hecha esta aclaración, que repetimos nos parece una cosa sobre entendida, vamos a  concluir este trabajo con dos palabras sobre los sucesos de Roma desde el entronizamiento de Julio Cesar hasta el de su sobrino y sucesor en el imperio, el famoso Octavio Augusto, cuya celebridad bastó para dar nombre a su siglo, y que efectivamente hizo casi olvidar a los romanos la pérdida de su antigua libertad.
 Julio Cesar, a pesar de su despotismo, guardó algunos miramientos con el Senado, y le respetó o acató en muchas ocasiones. Octavio le respetó mucho más; y sus sucesores Tiberio y Claudio también se acomodaron en muchos casos a la voluntad de aquel cuerpo moderador. Pero en ellos puede decirse que concluyó ese respeto; por que los sucesivos emperadores casi todos tiranizaron, con el apoyo de las tropas o gente de guerra, y apenas le consultaron por mera fórmula.

 Pero volvamos a nuestro dictador es decir, al primero que en Roma hizo perpetuo ese cargo, y por consiguiente convirtió la república en monarquía.
 Poco nos resta que decir acerca del mismo. Al siguiente año de su hornada de pretores, hizo otra nueva de diez y seis; por manera que si hubiera vivido mucho tiempo, tal vez llena de pretores la Italia. La verdad es que todo el mudo le pedía destinos, y el mismo decía que tan asediado le tenían por conducto de sus amigos, que le era precisó no solo multiplicar los cargos, sino reducir la duración de cada uno a algunos meses, para que hubiera más plazas que proveer. Al menos, así lo hizo respecto a los cónsules, que aun cuando no pasaron de dos a la vez, quedó reducido su ejercicio a plazos muy cortos, llegando el mismo Cesar a renunciar su consulado de diez años, y traspasarlo a los pocos meses. Mostrábase afable para todo el mundo y hasta clemente con sus enemigos; y como al mismo tiempo empezaba a embellecer a Roma y emprender grandes obras de utilidad pública en diversos parajes, así en Italia como fuera de ella, el pueblo se le aficionó cada vez más, y empezó a amar la monarquía.

 No podemos menos de repetir que ya este pueblo no era el mismo de los buenos tiempos de la República; su degradación era evidente, y lo demuestra,  entre otras cosas, una que no se sabe claramente si fue adulación o estupidez y que probablemente seria la reunión de ambas. Nunca se les había ocurrido a los romanos que sus grandes hombres fueran dioses; pero ahora tuvieron a poco más o menos por tal a Cesar, y le levantaron templos con su correspondiente culto y servicio de ministros; lo mismo sucedió en lo sucesivo con los Emperadores romanos; por manera que quedó establecido y como si dijéramos bien probado; que éstos: eran divinidades de segundo o tercer orden.

Más tarde se hizo extensiva la divinidad a toda la familia de los mismos; pero sin perjuicio de arrojarles a los muladares y declararles enemigos del género humano, cuando se enfadaban con ellos y los destituían y asesinaban.

 Pero entretanto el pueblo, como hemos dicho, se iba aficionando al gobierno monárquico o sea al cesarismo; por manera que cuando Cesar fue asesinado, puede decirse que la mitad de la nación por lo menos desaprobó ese acto; y si no lo desaprobó de pronto, no tardó mucho en disgustarse del nuevo orden de cosas, que en realidad era desorden, porque ya la nación no estaba para república; ya habían pasado los tiempos en que era viable esa forma de gobierno, para Roma, por manera que después de todo, la muerte de Cesar vino a resultar un crimen, o por lo menos, un acto contraproducente e infructuoso.
 Aquí no creemos necesario decir cosa alguna de los sucesos que inmediatamente  tuvieron lugar, es decir, de los que siguieron a los que hemos referido, y prepararon el advenimiento de Octavio a la monarquía, o imperio, como los romanos decían. Ya hacía mucho tiempo que llamaban imperator a cualquier general victorioso; pero ahora la palabra iba tomando una acepción mucho más vasta o más importante.
 El  pueblo romano, aunque vacilante entre el cesarismo y la república, después de la muerte de Cesar, se hubiera acomodado por mucho o poco tiempo a ésta última forma de gobierno, si la presión del ejército no hubiera mediado.
 Las tropas no acataban tanto los principios políticos, como acataban a las personas; poco les importaba, en verdad que fuera o no fuera republicano el gobierno de la nación; pero profesaban una especie de veneración hacia sus jefes, y para ellas Antonio, Octavio y Lépido, eran sus jefes naturales, y no aceptaban otros, o por lo menos, no apoyaban a otros contra éstos. De ahí dimanó el segundo triunvirato, y de, éste la segunda monarquía, sin que fuera posible vencer la obstinación de la mayoría del ejército. La última batalla entre los dos sistemas se dio en las llanuras de Filipos, y allí sucumbieron Bruto y Casio por no poder luchar por más tiempo contra el prestigio de sus adversarios Octavio y Antonio.

 Concluimos repitiendo que tal cual era Roma en ese tiempo, y cualesquiera que fuesen las deficiencias e imperfecciones de su gobierno, no dejó por el o de ser, y proseguir siendo durante mucho tiempo, la cabeza del mundo civilizado.

 La civilización de nuestros días nos hace parecer muy deficiente aquella, pero el resto del mundo en aquel tiempo estaba sumido en mucha mayor barbarie. Si en Grecia u otro país había casualmente alguna ciudad más culta que Roma, era una rara e insignificante excepción; y cuando más tarde los bárbaros del Norte volvieron a marchar sobre el Mediodía, acabaron por enseñorearse de éste, por que ya no encontraron aquí el insuperable valladar de la nación Romana.


                                                                                       R. GARCÍA-RAMOS